Por: John Montilla.
La siguiente anécdota da fe de eso que algunos llaman la “malicia indígena” que caracteriza a ciertos habitantes del departamento del Putumayo. Aunque no recuerdo exactamente quien la refirió, si puedo anotar lo sustancial del hecho.
En cierta ocasión un grupo de tres putumayenses arribaban por primera vez a la ciudad de Bogotá; dos de ellos vestidos de manera corriente y el otro ataviado con un traje típico de una nuestras comunidades indígenas, es decir con vistosa corona de plumas, collares artesanales, la tradicional cusma y otros elementos decorativos. Pues bien, el trío de recién llegados, ante el desconocimiento de la ciudad y la imposibilidad de tomar un transporte público económico, decidieron por prudencia tomar un taxi que los condujera hacia su destino.
Es muy probable que por el mismo hecho de ser forasteros no sabían que el costo de este servicio en la capital es de por si elevado; de ahí que una vez llegaron a la dirección indicada, el taxista, quizá al verlos y comprender que no pertenecían a la ciudad, pensó que podría sacar mayor provecho de esa situación y les cobró una cantidad sumamente exagerada por el servicio.
En consecuencia, se armó al momento en el interior del vehículo una discusión entre los ofendidos pasajeros y el taxista sobre el asunto del precio, sobre todo, por parte de los dos señores que iban vestidos de “civil” que alegaban acaloradamente con el conductor; mientras esto sucedía, el “indígena” había empezado a sacar de su mochila ramas, riegos, menjurjes y cascabeles, y había empezado un extraño ceremonial a la vez que entonaba cánticos en su
lengua nativa, ante este inusual acontecimiento, la calma había retornado dentro del taxi.
Al presenciar este curioso suceso, el sorprendido taxista, le había preguntado por lo que estaba haciendo, y el indígena a la vez que sacaba la plata para pagar la tarifa le respondió: “Como usted nos está cobrando un precio más de la cuenta, yo le voy a dejar maldiciendo y salando el carro”, y ante esto, el taxista más espantado que furioso, le había rogado que le desbaratara el “hechizo” y que a cambio NO les cobraría absolutamente ni un peso por la carrera que les había hecho.
Pues bien, el indígena, ante la mirada atónita del taxista, ni tardo ni perezoso había empezado otra vez su particular rito para “exorcizar” el vehículo. Una vez terminada la ceremonia, el conductor sin querer recibir nada de sus pasajeros, se fue de allí tan rápido como pudo, mientras los otros se desternillaban de la risa.
John Montilla