Por : Felipe Alfonso Guzmán Mendoza
El Diluvio era un billar en el centro de Mocoa. Allí, una docena de hombres esperaba a que menguara el aguacero que desde hacía tres horas azotaba a la capital del Putumayo. Néstor Ramiro Rosero iniciaba su tercer chico y su octava cerveza cuando el administrador del negocio apagó la música para entender de qué se trataba el bullicio de la calle. Los pitos de motos y carros se confundían con los gritos de personas que pasaban a toda velocidad:
– ¡Avalancha!, ¡avalancha!
Por la forma como todo el mundo corría, sin medir riesgos bajo semejante diluvio, era claro que algo grave sucedía. Los billaristas salieron y el administrador cerró la puerta del negocio; todavía estaban en el andén tomando impulso para correr a sus casas, cuando se fue la luz. Eran las 11:37 de la noche del 31 de marzo de 2017.
A esa hora Carlota Quiroz, suegra de Néstor Ramiro, se jugaba la vida en el barrio Laureles. El estruendo de un rayo la despertó y por instinto quedó sentada al borde de la cama. Al sentir el agua hasta los tobillos y el olor a barro, gritó:
– ¡Hay poder en Jesús!
En 78 años de vida Carlota había clamado a Dios cientos de veces; nunca como esa noche. Por un instante sintió que tenía súper poderes; entonces a tientas abrió la puerta de la calle para sacar el agua, pero se le entró un río y la estrelló contra la pared. Luchando contra sus enaguas logró ponerse en pie y gritar de nuevo:
– ¡Se vino La Taruca, mijito!
Ángel, su hijo de 54 años, yacía enfermo en la otra habitación. Un par de intervenciones quirúrgicas en el cerebro lo habían dejado inmóvil y sin voz desde hacía un año. Carlota no podía cargar con él y pensó en pedir ayuda a Omaira, una de sus hijas, que vivía al otro lado de la calle. Una ola de barro denso y frío le impidió salir de la casa y la empujó por la espalda hacia la cocina.
Entretanto, desde el andén del billar, Néstor Ramiro llamó a su esposa y confirmó que en su barrio no había emergencia. Venecia en Mocoa no se inunda. Entonces pensó en Carlota, su suegra. Nunca supo ganar el cariño de su suegra en 32 años de matrimonio y quizá esta fuera la oportunidad de congraciarse… o morir en el intento. Una lejana y lúgubre sirena le sirvió de impulso para iniciar a correr con rumbo Laureles, el barrio que minutos después sería borrado de la faz de la tierra.
Néstor Ramiro Rosero corrió tres cuadras con El Diablo hasta la Calle del Tobogán. Vestía camiseta, bermudas, tenis y también llevaba puestas ocho cervezas. Según la tradición, esa es la forma adecuada de alistarse para rescatar a una suegra que no quiere ver a su yerno ni en pintura.
Carros y motos subían trepidantes en inusual contravía por el Tobogán, desafiando no solo el empinado pavimento sino también el caudal de aguas lluvias. Abajo el rio Sangoyaco se había desbordado e invitaba a morir.
Néstor Ramiro y El Diablo se vieron a los ojos y sin mediar palabra corrieron otras cuatro cuadras para dar la vuelta por el puente de La Independencia. El puente estaba cubierto con un cerro de troncos y chatarra; las aguas del Sangoyaco remolineaban con violencia y a borbotones cruzaban la calzada. También era imposible pasar por allí.
De un momento a otro desapareció El Diablo, amigo de andanzas, y Néstor Ramiro bajó al barrio San Agustín. Recorrió siete cuadras con el agua a la cintura verificando que sus parientes y amigos hubiesen evacuado sus viviendas. Pasada la media noche todos los vecinos del río Mocoa se habían ido.
Él tiene alma de bombero. Es bombero de la Estación de Servicio La Reserva, pero su alma es noble como la de los Bomberos Voluntarios. Así que subió las escaleras para salir de San Agustín y corrió 1.150 metros hasta su casa. Necesitaba saber si Cenelia, su esposa, tenía alguna información sobre la suerte de su mamá.
Carlota no tenía suerte; simplemente tenía a Dios. Cada vez que el barro la dejaba respirar, lo invocaba:
– ¡Hay poder en Jesús!
Pataleaba para mantenerse a flote hasta que tocó el mesón de la cocina. Conocía a ciegas cada milímetro de ese espacio y, después de secar sus manos con un limpión, encendió una vela. Dudaba que su hijo estuviese vivo, pero por si acaso, le envió una luz de esperanza.
– ¡Aguante, mijito, ya voy a salvarte!
En ese momento llegó “la tercera avalancha”, la de piedras. Enormes rocas que brotaron del vientre de las montañas y se deslizaron por unos toboganes de más de diez kilómetros de barro que minutos antes habían preparado las rutas de la tragedia. Carlota escuchó el estruendo de las rocas y sintió que la piscina de lodo en la que se encontraba vibraba como si se tratara de un terremoto.
– ¡Hay poder en Jesús!
Una ola de barro le dio una vuelta y la dejó encima del mesón, nuevamente a oscuras. El nivel del lodo subía rápido y, sin pensarlo dos veces, pisó sobre el tarro de la panela y el platero hasta sujetarse de la cumbre de una pared. El barro la ayudó a subir hasta que se pudo sentar sobre la pared, agarrada de una viga del techo.
Allí, colgada del techo y sentada sobre los diez centímetros de grosor de la pared, Carlota Quiroz lloró a su hijo, gritó y gimió por las siguientes dos horas, hasta que se le apagó la voz.