Carlos Ledher y un canje en el Putumayo que nunca se dio

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Helmut José Wienand Rivera y Guido Revelo
Helmut José Wienand Rivera y Guido Revelo

Nuestros amigos poseen tantas cosas que uno desconoce, pero con algo de suerte, se llegan a conocer después de mucho tiempo y casi siempre por casualidad. En esta oportunidad se trata de un viejo amigo de mi familia, pionero de los transportadores por camión en el trayecto Puerto Asís-Pasto por allá en la década de 1960. Les refresco la memoria a mis lectores: la carretera llegó a Puerto Asís en el año 1957, más exactamente el 16 de Noviembre. Hoy su vida transcurre entre las visitas y el mantenimiento diario a sus propiedades, los arreglos a su casa, el disfrute de su familia y la oración.

Pero no todo el tiempo fue así.  Durante su vida laboral activa, diariamente hacía el recorrido arriba mencionado trayendo mercancías a comerciantes que como mi padre, confiaban en el. Salvo su familia, nadie lo llamaba por su nombre de pila: Helmut José Wienand Rivera. Todo el resto del pueblo lo conocimos como Don “Chepe Tarzán”. A propósito, debo volver a visitarlo – y lo hago con frecuencia-  para  prudentemente preguntarle por la razón de su apelativo.  Pero continúo. En la última visita que hago lo encuentro disfrutando de la música casi marcial que  emite una vieja radiola que al ritmo de 33 veces  por minuto le da vueltas a un disco de acetato. Miro la carátula del disco y copio en una libreta su título: Das Wiener Musikus-Orchester spielt unver-gängliche Melodien, es música alemana interpretada por una orquesta vienesa. Con el dedo índice golpeando suave y repetidamente  en sus labios me indica que guarde silencio hasta terminar de oír “Lieber Franz”.

Terminado el disco empieza a relatarme que guarda recónditos recuerdos de su infancia, en especial dos remembranzas: una, el silbato de un tren de vapor que viaja de Cali a Buenaventura y otra, el chapaleo que origina el golpe de las olas en una vieja canoa de madera arrimada a la orilla del mar. Años más tarde el mismo chapaleo de unas canoas amarradas a la orilla del río Putumayo al paso de una embarcación mayor, le harían evocar nuevamente el recuerdo.

Sabe que esos recuerdos tienen que ver con su madre quien se ve obligada a viajar a Buenaventura huyendo del señalamiento social por haber concebido un hijo siendo soltera, con un sacerdote para más enredos y alemán por más señas. Confinada a una tierra desconocida, Jovita Rivera muere cuando José contaba 3 años. Su padre lo localiza y encarga a las madres franciscanas de Pasto la crianza y educación del pequeño. Algún día, cuando considera que es hora,  la madre Caridad Brader superiora de las franciscanas se encarga de enterarlo sobre su papá, el Padre Bernardo para los parroquianos de su Iglesia o Johan Wienand nombre de pila, que para entonces había sido enterrado en Ibagué. En ese momento recuerda que aunque no lloró, tragó grueso. Durante todo el tiempo que vivió en el convento franciscano, su padrino Max Patersson siempre estuvo pendiente del niño cuando la ocupación de arreglar máquinas de escribir Remington se lo permitía. Al cumplir los 17 años sale a hacer su propia vida, o mejor, a luchar contra el mundo.  Aprende a manejar carro; con el tiempo y el trabajo obstinado (herencia alemana) logra materializar el sueño de quien aprende un oficio, es decir, comprar su propio carro. Adquiere un Diamond Ford 1955 al que bautiza como “Cacique”.


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Yo conocí a Don Chepe por su hijo, quien se convertiría en uno de los mejores amigos de mi juventud. Aún lo es. Para la época, 1970, Don Chepe Tarzán era el propietario de los mejores bares  con que contaba Puerto Asís. Eran atendidos por unas damas de compañía que en aquel tiempo se las conocía con el nombre de “coperas”: el Bar Amazonas y el Bar Bavaria eran suyos. Todo eso quedó atrás, decidió sepultarlo cuando optó, junto a su inseparable esposa Doña Bertha, acudir a la señal, que según ellos les llegó de muy alto, del cielo. Se deshicieron de todos los negocios, renunciaron a la Iglesia católica apostólica y romana  y se convirtieron a una nueva Iglesia donde aún permanecen y cumplidamente guardan todos los comportamientos morales que su guía espiritual orienta.

Esta biografía aproximada de quien hoy, con 8 hijos ronda los 85 años,  me sirve para contextualizar la historia del hombre que en la tormentosa década de los 80 se dirigió epistolarmente al Presidente Ronald Reagan para ofrecerse en canje por un colombiano entregado en extradición a Estados Unidos. Su carta, que tengo a la vista, nace de un sentimiento de solidaridad patria. Me dice que tan pronto se enteró que Carlos Ledher Rivas iba a ser extraditado, le nació  “una  cosa” muy  espontánea de solidaridad tal vez porque se trataba, al igual que él, de un hijo de ciudadano alemán con colombiana. Se dedicó a hacer un seguimiento minucioso de todo lo que la prensa escrita de entonces publicaba. Cuidadosamente recortaba las noticias y las pegaba cronológicamente en un cuaderno de gran tamaño.

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Cuando una de esas noticias tituló que Ledher Rivas le pedía a Estados Unidos que lo repatriaran para cumplir su condena en Colombia, dice Don Chepe que “se le prendió el bombillo”. Con gran agilidad mental concluyó que los gringos no iban a enviarlo a Colombia así por así y entonces se trazó un plan y se hizo un compromiso consigo mismo. Fue afinando y ajustando pacientemente su plan, hasta trazó un bosquejo del mapa del aeropuerto, y cuando todo estuvo listo redactó la carta al Presidente de la nación más poderosa del mundo.  Empezaba diciéndole que no le parecía bien que a un colombiano, que tanta generación de empleo había ofrecido a su patria, lo juzgaran en otro país. El, Helmut José Wienand Rivera ofrecía entregarse al gobierno de Estados Unidos a cambio de la repatriación de Carlos Ledher Rivas. Proponía las condiciones: el canje se debería dar en la cabecera del aeropuerto de Puerto Asís, a escasos 100 metros de su casa. Dos aviones de la Drug Enforcement Administration (DEA) estarían a la vez en la misma pista, uno en la cabecera sur (a escasos 100 metros de su casa) en el cual él se subiría y otro en la cabecera norte donde deberían bajar a Carlos Ledher.


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Toda la operación se haría al mismo tiempo y no podría demorar más de 20 minutos, el  necesario para recibir el abrazo de despedida de su familia al tiempo que una biblia en español como único equipaje. Manifiesta que en las cárceles de Estados Unidos no necesita ropa ni utensilios de aseo personal, allá le dan todo. Estudió inclusive el tipo de avión para que en esta pista de 2,000 metros pudiera aterrizar o despegar en tan solo 1,200 metros. Un grupo de gente de confianza de Carlos Ledher estaría presto a recibirlo y lo trasladarían a un sitio seguro del Putumayo adentro. (Don José se guarda el secreto del sitio, aunque confiesa que temporalmente le facilitaría una alcoba de su casa). En fin, pulió hasta el último detalle de su propuesta y dispuso el envío de la carta que nació en su corazón.

Sólo entonces hizo público su plan. Enteró a su familia, reprodujo la carta y la entregó a sus amigos y esperó pacientemente una respuesta del destinatario. La respuesta nunca llegó. Don José Wienand nunca tuvo respuesta a su carta pero está muy seguro que hizo lo que tenía que hacer, hizo lo correcto en su momento. Cuando le pregunto si hoy en día lo volvería a hacer, muy bien informado me dice que los tiempos han cambiado y que quienes hace 20 o más años preferían una tumba en Colombia a una cárcel en Estados Unidos, hoy lee en los medios de comunicación que más bien ruegan y seguramente hasta pagan para ser extraditados y negociar sus delitos en otro país. Dice que a pesar de eso no se arrepiente de nada porque hizo en su  momento lo que la conciencia le dictaba y su conciencia reposa muy tranquila pues al llegar la noche que cada día trae, su sueño es profundo y placentero.

 

Guido Revelo Calderón
Puerto Asís, Putumayo
Junio de 2013


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