Por : Oscar Gaviria
Como los textos antiguos, Salamanca está escrita sobre piedra dorada. Cada rincón, cada muro, está pegado con la argamaza del tiempo.
Su edad contrasta con las voces de los jóvenes estudiantes que la pueblan. Uno los ve escabullirse entre libros, bares y efímeros amores.
Detrás de una reja y sobre la muralla, se abre como un balcón urbano el huerto de Calixto y Melibea, esos jóvenes amantes de aquella tragicomedia de Fernando de Rojas que para algunos «…no es libro para andar en manos de doncellas»: La Celestina.
Por estos días de invierno el huerto es melancólico y triste.
Entre los chamizos y la escultura de la alcahueta, en pleno día me asaltó la nostalgia. Una mezcla de pesar y de alegría, un viaje a la juventud y al colegio, una imagen de un hombre quijotesco, que se empeñó en pasearnos por los campos de España sembrados de novelas y de versos que el mismo cosechaba y repartía en clase como un hortelano.
Ese huerto, a manera de cápsula del tiempo, resumió mi juventud en un instante, y en ese umbral, la figura de Jorge Guerrero, atiborrada de libros espera la señal de la primavera, para entrar por las calles doradas de Salamanca como premio a su larga gesta iniciada en la selva, esa huerta tropical del nuevo mundo.
Salamanca, marzo de 2017