Autor: Carlos Enrique Corredor Saavedra
En el vasto teatro de la vida, la postura recalcitrante de ciertas personas se erige como un baluarte de la sinrazón. Defienden a ultranza la supuesta honorabilidad de personajes, cuyo pasado y antecedentes desconocen totalmente, repiten como loros, informaciones que reciben o encuentran por ahí, cuya veracidad ignoran en absoluto. Estos obcecados, incapaces de discernir entre la veracidad y el engaño, se sumergen en una maraña de falacias y sofismas. Desafortunadamente, nos hemos acostumbrado a dar crédito a los mentirosos, a hacerle apología a los mitómanos y delincuentes de cuello blanco, y a mentir, porque otros mienten, y nos enfadamos terriblemente contra quienes nos hablan con la verdad, inclusive rechazando de plano las pruebas documentales que nos enseñan.
Estas personas, en su fervor inconmensurable, se indignan con amigos por divergencias de pensamiento, demostrando una irremisible intolerancia. La obstinación de estos epígonos de la irracionalidad, perpetúa un ciclo de ignorancia y acrimonia. Tal es la magnitud de su empecinamiento, que prefieren la discordia sobre la concordia, ensalzando la perfidia sobre la lealtad.
Así, el empecinado, aferrado a sus dogmas prejuiciosos, erige una muralla infranqueable ante la sapiencia, pavoneándose en su propia inepcia. ¿Qué decoro puede hallarse en tal terquedad, la ataraxia del intelecto? La desventura de su rigidez mental sólo conduce a un perpetuo estancamiento, una noria sin fin, de discordias y sinsentidos. Lo que no alcanzamos a comprender, ni a sospechar siquiera, es que los maquiavélicos que orquestan todas estas farsas, muchos de ellos, no todos, porque hay peores, son personas con dotes histriónicas que actúan bajo los parámetros de un libreto diseñado por expertos marrulleros, donde hacen creer al denominador común del pueblo, que sus acusaciones en contra de los funcionarios corruptos son reales, asegurando tener pruebas y que éstas, servirán de evidencia, para instaurar las respectivas denuncias ante las instancias o autoridades competentes. ¡Cómo no moñito!.