

Por Carlos Mauro Rosero
El populismo es a la política lo que el azúcar a la dieta: un sustituto adictivo que parece dulce pero corroe las bases de lo sustancial — Adaptado de 𝐔𝐦𝐛𝐞𝐫𝐭𝐨 𝐄𝐜𝐨.
En muchas regiones del país, los debates públicos están 𝐬𝐞𝐜𝐮𝐞𝐬𝐭𝐫𝐚𝐝𝐨𝐬 𝐩𝐨𝐫 𝐞𝐥 𝐟𝐚𝐧𝐚𝐭𝐢𝐬𝐦𝐨 𝐢𝐝𝐞𝐨𝐥𝐨́𝐠𝐢𝐜𝐨 𝐲 𝐥𝐚 𝐩𝐨𝐥𝐢𝐭𝐢𝐪𝐮𝐞𝐫𝐢́𝐚, prácticas que no solo distorsionan la realidad sino que 𝐛𝐥𝐨𝐪𝐮𝐞𝐚𝐧 𝐬𝐨𝐥𝐮𝐜𝐢𝐨𝐧𝐞𝐬 𝐜𝐨𝐧𝐜𝐫𝐞𝐭𝐚𝐬 para el desarrollo. El fenómeno más recurrente es 𝐞𝐥 𝐩𝐨𝐩𝐮𝐥𝐢𝐬𝐦𝐨: una retórica que, bajo la máscara de defender al pueblo —especialmente a los más vulnerables—, termina siendo 𝐮𝐧𝐚 𝐞𝐬𝐭𝐫𝐚𝐭𝐞𝐠𝐢𝐚 𝐯𝐚𝐜𝐢́𝐚, alimentada por discursos emocionales y propuestas sin sustento.
El populismo 𝐧𝐨 𝐞𝐬 𝐮𝐧𝐚 𝐝𝐨𝐜𝐭𝐫𝐢𝐧𝐚, sino 𝐮𝐧 𝐞𝐬𝐭𝐢𝐥𝐨 𝐝𝐞 𝐦𝐚𝐫𝐤𝐞𝐭𝐢𝐧𝐠 𝐩𝐨𝐥𝐢́𝐭𝐢𝐜𝐨 donde prima 𝐞𝐥 𝐜𝐚𝐫𝐢𝐬𝐦𝐚 𝐝𝐞𝐥 𝐥𝐢́𝐝𝐞𝐫 𝐬𝐨𝐛𝐫𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡𝐞𝐜𝐡𝐨𝐬. 𝐋𝐚 𝐞𝐦𝐨𝐭𝐢𝐯𝐢𝐝𝐚𝐝 𝐫𝐞𝐞𝐦𝐩𝐥𝐚𝐳𝐚 𝐚𝐥 𝐚𝐧𝐚́𝐥𝐢𝐬𝐢𝐬, el eslogan suplanta al debate, y así 𝐬𝐞 𝐞𝐦𝐩𝐨𝐛𝐫𝐞𝐜𝐞 𝐥𝐚 𝐝𝐢𝐬𝐜𝐮𝐬𝐢𝐨́𝐧 𝐩𝐮́𝐛𝐥𝐢𝐜𝐚, alejándonos de soluciones reales.
En este escenario surge la 𝐩𝐨𝐥𝐢𝐭𝐢𝐪𝐮𝐞𝐫𝐢́𝐚 𝐚𝐦𝐛𝐢𝐞𝐧𝐭𝐚𝐥: una variante oportunista que usa 𝐥𝐚 𝐛𝐚𝐧𝐝𝐞𝐫𝐚 𝐯𝐞𝐫𝐝𝐞 𝐜𝐨𝐦𝐨 𝐜𝐚𝐫𝐧𝐚𝐝𝐚 𝐞𝐥𝐞𝐜𝐭𝐨𝐫𝐚𝐥. Bajo esta lógica, 𝐥𝐨𝐬 𝐩𝐫𝐨𝐛𝐥𝐞𝐦𝐚𝐬 𝐞𝐜𝐨𝐥𝐨́𝐠𝐢𝐜𝐨𝐬 𝐬𝐞 𝐫𝐞𝐝𝐮𝐜𝐞𝐧 𝐚 𝐜𝐨𝐧𝐬𝐢𝐠𝐧𝐚𝐬 𝐬𝐢𝐦𝐩𝐥𝐢𝐬𝐭𝐚𝐬 —no para generar impacto, sino para cosechar votos—, deslegitimando esfuerzos genuinos en conservación y lucha contra el cambio climático.
𝐄𝐣𝐞𝐦𝐩𝐥𝐨 𝐜𝐥𝐚𝐫𝐨: en pasadas campañas para la Gobernación, el ambiente fue 𝐜𝐚𝐛𝐚𝐥𝐥𝐢𝐭𝐨 𝐝𝐞 𝐛𝐚𝐭𝐚𝐥𝐥𝐚 de varios candidatos, pero muchos 𝐢𝐠𝐧𝐨𝐫𝐚𝐛𝐚𝐧 𝐥𝐞𝐲𝐞𝐬 𝐚𝐦𝐛𝐢𝐞𝐧𝐭𝐚𝐥𝐞𝐬 𝐛𝐚́𝐬𝐢𝐜𝐚𝐬. Este 𝐨𝐩𝐨𝐫𝐭𝐮𝐧𝐢𝐬𝐦𝐨 𝐧𝐨 𝐬𝐨𝐥𝐨 𝐛𝐚𝐧𝐚𝐥𝐢𝐳𝐚 𝐥𝐚 𝐜𝐫𝐢𝐬𝐢𝐬 𝐞𝐜𝐨𝐥𝐨́𝐠𝐢𝐜𝐚, sino que 𝐩𝐨𝐧𝐞 𝐞𝐧 𝐫𝐢𝐞𝐬𝐠𝐨 𝐞𝐥 𝐜𝐮𝐦𝐩𝐥𝐢𝐦𝐢𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐝𝐞 𝐨𝐛𝐥𝐢𝐠𝐚𝐜𝐢𝐨𝐧𝐞𝐬 𝐢𝐧𝐬𝐭𝐢𝐭𝐮𝐜𝐢𝐨𝐧𝐚𝐥𝐞𝐬.
Peor aún: estos actores 𝐦𝐚𝐧𝐢𝐩𝐮𝐥𝐚𝐧 𝐥𝐚 𝐢𝐧𝐟𝐨𝐫𝐦𝐚𝐜𝐢𝐨́𝐧 𝐦𝐞𝐝𝐢𝐚́𝐭𝐢𝐜𝐚 para erigirse como «dueños de la verdad». 𝐒𝐮𝐩𝐥𝐚𝐧𝐭𝐚𝐧 𝐯𝐨𝐜𝐞𝐬 𝐥𝐞𝐠𝐢́𝐭𝐢𝐦𝐚𝐬 —como juntas comunales o gremios— y 𝐡𝐚𝐛𝐥𝐚𝐧 𝐬𝐢𝐧 𝐫𝐞𝐩𝐫𝐞𝐬𝐞𝐧𝐭𝐚𝐭𝐢𝐯𝐢𝐝𝐚𝐝, erosionando la confianza ciudadana y 𝐬𝐚𝐛𝐨𝐭𝐞𝐚𝐧𝐝𝐨 𝐥𝐚 𝐩𝐚𝐫𝐭𝐢𝐜𝐢𝐩𝐚𝐜𝐢𝐨́𝐧 𝐚𝐮𝐭𝐞́𝐧𝐭𝐢𝐜𝐚.
𝐄𝐥 𝐏𝐮𝐭𝐮𝐦𝐚𝐲𝐨: 𝐮𝐧 𝐞𝐬𝐩𝐞𝐣𝐨 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐜𝐨𝐧𝐭𝐫𝐚𝐝𝐢𝐜𝐜𝐢𝐨́𝐧.
Aquí, el patrón se repite: candidatos y candidatas convierten la oposición a proyectos de desarrollo en su 𝐮́𝐧𝐢𝐜𝐚 𝐛𝐚𝐧𝐝𝐞𝐫𝐚 𝐚𝐦𝐛𝐢𝐞𝐧𝐭𝐚𝐥, mientras 𝐢𝐠𝐧𝐨𝐫𝐚𝐧 𝐜𝐫𝐢𝐬𝐢𝐬 𝐞𝐬𝐭𝐫𝐮𝐜𝐭𝐮𝐫𝐚𝐥𝐞𝐬 como:
– 𝐋𝐚 𝐝𝐞𝐟𝐨𝐫𝐞𝐬𝐭𝐚𝐜𝐢𝐨́𝐧 𝐠𝐚𝐥𝐨𝐩𝐚𝐧𝐭𝐞.
– 𝐄𝐥 𝐚𝐯𝐚𝐧𝐜𝐞 𝐝𝐞 𝐚𝐜𝐭𝐢𝐯𝐢𝐝𝐚𝐝𝐞𝐬 𝐢𝐥𝐢́𝐜𝐢𝐭𝐚𝐬.
– 𝐋𝐚 𝐟𝐚𝐥𝐭𝐚 𝐝𝐞 𝐩𝐥𝐚𝐧𝐭𝐚𝐬 𝐝𝐞 𝐭𝐫𝐚𝐭𝐚𝐦𝐢𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐝𝐞 𝐚𝐠𝐮𝐚𝐬.
– 𝐌𝐢𝐥𝐞𝐬 𝐝𝐞 𝐟𝐚𝐦𝐢𝐥𝐢𝐚𝐬 𝐬𝐢𝐧 𝐚𝐜𝐜𝐞𝐬𝐨 𝐚 𝐚𝐠𝐮𝐚 𝐩𝐨𝐭𝐚𝐛𝐥𝐞.
¿𝐃𝐨́𝐧𝐝𝐞 𝐞𝐬𝐭𝐚́ 𝐬𝐮 𝐟𝐢𝐫𝐦𝐞𝐳𝐚 𝐚𝐧𝐭𝐞 𝐞𝐬𝐭𝐨𝐬 𝐩𝐫𝐨𝐛𝐥𝐞𝐦𝐚𝐬? El silencio revela una 𝐝𝐞𝐬𝐜𝐨𝐧𝐞𝐱𝐢𝐨́𝐧 𝐜𝐨𝐧 𝐥𝐚 𝐫𝐞𝐚𝐥𝐢𝐝𝐚𝐝 𝐥𝐨𝐜𝐚𝐥 y prioridades invertidas.
𝟐𝟎𝟐𝟔: 𝐥𝐚 𝐩𝐫𝐨́𝐱𝐢𝐦𝐚 𝐛𝐚𝐭𝐚𝐥𝐥𝐚 𝐯𝐞𝐫𝐝𝐞 (de mentiras).
Con el 𝐧𝐮𝐞𝐯𝐨 𝐜𝐢𝐜𝐥𝐨 𝐞𝐥𝐞𝐜𝐭𝐨𝐫𝐚𝐥 𝐩𝐫𝐞𝐬𝐢𝐝𝐞𝐧𝐜𝐢𝐚𝐥 𝐲 𝐜𝐨𝐧𝐠𝐫𝐞𝐬𝐢𝐨𝐧𝐚𝐥, es inevitable que el discurso ambiental sea 𝐢𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐦𝐞𝐧𝐭𝐚𝐥𝐢𝐳𝐚𝐝𝐨 𝐨𝐭𝐫𝐚 𝐯𝐞𝐳. 𝐋𝐚 𝐜𝐢𝐮𝐝𝐚𝐝𝐚𝐧𝐢́𝐚 𝐝𝐞𝐛𝐞 𝐞𝐱𝐢𝐠𝐢𝐫 𝐜𝐨𝐡𝐞𝐫𝐞𝐧𝐜𝐢𝐚:
1. 𝐄𝐝𝐮𝐜𝐚𝐜𝐢𝐨́𝐧 𝐚𝐦𝐛𝐢𝐞𝐧𝐭𝐚𝐥 𝐜𝐫𝐢́𝐭𝐢𝐜𝐚 para discernir entre demagogia y acciones reales.
2. 𝐃𝐢𝐚́𝐥𝐨𝐠𝐨𝐬 𝐜𝐨𝐧 𝐞𝐱𝐩𝐞𝐫𝐭𝐨𝐬, no con influencers políticos.
3. 𝐓𝐫𝐚𝐧𝐬𝐩𝐚𝐫𝐞𝐧𝐜𝐢𝐚 𝐲 𝐯𝐞𝐞𝐝𝐮𝐫𝐢́𝐚𝐬 para fiscalizar a quienes hablan en nombre del planeta.
𝐔𝐫𝐠𝐞 𝐮𝐧𝐚 𝐩𝐨𝐥𝐢́𝐭𝐢𝐜𝐚 𝐚𝐦𝐛𝐢𝐞𝐧𝐭𝐚𝐥 𝐬𝐞𝐫𝐢𝐚, basada en 𝐝𝐚𝐭𝐨𝐬, 𝐩𝐚𝐫𝐭𝐢𝐜𝐢𝐩𝐚𝐜𝐢𝐨́𝐧 y 𝐛𝐢𝐞𝐧 𝐜𝐨𝐦𝐮́𝐧 —no en intereses electorales. Como sociedad, debemos 𝐝𝐞𝐬𝐩𝐞𝐫𝐭𝐚𝐫 𝐚𝐧𝐭𝐞 𝐞𝐥 𝐞𝐧𝐠𝐚𝐧̃𝐨: el planeta no necesita héroes de discurso, sino 𝐚𝐜𝐜𝐢𝐨𝐧𝐞𝐬 𝐜𝐨𝐧𝐜𝐫𝐞𝐭𝐚𝐬.
