

Voragine – Tres años después de que el Ejército perpetró la masacre de Alto Remanso, en la que murieron varios civiles, una comunidad que estuvo cerca de desaparecer trata de reponerse de la ausencia del líder que los sanaba y les enseñaba su lengua.
José Peña* sabía que esa noche se encontraría con su amigo Pablo Panduro, asesinado tres años atrás en un operativo del Ejército. La última vez que lo vio, o que al menos vio su cuerpo, yacía sobre un mesón de una sede de Medicina Legal, en Mocoa, y, por el avance de la descomposición, tuvo que esforzarse para reconocerlo. “Hoy vendrá su espíritu”, les había advertido a los 40 reunidos, horas antes del comienzo de la ceremonia. Panduro era el gobernador de la comunidad de Bajo Remanso, ubicada a orillas del majestuoso río Putumayo y habitada en su mayoría por indígenas kichwa.
José y los que fueron vecinos, compañeros de liderazgo y amigos de Pablo Panduro se reunieron el 27 de marzo pasado en el salón del cabildo. Era la víspera del aniversario de la muerte del gobernador, y querían invocar a los espíritus y obtener información sobre su asesinato, por el que hay 24 militares procesados. Indagar por el futuro de la comunidad, que lucha por el reconocimiento de sus tierras como resguardo indígena, también estaba entre las intenciones del encuentro. “Así como otros van a la iglesia y se arrodillan, nosotros vamos al yagé, nuestra medicina, nuestro espíritu guía. Con él, la claridad nos va a llegar esta noche”, dijo José.
Al anochecer, los relámpagos empezaron a iluminar los árboles cercanos y una llovizna cayó sobre el techo de zinc del salón, ubicado en medio de la selva amazónica. Entre los presentes estaban las autoridades de Bajo Remanso y algunos miembros de la guardia indígena. Colgaron una foto de Pablo y guindaron hamacas entre las columnas. Luego, apagaron las luces y encendieron una fogata que los alumbraría hasta el amanecer.
La abuela Gloria Condo trajo el remedio: dos botellas plásticas llenas de un líquido oscuro que ella cocinó luego de cortar los bejucos del yagé, una enredadera que se extiende por diez metros, alrededor de un viejo árbol de su finca. Son las únicas plantas sagradas que quedan en la comunidad y allí sólo la abuela sabe prepararlas. Ese fue el secreto que le mostró su esposo, un reconocido taita, antes de morir.
Como Gloria Condo, sólo Pablo Panduro sabía cocinar el yagé y hablar la lengua kichwa en el Bajo Remanso. El gobernador, además, era el único que podía escribirla. Así que tras el crimen de Panduro, la abuela es el tesoro de esa comunidad, pues el sustento espiritual de un pueblo indígena, explican los mayores, son su medicina y su lengua. Sin esos elementos, y sin quién los transmita entre las generaciones, su cultura corre el riesgo de extinguirse.
En el Bajo Remanso no tienen una autoridad ancestral propia, así que invitaron al mayor Pascual Rivadeneira, de Puerto Nariño, para guiar la ceremonia. Hace 20 años que empezó a estudiar la medicina sagrada, después de que su esposa se murió. Desde entonces se ha preparado al lado de otros chamanes, sometiéndose a dietas variantes y alejándose de las mujeres. El mayor dice que el yagé es una carga: “Uno a veces no quiere saber nada del remedio”. Pero también un gran poder: “Nos deja ver lo que ha sucedido, lo que va a suceder, pero si uno sabe leerlo bien, si uno sabe entender”.
Hacia las 9 de la noche, Pascual Rivadeneira recibió el yagé de la abuela Gloria Condo y se puso de pie frente a la comunidad, que se había dispersado por el salón, y en la oscuridad esperaban que llegara la hora. Alumbrado por la luz de la fogata, les dijo: “Esta toma es por Pablo, para visionar lo que sucedió, y también es un trabajo para que respeten la vida de los pueblos indígenas”. Le pidió a la vieja Gloria que lo acompañara, “porque los espíritus van a venir, de esta y de otras comunidades, y unos son buenos y otros son espíritus malos”.
El mayor prendió un tabaco y agarró un ramo de hojas secas que sacudió sobre el yagé. Luego, soltó el humo de su garganta sobre el remedio, pidió silencio, y llamó a los congregados. Uno a uno, les dio de beber a todos del mismo recipiente. Él tomó de último. Los reunidos se acostaron en las hamacas a esperar los efectos de la planta. Uno de ellos contó que en los últimos días se había sentido mal, sin ganas de trabajar. Cuando estaba en el monte, escuchaba las voces de los otros campesinos, y se ponía rabioso, pues se imaginaba que estaban hablando mal de él. Cada vez que se siente así, dijo, el yagé lo cura, le devuelve la tranquilidad.
Las horas pasaron en la oscuridad y el silencio espeso de la selva. Cada tanto, un relámpago alumbraba los alrededores. Acostado en una hamaca, José Peña* recordaba a Pablo Panduro, con quien jugaba fútbol en los torneos que organizan las comunidades ubicadas a lo largo del río, con quien trabajaba la tierra, pescaba, se emborrachaba y ejercía el liderazgo de la comunidad. Entonces, José vio el espíritu de Pablo que entraba al salón. Llevaba un machete en la mano. Podía reconocerlo fácilmente, a diferencia de la última vez que vio su su cadáver dispuesto en un mesón.
-¿Usted qué hace, Pablo?, preguntó José.
– Estoy alistando la herramienta para irme a trabajar. Voy a sembrar arrocito y un poco de cacao.
Pablo Panduro se acercó a su amigo.
-Estoy muy contento de que hayan venido a visitarme, le dijo, y luego desapareció.
***
Pablo Panduro, de 49 años, fue asesinado el 28 de marzo de 2022 en un operativo del Ejército en el que murieron once personas, y que ejecutó contra los Comandos de Frontera, una disidencia de las Farc que controla, a punta de violencia, la mayor parte de Putumayo. Los soldados irrumpieron durante la mañana en la vereda Alto Remanso, donde varias comunidades vecinas estaban de fiesta: habían organizado un bazar para recoger fondos para construir una carretera.
Los soldados desataron un fuego indiscriminado sobre el pequeño caserío. Según la Fiscalía, durante las dos horas que duró el operativo, dispararon más de 1.600 balas y activaron al menos 14 granadas, en medio de un bazar en donde, aunque había algunos miembros de los Comandos de Frontera, se encontraban, sobre todo, decenas de civiles, entre ellos niños.
Según los militares, todos los muertos en la operación eran miembros de ese grupo armado. Así lo señalaron el entonces presidente Iván Duque, y quien era su ministro de Defensa, Diego Molano. Hoy se sabe que mintieron. VORÁGINE, en alianza con la revista Cambio y El Espectador, estuvo en Alto Remanso tres días después de ocurridos los hechos. La investigación de este equipo de reporteros demostró que, distinto a las versiones oficiales, el Ejército había manipulado los cuerpos de las víctimas antes de que llegara el CTI a realizar los actos urgentes. También establecieron, a través de unos 30 testimonios que fueron contrastados con documentos periciales, que tanto el gobernador Panduro, como Ana María Sarria y su esposo Divier Hernández no pertenecían a las disidencias y nunca empuñaron armas al momento de la avanzada de las autoridades. Todo ello está recogido en la crónica El operativo del Ejército manchado con sangre de civiles.
Según las investigaciones judiciales que fueron avanzando con los meses, ocho de las víctimas eran civiles. Sobre Pablo Panduro se conoció un informe militar en el que lo señalaban de tener un fusil en el momento del operativo, y de ser un disidente identificado como alias “Pantalón”. En la vereda todos sabían que ese no era un alias, sino un apodo que le habían puesto porque cuando salía a trabajar al campo, solía llevar puesto un pantalón muy ancho que a sus compañeros de jornal les causaba gracia.
En 2024, la Fiscalía imputó a 24 militares, entre ellos un coronel, como responsables de los asesinatos. Sobre Pablo Panduro, esa entidad presentó documentos que acreditaban que era un gobernador indígena y que llevaba años ejerciendo el liderazgo social. También presentó informes forenses que descartan la presencia de pólvora en su cuerpo o su ropa, lo que indica que el gobernador no disparó ningún arma. Otro informe demuestra una alta concentración de alcohol en su sangre, lo que evidenciaría que Panduro estaba tan borracho, después del bazar, que no suponía ningún peligro para los soldados.
El amor de Pablo Panduro
En la mañana posterior a la toma del yagé, Fidelina Joven, la esposa de Pablo Panduro, entró al salón del cabildo donde se había hecho la ceremonia. Llevaba puesto un vestido negro de flores y el cabello recogido. Agarrado de su mano iba Keylor, su nieto de tres años, que nunca se le despega, y se convirtió en su mayor compañía tras la muerte del gobernador. Pascual Rivadeneira, la autoridad ancestral, los recibió. Agitó el ramo de hojas secas alrededor de sus cuerpos mientras lanzaba un rezo y les soplaba humo de tabaco en la espalda. Así los protegió del malviento, un padecimiento que abunda en la región, que se contrae al llegar a un lugar, una casa o un río contaminados, y provoca vómitos, diarrea y dolor de cabeza.
Fidelina recordó que Pablo también sabía curar el malviento, y que atendía a cualquiera que se lo pedía, sin cobrar nunca nada. “A esta hora ya los habían matado a todos”, dijo de repente uno de los presentes en el salón. Eran casi las 8 de la mañana, tres años exactos después de la masacre. Entonces, Fidelina Joven, de 72 años, se puso a rememorar su historia de amor:
Mi familia es de Florencia, Caquetá. Allá teníamos una finca con molienda para hacer panela, teníamos ganado, bestias y unas potrancas muy bonitas, de paso, que uno montaba a pelo y ni siquiera sentía que iban andando. Pero a mi papá lo estaban buscando para una venganza, entonces vendimos todo y nos vinimos para Putumayo cuando yo tenía 12 años.
Tuve un primer marido, que es el papá de todos mis hijos, que son nueve. Pero él era muy jodido, me pegaba mucho, me quería matar. Hasta que llegó el día que no aguanté más. Los hijos ya estaban grandes, entonces me volé de allá, y me vine por acá. Me puse de cocinera en una finca donde Pablo llegaba a trabajar. Ahí nos conocimos. Él tenía 28 años, yo tenía 48, y nos juntamos a vivir.
Pablo, en cambio, no era bravo. A veces, cuando me enojaba, yo lo regañaba, y él se quedaba callado, se iba, y al rato volvía y me decía: “vieja, ¿ya le pasó la rabia?”. Nosotros vivíamos tranquilos, los dos solitos, porque hijos con él no tuve. La pasábamos trabajando: sacábamos platanito, maíz, teníamos una hectárea de cacao, pescábamos en la orilla del río.
Él leía la Biblia todas las noches. Se ponía las gafas y alumbraba las letras con la linterna; yo me acostaba al lado y me dormía. Luego, me decía: “usted ronca sabroso cuando yo le leo la Biblia”, y se reía. Él era catequista, y preparaba a los niños para la primera comunión y la confirmación. También les enseñaba la lengua materna.
A veces, la gente decía: “ese es un tonto, no sabe nada”. Lo decían porque él era callado, pero siempre estaba pendiente de todo. Yo llegaba a una reunión con la comunidad y escuchaba: “que Pantalón no habla, que cómo vamos a ponerlo de gobernador, que esto y lo otro”. Entonces salía a defenderlo con mi retahíla y hasta con gritos, y les respondía: “él habla lo que debe hablar, no aumenta, no quita nada”.
Una vez le dije a Pablo: “yo ya tuve mis hijos, ya no voy a tener más. Si usted quiere los suyos, bien pueda, partamos lo que hemos conseguido y cada quien se va. Así usted puede buscar otra mujer para que tenga sus hijos”. Y él me respondió: “yo a usted la quiero mucho y no pienso dejarla, ni tampoco quiero que me deje”. Era un esposo muy bueno, de esos que no se consiguen en ninguna parte, y yo, que venía de ese otro marido que me aporreaba, con él encontré una bendición de Dios.
Cuando lo mataron yo no estaba. Me había ido para Puerto Leguízamo a hacer unos papeles para una cirugía, porque estaba enferma de la matriz. A uno de viejo como que se le vienen las mentes y sabe las cosas, entonces le dije: “Viejo, pues vaya usted al bazar, porque usted es el gobernador, pero no se ponga a tomar tanto porque algún peligro puede haber, ese Remanso está amenazado”. Él me dijo: “No, vieja, yo no voy a tomar”. Pero se puso a beber desde el domingo. Él era así. Se emborrachaba y se quedaba por ahí dormido en una silla, y yo iba y lo traía a la casa. Pero como yo no estaba, ¿quién lo iba a traer de allá? Pues nadie. Cuando recibí la noticia de que lo habían matado eran como las 4 de la tarde.
A mí me tomaron declaración. Un capitán o un teniente, no sé, me dijo que era para saber si los muertos eran campesinos o guerrilleros. A mi marido le habían puesto un alias, y decían que había hecho un atentado en Bogotá. Yo no comprendía por qué decían eso. Me preguntaron en qué trabajaba él. “Pues él era un campesino”, les dije. Y que qué armas usaba. Pues el machete, la pala y el hacha.

Una cruz en un charco de sangre
Esa misma mañana, la del aniversario de la masacre, un sacerdote llegó por el río Putumayo y desembarcó junto al viejo árbol de zapote de 15 metros que caracteriza a Bajo Remanso. La comunidad se reunió en el mismo salón donde, en la víspera, habían tomado yagé. Allí celebraron una misa, más que por sus propias costumbres, porque sabían que Pablo era un católico devoto, y lo hubiera querido así. Fidelina Joven se sentó en la primera fila. Mientras ellos rezaban, en Alto Remanso, la comunidad vecina donde ocurrió la masacre, Rodolfo Pama clavaba una cruz de madera de bálsamo de un metro y medio. La encajó en la tierra donde vio la sangre derramada de su hijo Santiago, de 16 años, asesinado en el mismo operativo en el que mataron a Pablo Panduro.
Tras el asesinato de su hijo, Rodolfo Pama se dedicó a investigar la masacre. Recogió testimonios entre los vecinos, los contrastó y llenó los vacíos de los relatos con la información que luego obtuvo de la Fiscalía. Hoy, sabe de memoria cómo mataron a los once. En el aniversario de la masacre, el campesino recorrió el caserío, compuesto por unas 30 casas, la mayoría de tabla y zinc, mientras explicaba cómo se movieron los soldados, dónde cayó cada muerto, por dónde entraron las balas a sus cuerpos.
Al pasar por un barranco junto al río, Rodolfo señaló: “ahí estaba tirada la mujer del presidente de la vereda. Se desangró, convulsionó, fue un tiro en la ingle”. Se refería a Ana María Sarria, de 24 años. Tenía dos hijos y dos meses de embarazo. Luego, Rodolfo se paró en la mitad de la cancha del caserío: “Aquí cayó el gobernador”, dijo refiriéndose a Pablo Panduro: “Él estaba muy borracho, alzaba las manos y decía: ‘No disparen, no disparen’. Le pegaron once tiros. Luego, apareció vestido con un camuflado limpiecito y un fusil tirado al lado. El rastro de su sangre mostraba que se había arrastrado por el suelo antes de morir. No creo que alguien pudiera moverse después de recibir tantos disparos”, dijo Rodolfo, insinuando que al gobernador lo pudieron haber rematado cuando estaba herido.
Junto a la cancha queda el salón comunal donde se celebró el bazar. Rodolfo entró al lugar y recordó que pasó por ahí la noche anterior a la masacre, y su hijo estaba dormido en una banca. Pensó en llevárselo a la casa, pero lo dejó. Fue la última vez que lo vio. A la mañana siguiente, cuando escuchó los disparos de los soldados, Rodolfo salió a buscar a Santiago por todo el caserío. En esas, se cruzó, uno por uno, con los otros muertos, pero no encontraba a su hijo. Los vecinos le contaron que se había escondido con ellos en una casa, y que estaba desesperado. Le decían: “Santiago, quédese quieto, escóndase aquí”, y él les respondía que tenía que irse, que tenía que buscar a su papá. “A mi hijo fue al último que mataron”, contó Rodolfo.
Hacia las cuatro de la tarde, casi nueve horas después de que comenzó el operativo, encontró su cuerpo. Estaba tirado en el camino hacia su casa. Rodolfo ya lo había buscado en ese lugar, donde había visto un charco de sangre, pero no lo encontró. Por eso cree que los soldados tiraron el cuerpo al río para borrar las huellas del crimen, y luego volvieron a ponerlo allí mismo. “Ahí estaba tiradito mi hijo, todo mojado. Se le veía un tiro en el abdomen y un corte en el brazo. Yo alcé su cuerpo y me puse a gritar”.
Tres años después, los rastros de la masacre están regados por todo el caserío. Rodolfo tiene grabado en su mente el inventario de cada lugar y cada casa dónde pegó una bala. Hay impactos en una estufa, en una nevera, en un tanque de agua, en los muros de tabla, en los árboles, en el tablero de la cancha de baloncesto y en el marco de vidrio de la fotografía de un hombre de la comunidad. El tiro entró justo en el corazón del retratado.
El angosto camino de cemento que atraviesa el caserío es otro recordatorio de la masacre. Las comunidades habían organizado el bazar justamente para recoger fondos para construir esa vía, que conectaría el Alto Remanso y el Bajo Remanso. “Esa placa huella está untada de sangre”, dice Rodolfo. Un año después de la masacre, cuando las familias que habían abandonado las comunidades empezaron a retornar, se reactivó la construcción. Hoy les falta solo un kilómetro para que los dos caseríos queden finalmente conectados.
El sueño de Pablo Panduro
En Bajo Remanso continuaba el homenaje a Pablo Panduro. Unas 40 personas, que agitaban pequeñas banderas blancas de papel, avanzaron hacia la casa del gobernador. Caminaron paralelamente al río Putumayo, cuyas aguas habían amanecido verdes y mansas, pasaron debajo de un pomarroso florecido y luego transitaron por la placa huella que conduce al Alto Remanso. Finalmente, se detuvieron frente a la vivienda de dos pisos, y se dispersaron entre los palos de cacao que sembró el gobernador. “A mí me da mucho guayabo volver aquí”, dijo Fidelina Joven -quien abandonó su casa tras el asesinato de su esposo- mientras se frotaba la cara con insistencia, como queriendo arrancar su inocultable tristeza.
Yarley Ramírez, amiga de Pablo, quien asumió la gobernación del cabildo tras el asesinato, se paró frente a la casa con el bastón de mando que usaba el gobernador: un palo de madera de ahumado, recubierto con una cinta con los colores patrios, con varios colmillos de puerco de monte y una pequeña cruz amarrados a un extremo, junto a una carita feliz tallada a mano. Yarley lo alzó y se lo mostró a la comunidad: “Acá está el fusil de nuestro gobernador, este era el arma que cargaba”, dijo.
Junto a la casa de Pablo, Yarley señaló un terreno y contó que el gobernador lo iba a donar a la comunidad para que allí construyeran un espacio de sanación, un lugar que utilizarían solamente para las ceremonias sagradas. A su alrededor iban a sembrar enredaderas de yagé. Panduro llevaba varios años aprendiendo de los chamanes, y una de las aspiraciones de la comunidad era que se convirtiera en su taita, su sanador. Tras su muerte, no queda nadie en el Bajo Remanso que tenga ese conocimiento tan avanzado, y que se proyecte para convertirse en una autoridad ancestral. Tampoco queda nadie que pueda enseñarle la lengua kichwa a los niños.
“La muerte del gobernador casi acaba con esta comunidad. La gente se dispersó, querían irse, este pudo haberse convertido en un pueblo fantasma”, dijo Yarley. A los quince días del asesinato, ella tuvo que asumir la gobernación. Su trabajo se enfocó en tratar de demostrar que Panduro no era un criminal, y en buscar que se reconocieran las tierras de Bajo Remanso como un resguardo indígena. “Ese era el sueño del gobernador”, dijo Yarley.
Esa misma mañana, en la conmemoración de los tres años de la masacre, un funcionario de la Agencia Nacional de Tierras llegó a Bajo Remanso a llevarles noticias. La comunidad se reunió una vez más en el salón. Allí, el enviado de la entidad tomó la palabra y les dijo que el proceso que impulsaron por tantos años está casi terminado. Les prometió que en dos meses, el Bajo Remanso será finalmente reconocido como un resguardo indígena. Los reunidos aplaudieron al escucharlo.
Esa fue la última gestión de Pablo Panduro por su comunidad. Tras su asesinato, el Bajo Remanso empezó a recibir atención de instituciones que antes no habían reparado en el pequeño caserío enclavado en la selva. Esa visibilidad reactivó trámites que habían estado estancados por más de 20 años. “Es doloroso y triste que por la muerte de nuestro gobernador, nuestra comunidad finalmente vaya a ser constituida como resguardo. Esto va a ser en su honor”, dijo Yarley.
La conmemoración de la masacre, como el bazar en el que mataron al gobernador, terminó al tercer día. Fidelina Joven se sentó en una banca de madera a orillas del río Putumayo. Se quedó mirando las aguas mansas, mientras el pequeño Keylor daba vueltas a su alrededor, como si su abuela fuera todo el mundo que tiene. El niño se ajusta a la descripción que la mujer hizo de su esposo: es tranquilo y callado, pero se mantiene atento a lo que pasa en su entorno. Fidelina y su nieto esperaban la lancha que los llevaría a su nuevo hogar, pues ella ya no es capaz de permanecer mucho tiempo en Bajo Remanso, donde cada árbol y cada pedazo de tierra le recuerdan a Pablo Panduro.
*Nombre cambiado por razones de seguridad. **Este reportaje se hizo con el apoyo de Amazon Watch.
