Los mitos son signos abstractos cuya función social es dar la ilusión de que algo es natural o dado (un mensaje, una forma de pensar, etc.). A veces los mitos ayudan a perpetuar cosas que nos perjudican como sociedad, por ejemplo, los excesivos niveles de desigualdad que nos hemos acostumbrado a aceptar. En esta columna, exploramos dos de estos mitos: el mito de la meritocracia y el mito de la democracia racial, y discutimos sobre cómo estos naturalizan la desigualdad en nuestro país.
Antes de reflexionar sobre estos mitos, vale la pena recordar que los mitos, en general, son signos, y que los signos son algo que adopta un significado en un contexto dado. Por ejemplo, el hecho que el color rosa represente la feminidad hace del color rosa un signo. Un signo está compuesto por un significante (el color rosa) y un significado (feminidad). Es importante notar que la relación entre significante y significado es siempre arbitraria (¿qué tiene que ver un color con lo femenino?), y que se desprende de un contexto histórico específico (por ejemplo, el color rosa a finales del siglo diecinueve en Europa era asociado con la masculinidad pues representaba la guerra—una decoloración del rojo). Los mitos buscan, precisamente, naturalizar la relación entre un significante y un significado[1], y lo hacen presentando algo como común y natural, a través de un discurso[2] que simplifica la realidad, y, que incluso, puede distorsionarla.
Desigualdades y el mito de la meritocracia: el caso de Ser Pilo Paga
¿Cuántas veces hemos escuchado el refrán «al que madruga dios le ayuda«? El mensaje detrás de este refrán es sencillo: entre más trabajes, mayor éxito y mejores condiciones de vida tendrás. Refranes como este son un ejemplo del mito que relaciona el esfuerzo (significante) con el éxito (significado); y que sienta las bases para lo que entendemos como la “meritocracia”. La aparentemente sencilla relación entre esfuerzo y éxito nos hace pensar que “el que quiere puede”, desconociendo que existen unas estructuras y reglas de juego profundamente desiguales, que no están bajo el control del individuo, y que, en muchos casos, son más fuertes que el poder de agencia de una persona.
Quizás esta reflexión parezca obvia. Sin embargo, en nuestros imaginarios, e incluso en el diseño de políticas públicas, el mito de la meritocracia y del éxito individual, suelen estar presentes. Un ejemplo es el programa Ser Pilo Paga. Este programa financió los estudios de pregrado de más de 40.000 estudiantes que obtuvieran los mejores puntajes en la prueba Saber 11, estuvieran en el Sisben y fueran aceptados en una institución de educación superior acreditada de alta calidad. Sin desconocer los resultados de las investigaciones sobre los efectos del programa, que indican que este ha sido en general exitoso, es importante revisar con un lente crítico cómo Ser Pilo Paga se fundamenta en el mito de la meritocracia, y cómo se relaciona con dinámicas de desigualdad.
Para empezar, Ser Pilo Paga se basa en la idea de que el éxito está ahí, al alcance de todo aquel que se esfuerce lo suficiente. Esta idea supone algunos problemas. El primero, es que el acceso a educación superior no debería entenderse como un premio al esfuerzo de una minoría de jóvenes “pilos”, sino, como se entiende en varios países, como un derecho para todo aquel que tenga este proyecto de vida y esté dispuesto a trabajar por él. Esta distinción no es solo algo teórico, sino que tiene implicaciones reales sobre las personas, pues terminamos individualizando un problema (esfuérzate tú y si te esfuerzas lo suficiente, tú accederás a educación superior; y si no te esfuerzas lo suficiente, es tú responsabilidad no ser exitoso) que debería ser un problema colectivo (como sociedad, ¿cómo podemos organizar el gasto público y cómo podemos proveer una educación que garantice el derecho de todos a esta?).
Cuando individualizamos problemas que son colectivos, tendemos a olvidar la existencia de desigualdades estructurales que afectan a las personas y, por tanto, sus posibilidades reales de alcanzar el éxito. Hannid, que fue beneficiaria del programa, comenta cómo al llegar por primera vez al salón de clases de una universidad privada, los estudiantes de Ser Pilo Paga se percataron de las estructurales brechas académicas, económicas, sociales y culturales que los separaban de sus compañeros. No poder leer el texto en inglés para el examen del día siguiente, tener que elegir entre salir a almorzar o sacarle fotocopias al libro, tener que estudiar horas extra para poder ir al ritmo de los compañeros y tener que trabajar para pagar gastos adicionales, marcaron las experiencias de los estudiantes de Ser Pilo Paga. Todo esto implicaba que muchas veces, el esfuerzo que tuvieron que hacer estos estudiantes para obtener buenas notas en la Universidad, tuvo que ser mucho mayor que el esfuerzo de aquellos estudiantes que tuvieron la suerte de nacer en hogares con altos ingresos. Es decir, nuestras condiciones económicas y sociales determinan y dificultan nuestras posibilidades de acercarnos al éxito, haciendo que algunos, por el azar de dónde nacieron, tengamos que enfrentar más obstáculos para llegar al éxito, independientemente de todo el esfuerzo que realicemos.
La conclusión que queremos ilustrar acá es que, contrario a como lo pinta el simplificado mito de la meritocracia, para llegar al éxito se necesita esfuerzo, sí, pero no todas las personas requieren hacer el mismo esfuerzo, y a veces, el esfuerzo no será suficiente para llegar al éxito. Los contextos que nos tocaron a cada uno importan y afectan nuestra capacidad de agencia individual.
Desigualdades y el mito de la democracia racial
Analizaremos ahora otro mito que ayuda a perpetuar las desigualdades en nuestro país. El mestizaje y el multiculturalismo han sido mitos centrales en nuestra configuración como nación colombiana. Consideramos que, en cierta medida, hablar de “mestizaje”, “multiculturalidad” y “democracia racial” (significantes) ha generado la idea de que en el país existimos en condiciones de igualdad (significado).
Aunque en el papel (incluyendo la Constitución de 1991) sean reconocidas identidades étnicas y se plantee la existencia de un estado pluriétnico y multicultural, en la práctica, siguen existiendo brechas y desigualdades que evidencian que estamos lejos de ser una sociedad con igualdad de oportunidades. Un ejemplo contundente de la “racialización de la desigualdad” es el nivel de pobreza multidimensional de comunidades negras, afrodescendientes, raizales y palenqueras, el cual es 1.5 veces mayor al promedio nacional; y similarmente, la pobreza de las comunidades indígenas es 2.5 veces mayor[3]. Al respecto, Aurora, lideresa comunitaria de Tumaco, nos cuenta que en su tierra “nunca se ha escuchado la palabra ‘racismo’ porque todos nos entendemos iguales. Pero fue cuando llegué a la ciudad cuando ese término comenzó a cobrar vida. El acceso a oportunidades no es la misma simplemente por ser de una raza u otra”.
¿Es posible que los mitos de la democracia racial y el mestizaje nos hayan permitido percibir que hemos cumplido por reconocer la diversidad étnica y quizás esto esté nublando el reconocimiento de las múltiples brechas que persisten? Sea cual sea la respuesta, las brechas se reducen no con categorías y leyes, sino con inversiones y acciones que no estamos viendo en el país. En últimas, el mito de la democracia racial nos muestra cómo paradójicamente, un imaginario (mito) de igualdad puede perpetuar la existencia de desigualdades.
Para fortuna nuestra, «la lectura de un mito se agota de un plumazo«[4], pues los mitos son poco profundos, y, por lo tanto, el proceso de desmitificación puede ser sencillo. Sin embargo, queda la pregunta ¿basta con desmitificar mitos para construir caminos de equidad? O ¿necesitamos re-imaginar nuevos mitos? Como parte de esta discusión, compusimos la canción Mitos y Desigualdades. Escúchala acá.
Este escrito hace parte de una serie de 30 columnas reflexionando sobre 30 diferentes formas de desigualdad en Colombia que publicamos semanalmente los lunes. Las columnas fueron escritas a partir de un proceso de diálogo entre 150 jóvenes académicos, artistas, activistas, víctimas y demás personas de diferentes perfiles y saberes. Este proyecto se llama Re-imaginemos, y es una carta abierta invitándonos a hablar, cuestionar y reimaginar las desigualdades. Síguenos en IG @reimaginemos.colombia o Twitter @reimaginemos para leer nuestras columnas semanales, oír nuestro podcast y conocer las piezas artísticas que elaboramos semana a semana.
Coautores: Hannid Bautista, profesional en lenguas y cultura; Aurora Casierra, lideresa comunitaria y cantaurora; Daniel Castro Pantoja, investigador y musicólogo; Abraham Hidalgo, internacionalista experto en política pública; Nicolás Eckardt, productor musical.
Editora: Allison Benson;
[1] Como lo señala Roland Barthes (1993), los mitos son signos de «segundo orden de significación» en donde la relación de primer orden entre significado y significante se distorsiona y se abstrae (de ahí que sea de segundo orden), buscando volver el signo una verdad eterna y absoluta.
[2] Como lo explora Gérard Bouchard en su libro Social Myths and Collective Imaginaries, hay al menos dieciséis condiciones para que un mito social logre anclarse en lo social. Entre estas: (1) la capacidad del mito de resonar o fusionarse con otros mitos; 2) la construcción de enemigos sociales a través del mito; (3) la relevancia de un mito en un momento político o social dado; y (4) el poder de movilizar el mito (medios de comunicación, partidos políticos, etc.).
[3] Informe nacional de empleo inclusivo 2018-2019.
[4] Barthes (1993).