B. J., el personaje querido del pueblo

Publimayo

BJ

Un día que tal vez ya nadie recuerda apareció en las calles del pueblo (Sibundoy – Putumayo). Todo en él era extraño: su estatura rezagada, sus cabellos criados al capricho del tiempo, el saco grande con los bolsillos llenos de ilusiones y cosas que solo para él tenían sentido. Los pantalones largos y demasiado anchos hablaban a las claras que no habían sido hechos a su cuerpo, sino según las medidas del primer dueño; los zapatos grandes y calzados al revés, rozaban ruidosamente el suelo al caminar, revelando la presencia inadvertida de su dueño.

Era esa su figura. Así lo vieron por primera vez los habitantes del pueblo y así lo seguirán viendo por muchos años.

Al principio todos lo miraban de pies a cabeza con una curiosidad que rayaba entre la burla y el recelo. Pero él, indiferente al qué dirán, seguía su camino, casi siempre sin destino fijo. A veces corría “hablando solo” en procura de alcanzar a los muchachos que le habían quitado su cachivache más querido; pero después de correr y correr se daba cuenta que no era capaz de recuperar por sí solo sus cosas. Ante su desespero, al encontrarse con alguien en la calle le daba la queja mostrándole con sus manos el lugar por donde habían huido los pícaros.


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Tan vivo era el afán con que compartía su queja que sus manos se enredaban en el aire indicando las posibles direcciones por donde pudieron esconderse los pilluelos. Quién sabe qué tantas cosas diría con ese lenguaje primitivo que desde la niñez se le fue quedando entre gestos y señales. Lo cierto era que algunos le llevaban la corriente y le conversaban con acciones aparentando ponerse de su lado. B. J. Lleno de contento al saber que los demás compartían su pena, emprendía la carrera con sus pasos ruidosos.

Otras veces, cuando nadie prestaba atención a sus quejas, se sentaba en el borde de un andén y a la vista de todos se lamentaba largamente con sus “palabras” tartajosas que nunca alcanzaban a salir más allá de su garganta. Era su acostumbrada manera de llorar.

Ayer estuvo llorando en el corredor que da a la calle. Lo hubieras oído. Llegó ya entrada la noche, arrastrando como siempre su ruidoso caminar. Abrió la reja y entró. Algo malo le habían hecho los muchachos, su aspecto cabizbajo y el rostro de tristeza así lo confirmaban.

Yo lo miraba a través de la ventana. Nadie más andaba a esas horas por la calle, lo que hacía suponer que desde lejos traía su pena. Por momentos sus gestos se quejaban con más fuerza y dejaban ver el dolor que guardaba en alguna parte de su cuerpo. Se sentó en el rincón del corredor y empezó a llorar. Después con la esquina de su camisa se secó las lágrimas. No me creerás. Yo nunca lo había visto llorar así.


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Convencido de que nadie lo miraba, como un niño abandonado limpió sus lágrimas varias veces. Me dio pena verlo así. Le avisé a mi mamá que en el corredor de la calle estaba B. J. Ella fue a traer una fruta y se la dio. Él la recibió sin mostrar el agrado de otras veces y la guardó en el bolsillo. B. J. estaba triste, y más que otra cosa, lo que quería era deshacerse de su pena.

Volteó a mirar a su lado izquierdo donde había colocado el madero que simulaba un instrumento musical. Lo tomó como si fuera una guitarra y empezó a pulsarlo con el vaivén de sus manos torpes.

No me creerás, por momentos se emocionaba tanto que sus sonidos salían casi claros.

Al fin dejó tocar su guitarra, limpió el sudor de su frente y se lamentó otra vez con su mirada de tristeza. Luego lo dejamos solo porque ya era de noche.

Después, desde adentro alcanzamos a oír el golpe de la reja. Salimos a verlo pero ya no estaba. A lo lejos se movía una sombra. Debió ser la suya.

Venía yo de mercar. En la esquina de una calle había estado sentado B. J. en actitud de esperar a alguien sin hora fija. Al verme se levantó y emprendió la carrera, arrastrando como siempre sus gastados zapatos y moviendo sus brazos como si quisiera ayudarse en ellos ante el afán de llegar cuanto antes a mi encuentro. Después de saludarme con el gesto acostumbrado, me quitó la canasta y empezó a caminar con su andar acelerado, con ansias de ganarle metros a la calle.

Allá va, haciendo un gran esfuerzo para no bajar su carga. Pero no puede más. Baja la canasta y la deja en el suelo por un momento. En eso regresa a verme con un modo que parece decirme: “Usted sin llevar tanto y no puede seguirme”.

Mete nuevas fuerzas en sus brazos y levanta una vez más la canasta sobre sus hombros. Y otra vez su caminar toma el ritmo característico. Su frente se va arrugando a medida que aparece el cansancio. Pero no se rinde. Avanza, avanza, avanza. Ha llegado antes que yo a la casa. Una vez libre de la carga, su frente se deja ver sudorosa. Empapa con la manga derecha de su saco el sudor que se desliza por sus mejillas. Descansa. Y una sonrisa sella su deber voluntariamente cumplido. Recibe la recompensa que le doy y se va contento en busca de otra aventura cotidiana.

En el pueblo soplan vientos de inseguridad. Hasta los conocidos empezaron a mirarse con cautela por encima del hombro, como si hubieran aprendido a desconfiar unos de otros. Rumores iban y venían: que de un tiempo para acá ya no se puede salir; que antes esto no era así. Desde entonces las puertas de las casas empezaron a cerrarse más temprano y las calles se vieron menos llenas.

Pero lo que debía pasar ya había pasado, únicamente quedaba una atmósfera de miedo y prevención que lo invadía todo.

B. J. había caído por desgracia en manos de los pillos. Llegaron a media noche vomitando su borrachera. Como no pudieron satisfacer sus deseos de atacar a sus víctimas, se fueron donde B. J., lo empujaron primero de un lado a otro cuanto quisieron, luego lo despojaron de sus ropas y lo llevaron calle abajo entre burlas descomedidas hasta dejarlo maltrecho en el fondo de una alcantarilla.

Entre tanto en el pueblo seguía rondando el miedo y una corazonada colectiva que anunciaba que algo raro está pasando.

Ahí, abandonado a su desgracia B. J. sintió que las fuerzas lo dejaban solo, como cuando tuvo que salir de la ciudad en contra de su voluntad, para venir a parar al pueblo donde ahora vivía: “Dormíamos los cuatro. Tras, tras, se oían los pasos de la gente que se había demorado en la noche. Desde lejos el viento llegaba a meterse en nuestras carnes, doblemente frías por el pavimento. Algo más de media noche. El carro policial rompió el silencio de las calles. La luz de las farolas dio contra nosotros encandilándonos. Paró. Primero el impacto de las botas, después la culata del fusil, el puntapié, el insulto. Nosotros seguíamos dormidos en el miedo con la respiración contenida en el cuello. Pero de nada valió. Tirado con rabia, el primero de nosotros rodó en el interior del carro. Luego el segundo, el tercero. ¡Adentro todos!”.

No habían acabado de pasar por su cabeza esos momentos amargos de la noche en que los echaron de la ciudad por inservibles, cuando le vinieron a la memoria los recuerdos de mejores días. No obstante, lamentó con un suspiro de llanto no tener a su lado a las personas que con alguna frecuencia lo bañaban en la quebrada que pasaba por las afueras del pueblo, cariñosamente, como a un hijo consentido.

Tirado en la alcantarilla, sin más compañía que sus dolores, B. J. oyó las voces de las primeras gentes que salían al pueblo con la luz de la mañana.

B. J. había desaparecido. En el pueblo ya no se lo volvió a mirar con la ropa todavía buena que a veces le regalaban las personas bondadosas. No se lo volvió a ver llevando la vara para espantar los perros, ni trajinar con los zapatos torcidos que hablaban de su ingenuidad.

Al poco tiempo, entre los corrillos de los “escueleros”, en las conversaciones de los vecinos y en la vida cotidiana del pueblo, empezó a comentarse la ausencia de B. J. ¿Dónde se habrá ido? ¿Se lo llevarían a otro pueblo? Preguntas aquí, preguntas allá. Averiguaciones que confirmaban que este personaje había llegado a ser una persona querida entre la comunidad.

Mientras tanto, en la casa donde aún permanecía recuperándose de las dolencias físicas y las agresiones espirituales, B. J. extrañaba con cariño las rechiflas de los muchachos de barrio, los ladridos de los perros que con frecuencia lo acorralaban incitándolo a corretearlos a pedradas. En fin, extrañaba esa vida de cada día por las calles de los barrios. Sería eso que en sus noches todavía doloridas soñaba que las gentes del pueblo lo buscaban preocupadas en los rincones de la plaza de mercado, tras las graderías de la gallera y en los recodos y andenes de las casas desocupadas.

Por su parte las gentes del pueblo también soñaron que B. J. había muerto; soñaron que encontraban su cuerpo en los alrededores de la población. En esa realidad del inconsciente, quienes lo conocieron y apreciaron llevaron el cadáver al salón comunal para velarlo. Los niños, que tantas veces se divirtieron a expensas del difunto, no pudieron quedarse indiferentes; unos sacaron sus bicicletas, otros sus motos y pañuelos blancos y pidieron les permitieran llevar por la calle principal el cadáver de quien fue su amigo.

En la puerta del lugar donde lo velaron, permanecieron suspendidas durante un mes una cortina blanca y un lazo de cinta morada en señal de duelo.

Transcurridos dos meses de su muerte, nuevamente se les presentó en el sueño B. J., ya no con su tartamudeo característico, sino con un hablar fluido y elocuente. Los reunió en el parque principal del pueblo y les agradeció por las demostraciones de cariño manifestadas por su deceso; les habló de los valores que cada uno de ellos guardaba en lo más íntimo de sus vidas. Luego les pidió que en señal de unión se tomaran de las manos y cerraran los ojos. Les pidió permanecer así durante unos minutos; cuando los abrieron, B. J. ya no estuvo. A los pocos días sobre su tumba alguien colocó una placa que decía: “Aquí yace B. J., el personaje querido del pueblo”.

Luis Bolívar Mejía P.

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