John Elvis Vera Suarez
Con el acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera, firmado el 24 de noviembre del 2016, la población colombiana en general, vivió una euforia con la esperanza de alcanzar lo que durante doscientos años como nación se ha negado: la paz.
Revisando un poco la historia pareciera que, desde la llegada e invasión de los europeos al continente, la agresión, la guerra, el genocidio, el desplazamiento y la extinción de comunidades y en su época, de naciones originarias enteras, no quisiera cesar. Ha sido tan oprobiosa la masacre y aniquilamiento que a los pueblos solo les ha quedado recurrir a sus dioses para que paren tanta crueldad, pero, al parecer, ellos no han querido escuchar el clamor de sus hijos.
Y en Colombia en reiteradas ocasiones que se repiten a través de su historia, la violencia ha tenido como supuesta razón o pretexto primordial, las banderas partidistas. Las diferencias entre las opciones políticas no han sido posible zanjar con el diálogo respetuoso y dinámico para avanzar en la construcción de una sociedad que pueda convivir en paz. Las élites empotradas en el Estado, no permiten que la gran mayoría goce por igual de los beneficios que este debería brindar a todos sus ciudadanos.
Puede haber diversidad de propuestas de construcción de la sociedad deseada. Y se supone que estas se consolidan entre las colectividades, en la medida que las mismas tengan la capacidad de mostrar sus beneficios socio-culturales, económicos y políticos para las mayorías y ojalá para toda la sociedad que compone la nación. Y de forma continua en la confrontación de las ideas debería irse construyendo el consenso que nos condujera a la tan necesaria y deseada paz estable y duradera.
Pero en la contienda política es común ver pretender refutar con mentiras calumniosas la propuesta opositora y sus abanderados. Se siembra la duda y hasta el mismo odio para justificar actos que caen en la propia criminalidad. La corrupción se vuelve una práctica cotidiana para sustentarse en el poder que le otorga privilegios. Rompe cualquier indicio de convivencia, diálogo y paz social para poder seguir usurpando lo que le debería de pertenecer a todos.
En estos últimos 4 años la violencia política ha vuelto a victimizar en especial a los líderes sociales que defienden sus comunidades y territorios. Las masacres no solo en áreas rurales sino por igual en las ciudades, se han vuelto la noticia de cada día. Se atemoriza, se desplaza y por último se asesina para sostener y agrandar un poder basado en la acción ilegítima y criminal. Y como siempre la institucionalidad o llega tarde o nunca aparece para defender como es su obligación el bienestar y la vida misma de las ciudadanías.
Para que caminemos por el sendero de esa paz necesaria se deben desarmar los corazones y acogerse a lo colectivo y no a la mezquindad individual ni a los excluyentes privilegios.