El cura Nelson Cruz tiene una colección para que jamás se olvide la violencia en el Putumayo.
Lo primero que llama la atención es su mirada. Sus ojos casi siempre hacia abajo, su voz pausada, tímida, como si él mismo no creyera su propia historia.
El padre Nelson Cruz Soler nos recibe en la parroquia que lidera hoy en Puerto Caicedo (Putumayo). Saluda y pide que lo sigamos hacia la cocina -casi al aire libre, en medio de gallinas, tortugas, árboles de zapote-. En el camino vemos su moto parqueada. La Suzuki que se hizo muy conocida años atrás, cuando vivía en otra población del mismo departamento, El Placer.
El padre pone a hacer un café, recorre con sus manos tres álbumes de fotos y comienza a contar su historia.
Cuando llegó a El Placer, en noviembre de 1996, sabía que era un pueblo del sur colombiano (a una hora de Sucumbíos, Ecuador), tan pequeño que no alcanzaba a ser municipio ni corregimiento. Sabía que era una tierra rodeada por el río Guamuez. Sabía, también, que sería el primer párroco permanente que tendría esa población. No estaba preparado, sin embargo, para una casa cural que apenas tenía unos cuantos ladrillos y un templo formado por seis butacas, que no se llenaban ni en domingo. Todo eso lo sorprendió, mucho más cuando vio el estilo de vida en el resto del lugar.
En ese entonces, El Placer era considerado ‘la capital de la coca’ en el sur del país. Por sus calles circulaban carros lujosos, las tiendas de esquina estaban abastecidas como supermercado de ciudad, había burdeles por decenas. No existía familia que no tuviera al menos un miembro metido en el negocio de la coca. Y la guerrilla -el frente 48 de las Farc- era la dueña de la región. Cobraba extorsión a cuanto negocio hubiera y alcanzaba a recoger por eso más de mil millones de pesos cada semana.
«Creo que al único que no le cobraban impuestos era a mí, por los escapularios que vendía», dice el padre.
Para él, esa presión no era nueva: llevaba diez años como sacerdote en zonas de conflicto. La primera parroquia que tuvo a cargo, en 1986, fue la de Puerto Limón, situada casi sobre el río Caquetá. «Desde entonces, me cruzaba con guerrilleros. No hablaba de ellos ni de sus cosas. Fue una decisión que tomé desde que comencé mi oficio sacerdotal. Si no, no estaría vivo».
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Nelson de Jesús es el menor de los doce hijos que tuvieron Obdulio Cruz y María del Carmen Soler. Nació en Úmbita (Boyacá) hace 59 años, en una casa de bareque con dos habitaciones (en una dormían los doce hijos) y fue el único que tomó el camino religioso.
Cuando decidió unirse a los salesianos, salió de su casa con la plata del pasaje en los bolsillos. Nada más. Se licenció en Teología y Filosofía y, ya ordenado y como secular, les propuso a sus superiores que lo enviaran al campo. Tenía la seguridad de que lo suyo era el trabajo con la gente que vive más alejada de las ciudades y las comodidades.
Muy pronto, el padre Cruz se hizo conocido entre la diócesis por aceptar ir a lugares que otros rechazaban. Así, por ejemplo, terminó en Mayoyoque, un caserío alejado, en el Putumayo, cerca de Tres Esquinas, donde, además de cruzarse con grupos ilegales, debía soportar trayectos de quince días por trochas o ríos para recorrer la región. Llegaba a los rincones más lejanos con sus libros parroquiales y su máquina de escribir para expedir partidas de bautismo, de matrimonio, de defunción, lo que necesitaran. «Le hablaba de paz a la gente, de respetar la vida, pero no hacía referencias directas a nada. Eso me ha favorecido mucho».
Lo dice porque lo más duro por vivir le llegaría después. En El Placer.
Con el tinto sin probar, el padre habla de esta población.
En los años 60, la zona que hoy es El Placer era selva pura. Los primeros colonos llegaron un decenio después, animados por la agricultura, a los límites del río Guamuez. Luego, motivados por el dinero del narcotraficante Gonzalo Rodríguez Gacha, empezaron a cultivar coca. Entonces, el pueblo se llenó de foráneos, que iban tras la fiebre cocalera y la plata que significaba. Las Farc tomaron el control.
En medio de ese panorama, el padre llegó al pueblo. Con entusiasmo, se inventó concursos musicales, competencias de ciclismo, lo que fuera, para reunir dinero y construir una parroquia con todas las de la ley. Primero le hizo un segundo piso a la casa cural, después, un garaje, donde reunía a la comunidad, y, al final, adecuó el templo, que ya recibía gente del pueblo y las veredas. Cuando la parroquia estaba lista, la vida de El Placer era la que iba a cambiar.
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Sucedió en enero de 1999: un camión lleno de hombres (por lo menos 150) entró disparando en forma indiscriminada al pueblo. Eran los paramilitares. Ese día hubo 28 muertos y 14 desaparecidos. A partir de ese momento, comenzaron siete años de control total de El Placer por parte del bloque sur de las Auc. La guerrilla quedó replegada a las veredas, entre ellas, Los Ángeles, La Esmeralda y San Isidro.
Los enfrentamientos se volvieron casi cotidianos: la guerrilla en busca de volver al pueblo, los paramilitares por mantener su nuevo poder. Creció el miedo entre la población. Bastaba ir vestido de una manera o mirar de otra para ser acusado de guerrillero. Hubo torturas, violaciones, desapariciones. La gente se iba o guardaba silencio.
El padre Nelson, sin embargo, no se quedó quieto. Su misa en el templo era puntual, y en su moto -a la que se montaba dando un saltico debido a su metro y medio de estatura- continuaba visitando las veredas. Es decir, pasaba del territorio de un bando al del otro.
«Sentía miedo. Muchas veces pensé que me iban a arrastrar pa’l monte y quién sabe qué me iban a hacer», dice.
Pero resistía.
Estaba convencido de que su ánimo y sus palabras le servían a la gente. Durante esos años construyó 11 capillas en las veredas, armó programas de huertas caseras y, en más de una ocasión, se vio cara a cara con los comandantes de paramilitares y guerrilla con el fin de interceder por civiles que desaparecían. O para que devolvieran sus cadáveres. «Dejaban los cuerpos en mal estado, tirados en el monte o arrojados al río».
La casa cural se volvió sitio de protección para muchos. Un par de veces, él mismo debió guardarse debajo de mesas para esquivar las balas.
Un día, recibió una petición de Pastoral Social.
«Me dijeron que escribiera lo que pasaba en el pueblo.»
No quiso. Sabía que dejar por escrito esas historias podía significar una condena de muerte. De hecho, había dejado de tomar fotos (una vieja afición) porque temía que creyeran que hacía inteligencia. No iba a escribir. Pero haría algo diferente: un museo de objetos bélicos por medio del cual pudiera entenderse lo que estaba viviendo El Placer.
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Cuando sentía que el combate había terminado, el padre salía a recorrer la zona. Ayudaba a quien necesitara algo y metía en su morral lo que encontraba en el camino: brazaletes, botas, cachuchas, granadas, correas, proveedores. También objetos cotidianos que mostraban hasta dónde llegaban los tiros, como platos y ollas llenos de agujeros. Colgaba cada cosa en la pared de la casa cural, con fecha y lugar de localización. Le puso nombre: Galería Bélica.
Al principio, la gente no entendía de qué se trataba la colección. Poco a poco le vio sentido. «Comprendimos que era un recordatorio de la violencia tan grave que sufríamos. Y una muestra de que, a pesar de todo, seguíamos viviendo», dice Marcela Guerra, habitante de El Placer.
El museo empezó a ser conocido por todos. Tanto que paramilitares y guerrilleros le llevaban cosas al padre. «Una vez, un paramilitar me dejó una correa. Quería que tuviera colgada una mejor», dice.
Además de esa, El Placer tiene otra huella creada por él. En una semana santa, el padre Cruz le pidió a la comunidad que construyera cinco cruces grandes para ponerlas en las entradas del pueblo, como protección. Hicieron dos de cemento y tres de madera y terminaron en las zonas donde los grupos arrojaban los muertos tras los combates. Esas cruces pueden verse hoy en el pueblo, que está casi desolado. «El Placer resume la historia de los pueblos cocaleros: colonos, cultivos, raspachines, laboratorios, guerrilla, mafia, ‘paras’, muerte, resistencia», dice Mauricio Builes, investigador del Centro de Memoria Histórica.
Resistencia. Eso logró el padre Cruz. «Ayudé a que la población no se desesperara», dice, sin darse mucho crédito.
Desde hace seis meses está en Puerto Caicedo, en la misma parroquia donde fue asesinado el sacerdote Alcides Jiménez Chicangana. Ni siquiera ese antecedente hizo que el padre Cruz dudara en ir allá. «Me gusta sacrificarme por la gente. Yo no favorezco a unos. Me centro en cada persona.»
Seguirá así hasta que Dios quiera, dice. Irá en su moto por las veredas sin saber con quién se cruzará. Rezará a lo largo del camino, como siempre, el Ángel de la Guarda.
MARÍA PAULINA ORTIZEnviada especial de EL TIEMPO
Puerto Caicedo (Putumayo).