«El reinado de la décima Musa»1
A Clío…
«…me parecieron demasiado fantásticas
y extraordinarias para ser inventadas;
la imaginación humana no llega a tanto.»2
A esa misteriosa tierra, tiempo después, el «buscón» llegaría cuando sus artimañas, harto creativas, resultaron insuficientes; la seducción también puede resultar cotidiana, además, el número había vencido a la imaginación. Con la accesoria Antilia Colón dio la cara a su gran error, su mayor descubrimiento. La nueva España, no escasa de cultura, es para Cortés, quien principia pacífico y deviene guerrero -¿estás ahí Rousseau?-, el bastión de su gloria, para la política una nueva lid y, después de la «noche triste», es para la literatura un nuevo episodio.
Desde el Popol Vuh, pasando por las crónicas y el teatro, hasta Sor Juan Inés de la Cruz. Del pensamiento mítico hasta los ensayos revolucionarios, que propiciaron los movimientos independentistas en el nuevo mundo, no se olvida los relatos sobre los primeros hombres, celosamente conservados por los misioneros, como tampoco se olvida que Mnemósine acompañó al bello, y siempre docto, «finjamos que soy feliz». Con esto, «el bronce de Quevedo» se fundió y logró esa escultura que hoy, por solo mencionar unos pocos, contiene a Borges, Paz, Cortázar, García Marquez, Neruda, Benedetti, Vargas Llosa, Mutis y Reyes. De este conjunto de heterogeneidades surgieron las «letras de la nueva España».
Mientras algunos reivindican el purismo y la conservación, ¿todavía es posible usar esa palabra?, de los relatos aborígenes, Alfonso Reyes, en el libro que se comenta, presenta el resultado, para nada desestimable, de la conjunción de cultura: dos formas literarias propias y nuevas en esta intersección, la crónica y el teatro. No está de más recordar ciertas palabras de Borges, cuando comenta que «Hume notó para siempre que los argumentos de Berkeley no admiten la menor réplica y no causan la menor convicción»(3), cómico, pero siempre certero. Reyes debió seguir el ejemplo de Hume cuando lucha con aquellos dueños de remembranzas melancólicas con infulas de oprimidos, aquellos respetables, pero no por eso exclusivos. Reyes comenta, y así sanja las dudas, que «la delectación ante la majestad de los lagos, volcanes y tempestades, o ante los celajes de los crepúsculos; el conforte de la buena amistad, son emociones que ningún pueblo poseyó con propiedad exclusiva, y la poesía mexicana (aborigen) apenas comparte, cuando las expresa, el pan común dado en patrimonio a todos los hombre…»
Que no se olvide que hasta los viejos y poderosos romanos no resistieron el asedio de la cultura helénica, y esta, a su vez, es la unidad entre Dacios, Jonios y Eolios.
En fin, Reyes muestra la conjunción y la profusión de las letras, cuando en «la crónica» afirma que «D. Antonio de Solís acabó de modelar el difícil aparato humanístico, urdiendo su tela con retales arrancados a la púrpura de la Clío grecolatina y ajustando, con elegante estilo, su interpretación de la conquista una concepción eclesiástico-providencial de la historia»
En este libro publicado en el 46, y que desde el 2007, gracias al FCE, se lo consigue por separado, el lector encontrará la evolución y reivindicación de las letras coloniales. Alfonso Reyes recuerda que los literatos de esos días no estaban atrasados cien años a sus compañeros de la península, tal vez solo una generación o unos pocos años. Comprensible, aquí reinaba la décima musa.
Evatlo.