Pregúntenles a las mujeres cocaleras, ellas tienen las respuestas

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THUMBNAIL-Isabel-Pereira

Por Isabel Pereira*

“Siembro esta semilla, y como mujer, me comprometo a tomar la tarea de la paz.
Porque – disculparán los hombres acá presentes – la tarea les quedó grande.”
Campesina cocalera. Puerto Asís. Abril de 2017.

Mientras en Putumayo sienten el ocaso de la guerra, otras angustias con sus posibles dolores permanecen. Las mujeres del sur del país están llenas de preguntas y reclamos, pero también de convicción por defender sus vidas campesinas, y sus territorios como fuentes de vida. Al hablar de los programas de sustitución que hoy ofrece el gobierno nacional, son varias las voces de alerta: “Que esto no sea otro Plan Colombia”, “No podemos permitir que nos quiten nuestro territorio”, “Que los anuncios de plata no nos dividan”, “Hay muchos que nos quieren confundir”. Insisten además que “arrancan la coca, pero si el Estado cumple con lo que se ha comprometido en tantos paros y marchas”. Ritual de semillas para dar inicio al Encuentro de Mujeres Cocaleras, Recolectoras y Amedieras. Foto: Lucía Ramírez.


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El sábado en la mañana del 28 de abril confluimos en Puerto Asís con cuarenta mujeres de Putumayo, Cauca, Caquetá y Nariño, en un encuentro de importancia coyuntural e histórica, pues uno de los triunfos logrados en La Habana fue reconocer que el conflicto armado ha impactado de manera diferenciada a las mujeres, y así mismo la construcción de la paz territorial deberá atender a sus vivencias e incluir sus voces. Estos cuatro departamentos del sur concentraban en 2015 el 68% de los cultivos de coca en el país, y tienen además el 10% del total de víctimas registradas en el territorio nacional. Tan solo en el Putumayo, el 41% de la población es víctima del conflicto armado, según el Registro Único de Víctimas. Sin embargo, en un país donde las drogas y el narcotráfico han ocupado el debate, sabemos muy poco sobre el rol de las mujeres en la coca. Los estudios sobre las dinámicas territoriales de los cultivos ilícitos hablan de hectáreas, familias, veredas, o municipios, pero casi nada del tipo de involucramiento de las mujeres en la economía cocalera y de qué maneras la coca ha transformado sus vidas.

Aprovechamos el espacio del encuentro para socializar el Acuerdo de Paz. La lideresa de la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (COCCAM) para la región andino-amazónica presentaba a sus compañeras lo que quedó sobre la “Solución al problema de las drogas ilícitas”. Les mostraba la estructura institucional al mando de esta implementación, que contará también con comités asesores territoriales, donde hay representación de organizaciones sociales. De toda la avalancha de siglas – RRI, PDET, PISDA – surgió en particular una avalancha de preguntas sobre el PAI.

El Plan de Atención Inmediata – PAI, es un paquete de ayuda de transición que el gobierno entregará a las familias que tengan cultivos de coca, o que vivan en veredas con presencia de coca. Estas mujeres, hacen varias preguntas sobre escenarios posibles, para saber quién sí y quién no entrará al PAI. Por ejemplo: ¿una familia que haya erradicado recientemente, recibirá esta ayuda? ¿A quién en la familia se consignará el dinero? ¿Al hombre? ¿A la mujer? ¿50/50? ¿Los proyectos productivos de corto plazo serán concertados con las familias? ¿Qué pasará con los raspachines? ¿Cómo se va a diferenciar entre los que están estables en los territorios y quienes se van moviendo? ¿Si una familia recibe subsidios de otros programas de gobierno, será también incluida en el PAI? ¿Cómo hacer para que este proceso no genere conflictos comunitarios? Todas estas dudas reflejan la evidente necesidad de hacer efectiva la participación de las mujeres cocaleras en el diseño e implementación de las intervenciones dispuestas por el Acuerdo de Paz.

Además, parece que en el río revuelto de la construcción de paz, hay quienes quieren sacar su tajada. Se habla de que Ejército y Policía cobran a los campesinos por no erradicar, que “les dejen tomar la foto de un par de matas arrancadas y les pasen 300 mil pesos”. Los politiqueros quieren hacer su agosto, y cobrar cuotas por ingresar a las familias en el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS), aun cuando el ingreso a dicho plan no tiene costo alguno.


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Hablamos también sobre el tratamiento penal diferenciado que trae el Acuerdo de Paz, y el posible impacto que tendrá sobre las mujeres cocaleras, sus familias y vecinas judicializadas. Les explicamos que para recibir este beneficio judicial, el Gobierno exige compromiso con erradicación de todos los cultivos ilícitos, y que el incumplimiento de esos acuerdos de sustitución conllevaría a consecuencias graves, como la rejudicialización y la exclusión de los programas del punto 1 y 4 del Acuerdo. Allí surgió la pregunta del millón: “¿Qué condena hay para el Estado si incumple?”

Por momentos es difícil escoger entre la esperanza y el miedo. Nuestro silencio fue incómodo, pues lo cierto es que no existe una sanción para el incumplimiento del Estado. Para las mujeres es claro que ellas han cargado el estigma y las consecuencias de nacer y vivir donde viven, sin que el Gobierno haya cumplido las promesas de bienestar y desarrollo. En estos territorios, donde los años oscuros del Plan Colombia, y el ruido de las avionetas hacía llorar a los niños al saber que acabarían con el sustento de sus familias, el Estado tiene la colosal tarea de reconstruir la confianza con sus ciudadanos. El recuerdo de amargura y dolor que trae la “fumiga” y el desplazamiento, resulta ser lo primero que asocian al Estado. Dicen con tristeza que “Por acabar las drogas, también vinieron a acabar con nosotros como seres humanos”.

En el entretanto, los presurosos delegados del Gobierno llegarán a iniciar la negociación de los Acuerdos de Sustitución. Las mujeres saben que el trabajo será arduo: transformar sus fincas, ordenarlas bajo el conocimiento de la tierra, sembrar productos que garanticen la soberanía alimentaria, tener comercialización y generar ingresos suficientes para el sustento familiar. Para emprender esta tarea, habría que empezar por reconocer, de manera franca y honesta, que el Estado, les ha fallado a las campesinas cocaleras, por obra y omisión. Es inaudito que las comunidades del Naya tengan que atravesar a lomo de mula, una trocha durante nueve horas para llegar a la carretera, y que a esos lugares sí haya llegado el Estado para fumigar, pero no para construir. Para este y próximos gobiernos en Colombia, todo avance en la construcción de la paz territorial estará mediado por su capacidad de ser humildes ante el dolor que han vivido, lo que han perdido, y lo que la guerra se llevó a su paso.

“Por acabar las drogas, también vinieron a acabar con nosotros como seres humanos”.

Desde la humildad, se podrá empezar a construir la paz, con mujeres cocaleras que no solo tienen preguntas sino muchas respuestas. Son ellas quienes deberían tener hoy la palabra para decir de qué maneras transformar sus territorios, apostarle a la economía campesina y solidaria, y exigir el respeto del Estado para definir la paz estable y duradera. Solo desde el reconocimiento y aprendizaje de numerosos fracasos, se podrá empezar a construir con honestidad, de la mano de mujeres defensoras de sus vidas y sus territorios.

Posdata: Agradecimientos especiales a las lideresas de Fensuagro y de la COCCAM, por su trabajo cotidiano en defensa de los derechos de las mujeres campesinas y la construcción de paz y su invitación a participar en el Encuentro.

*Investigadora del Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad, Dejusticia

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