Por: Brenda Espinosa Apráez
Es domingo y voy al gimnasio a nadar. En realidad, mi verdadera intención no es tanto nadar, sino sentarme un rato en la piscina de burbujas, esa especie de híbrido entre jacuzzi y piscina que tienen en mi gimnasio. Presiono un botón y empiezan a salir chorros y burbujas dentro del agua. Si me concentro solo en ver la espuma, en escuchar el sonido del agua y en sentir los chorros en mi piel, me transporto. Viajo mentalmente hasta el Río Pepino, a las afueras de la ciudad de Mocoa.
El agua ya no es azul piscina, sino verde esmeralda, verde oscuro pero traslúcido. Su sonido es mucho más intenso, como un bramido. El agua ya no está tibiecita, sino que se siente fría, refrescante, y golpea mi espalda con la fuerza salvaje del río que viene bajando de la montaña, saltando de roca en roca.
Veo las caras sonrientes de mi mamá, mi papá, mi hermano, y de pronto alguna que otra tía o alguno que otro primo. Hace solecito y estamos ahí, dándonos una remojadita, como dicen en mi familia. No somos los únicos. Hay niños y jóvenes tirándose al río desde el puente, mientras los mayores improvisan una fogata y una parrilla para poner a asar carne. Otros más experimentados pelan papas, plátanos y yucas, y alistan las presas para preparar sancocho de gallina a la orilla del río.
Ir al río con familia o amigos es uno de los planes de fin de semana más populares en Mocoa. En Mocoa usamos la expresión “ir al río”, como si hubiese uno solo, pero en verdad el Río Pepino es tan solo uno de los muchos ríos, quebradas y cascadas que rodean la ciudad en la que nací.
Saliendo de la ciudad, a pocos minutos en cualquier dirección, podemos encontrar varios lugares para refrescarnos. Entre mis favoritos, además del Río Pepino, están el Rumiyaco, la quebrada y el pozo de Canalendre, y el Cañón del Mandiyaco, justo en la frontera con el Caquetá. Pero el lugar más bonito y quizá la joya turística de Mocoa son las cascadas de El Fin del Mundo, que son tres, cada una más impresionante que la anterior. La última de ellas es la que le da nombre al lugar, porque se llega desde arriba y lo que se ve es un abismo que tiene de telón de fondo la verde selva putumayense. La caída de agua tiene más o menos setenta metros de alto y solo se puede ver acostándose boca abajo al borde de la cascada.
El gusto por el río es algo que se pasa de generación en generación. A las niñas y los niños se los lleva desde chiquitos, o incluso desde antes de que nazcan, como hizo mi mamá que iba seguido al río cuando estaba embarazada de mí. Hay personas que desarrollan una conexión especial con el río y buscan transmitirla a quienes vienen detrás. Yo tengo un tío que va sagradamente todas las semanas. Cuando yo era niña, hace ya varios años, nos llevaba a mí y a mis primos. El tío conoce todos los ríos que rodean a Mocoa y sabe dónde están los mejores pozos para nadar y refundir, sin miedo a que nos lleve la corriente.
Cerca o de camino a alguno de los ríos, los sábados o domingos (a veces incluso los dos días) mi familia y yo vamos a comer sancocho. Los restaurantes son sencillos, amoblados con sillas y mesas Rimax, la comida servida en platos blancos con diseños de florecitas rosadas y borde dorado. No nos sabemos el nombre de ninguno de ellos, pero los reconocemos por su ubicación y sobre todo por el nombre (o el apodo) y la sazón de sus propietarias. Allá hay que llegar temprano para poder escoger buena presa. Si se llega muy tarde, puede que no haya más que rabadilla o alas.
El sancocho lo sirven así: un plato hondo contiene la sopa o caldo, un líquido espeso de color grisáceo, tirando a verde, que huele y sabe a humo de leña y a gallina de campo. El caldo viene con plátano, papa y yuca, o “el revuelto”, como le decimos allá. En la mesa ponen también un picadillo de cilantro y cebolla larga y ají de maní para agregar al gusto. El seco consiste en arroz, yuca cocinada (una yuca amarillita, cremosa y suave), ensalada de tomate, repollo y zanahoria, y lo más importante, la presa de su escogencia, o la que le tocó, si llegó muy tarde. Mi papá y yo siempre pedimos pechuga, mientras que a mi mamá y a mi hermano les gusta el pernil con contramuslo.
Los fines de semana que no salimos a comer sancocho es porque lo preparamos en casa con mi familia materna que, entre varios tíos, tías, primos, primas y uno que otro “perendengue” (como llamaba mi abuelita a las novias o novios), suma por ahí unas treinta personas o más. Los mayores se ocupan de prender el fogón, pelar y picar los ingredientes para el sancocho, preparar el arroz y el ají, mientras los más jóvenes conversan o juegan alrededor. Cuando la comida está lista, nos sentamos todos en una mesa larga que creamos juntando varias mesas. Cada quien tiene su plato de sopa y su plato de seco con la presa de la gallina y demás acompañamientos. Nos tomamos la fotografía familiar de rigor antes de empezar a comer.
Justo cuando estoy por probar la primera cucharada de sancocho, se hace un silencio repentino. Los chorros de la piscina se detuvieron. Estoy de vuelta en mi gimnasio en Tilburg, Países Bajos, aunque todavía con la sensación del río y del sancocho hecho en fogón de leña en todos mis sentidos. Me ruge el estómago del hambre. Pienso en que en mi casa me espera un sándwich de queso sin mucha gracia al que acá le llaman “tosti”. Suspiro y me paro de la piscina de burbujas, de mi falso Río Pepino, y cuento mentalmente cuántos meses me faltan para volver a bañarme en el verdadero.
Por: Brenda Espinosa Apráez
Edición: Luisa F. Barbosa
Este contenido participó en el concurso #LaChivaPopular — Fase 1, y fue ganador del premio “Primer puesto” para la región Amazonía. El concurso se realizó en el marco del proyecto “La Chiva — De viaje por la cultura popular de Colombia”, beneficiario de la Beca para Proyectos Editoriales Comunitarios del Instituto Distrital de las Artes de Bogotá — Programa Distrital de Estímulos 2022.