Por: SALUD HERNÁNDEZ-MORA – ElTiempo
Campesinos del Putumayo están intimidados por guerrilla, que ejerce presión contra la erradicación.
Si las Farc quisieran, no habría una sola mata de coca en el Putumayo. Antes que la legalización o los programas de erradicación, en lo que coinciden los campesinos que siguen sembrándola en veredas de La Dorada o San Miguel, pertenecientes al Valle Gamuez, al occidente del departamento, es que sería el poder intimidatorio de los fusiles guerrilleros lo que acabarían con los cultivos ilícitos. Pero no creen que las Farc tengan intención de hacerlo ni ahora ni en el futuro, algo que les tranquiliza.
Los cultivadores no son partidarios de legalizar la siembra de coca porque el precio bajaría y quienes llevan toda una vida trabajando la mata prefieren seguir en lo mismo antes que buscar productos alternativos que apenas conocen y han sido, en muchos casos, un rotundo fracaso.
«Se pondría como el maíz y el arroz, y ya no sería interesante, no daría. Tendrían que venir los mismos consumidores a cultivarla», explica un vecino de Jordan de Güisia, una pequeña vereda a la que se accede por un puente colgante de tablones de madera. «Si uno está en el negocio, no quiere la legalización porque pierde. Además, sería el monopolio de unos pocos y el campesino quedaría marginado» (*).
Los sembrados han disminuido de tamaño y rentabilidad en los últimos años, tanto por la carestía de los abonos y los insumos químicos, como por las fumigaciones aéreas y las erradicaciones manuales. Si a principios de siglo por un kilo de base de coca los compradores de los paramilitares o la guerrilla pagaban cerca de dos millones, hoy el precio suele rondar el millón trescientos mil pesos. Y al ser sembradíos de escaso tamaño, muchos agricultores venden solo la hoja, con lo cual pierden margen de beneficio.
«El que más tiene por estos lados es una hectárea, lo común, un cuarto. Es para la comida y poco más», señala un lugareño. «Lo bueno son cuatro porque con dos hectáreas, uno paga los gastos y lo del diario de la familia, y las otras dos le quedan para ahorrar o comprar otras cosas».
La opinión de quienes no tienen cultivos de coca, pero conviven con ellos, y quisieran que desaparecieran, está dividida entre los que encuentran en la legalización una vía para acabarla y los que consideran que dispararía el consumo y se generaría un problema social de grandes dimensiones.
«No me parece bien que la legalicen, sería un libertinaje del vicio y se volvería incontrolable. Hay que buscar otras maneras porque uno sin coca se siente bien. Cuando la cultiva, está esperando que le llegue la ley, los unos (paras), los otros (guerrilla), y sin coca a uno no lo visitan ni para quitarle ni para pedirle nada», comenta un agricultor.
Pero el mayor obstáculo a su desaparición lo constituyen los grupos armados, que la utilizan como fuente de financiación. «La guerrilla presiona para no dejarla, si uno se opone todo el rato, corre el riesgo de que le obliguen a seguir cultivándola o lo desplazan», asegura un morador de un caserío cercano.
«La coca nos ha dejado viudas, huérfanos, hogares desintegrados», apunta un comerciante. Y en los últimos tiempos, las minas antipersonas y los ataques con cilindros contra los grupos que erradican, se han convertido en otra pesadilla para las comunidades, que quedan en medio de los combates y pisan los artefactos explosivos.
Las Farc siembran minas por donde piensan que van a pasar erradicadores y policía, ignorando que se trate de zonas pobladas, incluso a solo trescientos metros de escuelas, como La Costeñita -situada a unos diez minutos en moto de Jordán de Güisia- o en los propios cultivos. «Les hemos pedido que no utilicen minas, pero contestan que no nos salgamos de los caminos», relata un campesino.
Lo paradójico es que pese al peligro que afrontan, les puede la necesidad económica. «Los mismos erradicadores nos piden que no dejemos de sembrar coca porque si no, se quedan ellos también sin trabajo», cuenta un cultivador.
En el Putumayo, las Farc protegen y estimulan la producción y controlan el narcotráfico, a veces de la mano de bandas herederas de los paramilitares que dejaron la región, como «La Constru».
«A ellos les interesa que la gente la cultive», señala un vecino de La Dorada. «Y es que para las Farc los cultivos ilícitos no son solo una fuente de financiación, también su base social porque los campesinos que trabajan en la coca tienen que ir a los paros, a las marchas, a donde les digan», añade.
Los programas de erradicación y la caída de las pirámides, sobre todo DMG y DRFE, que afectó a miles de familias en el Putumayo, empujó a un buen número de cocaleros a emigrar hacia Nariño y Chocó, para emplearse como raspachines y empezar por allá a sembrar de nuevo. Desde el Valle del Gamuez son legión los que partieron hacia Llorente (Nariño), localidad cocalera donde las haya, a mitad de camino entre Pasto y Tumaco. Hay tantos, que a un caserío lo bautizaron Putumayito.
«Que la legalicen pero que traigan proyectos buenos, no queremos semillas ni capacitación, sino empresas que compren lo que cultivemos y nos garanticen el precio», afirma un ganadero.
Y es que en el Putumayo han probado distintos productos agrícolas con pocos resultados para mostrar porque muchas veces llegan de Bogotá con programas alternativos, los impulsan con entusiasmo, pero a medida que avanza el tiempo pierden interés y los dejan colgados. Eso ocurrió con los palmitos, el plátano, el cacao.
Precisamente la falta de continuidad y de acompañamiento, así como el desconocimiento de cómo combatir plagas, conduce a situaciones macondianas, según admite un cultivador: «La plata de la coca ayuda a pagar los préstamos. Usted se endeuda con el banco para poner en marcha un proyecto productivo alternativo y se mete en la coca para pagar el crédito porque no es rentable».
(*) No hay nombres por seguridad de los entrevistados.
Salud Hernández-MoraPara EL TIEMPO
San Miguel (Putumayo).