Las asonadas: una amenaza que desborda a la Fuerza Pública

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Vicealmirante (RA) Paulo Guevara Rodríguez | Foto: SEMANA

Semana – Lo que antes eran hechos aislados se transformó en un patrón sistemático para obstaculizar cualquier operación militar o policial contra las economías ilícitas.

Por : Vicealmirante (RA) Paulo Guevara Rodríguez

Colombia enfrenta un nuevo rostro del conflicto: las asonadas, multitudes que, bajo el disfraz de protesta, acorralan, intimidan y humillan a la Fuerza Pública, mientras el Estado permanece paralizado por vacíos legales que le impiden reaccionar con firmeza.

Estas asonadas, entendidas como acciones intimidatorias de grandes grupos de personas contra unidades de la Fuerza Pública, se han convertido en un mecanismo de presión que expone a las tropas a un alto riesgo. Aunque los soldados están armados, deben actuar bajo los principios del Derecho Internacional de los Conflictos Armados (DICA) y solo pueden emplear la fuerza en casos de legítima defensa frente a un ataque inminente.


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Lo que antes eran hechos aislados se transformó en un patrón sistemático para obstaculizar cualquier operación militar o policial contra las economías ilícitas. Hoy ocurren en cualquier lugar y frente a todo tipo de acción estatal, lo que evidencia una alarmante pérdida de respeto por la autoridad. En zonas cocaleras como El Plateado (Cauca), Guaviare y Putumayo, estas acciones buscan impedir la erradicación de cultivos ilícitos y forzar la retirada de la tropa. En el Medio Patía, las turbas actúan para proteger laboratorios de cocaína, mientras que en corredores de contrabando se movilizan para evitar decomisos de mercancía ilegal. El objetivo es claro: desbordar numéricamente a la Fuerza Pública, forzar su repliegue y humillarla públicamente.

El fenómeno es alarmante. A la fecha se han registrado al menos 55 asonadas, muchas de ellas acompañadas de secuestros de militares. Entre los casos más graves se cuentan el secuestro de 57 militares en El Tambo (Cauca), el secuestro de 34 soldados en el Guaviare y el intento de incineración de dos soldados en Putumayo, quienes aún luchan por salvar su vida.

Estos actos constituyen graves violaciones al Derecho Internacional Humanitario y delitos de lesa humanidad que no pueden quedar impunes. Es urgente identificar a los responsables, individualizarlos y avanzar en su judicialización para enviar un mensaje inequívoco de que no habrá tolerancia frente a estos crímenes.

Ha llegado el momento de revisar de manera integral la misionalidad de las Fuerzas Militares y ajustar el marco normativo para aliviar la carga de funciones adicionales que hoy asumen y que podrían ser desempeñadas por otras instituciones del Estado. Esta redistribución de responsabilidades permitiría que el personal y los recursos logísticos de la Fuerza Pública se concentren en su tarea esencial: recuperar el orden público en las zonas críticas, desarticular las estructuras criminales y restablecer la autoridad legítima del Estado.


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El escenario plantea un reto jurídico y operacional sin precedentes. La línea que separa a combatientes de no combatientes se ha vuelto difusa, ya que los grupos armados emplean civiles y guerrilleros disfrazados de población civil para hostigar, atacar y secuestrar, generando incertidumbre sobre su estatus jurídico. En este contexto, la legítima defensa es la única herramienta inmediata para los soldados, pero su uso debe ser proporcional y diferenciado, lo que aumenta el riesgo de que sus acciones sean posteriormente cuestionadas en los estrados judiciales y deriven en sanciones que pongan fin a su carrera militar.

La legislación colombiana, enmarcada en el Derecho Internacional de los Conflictos Armados (DICA), ha sido superada por la realidad del terreno. Los grupos criminales han aprendido a explotar sus vacíos legales, utilizando civiles instrumentalizados, narcotraficantes y combatientes disfrazados de civil para frenar las operaciones militares y policiales.

Es el momento de un llamado urgente al Gobierno, a las instancias judiciales y a las autoridades de la Fuerza Pública para ajustar el marco jurídico y dotar a los uniformados de herramientas legales que les permitan actuar con decisión y proporcionalidad, sin temor a ser judicializados por cumplir su deber.

El caso de Ecuador resulta ejemplarizante y demuestra que cuando hay voluntad política, sí se puede: en junio de 2025 aprobó la Ley de Solidaridad Nacional (o ley urgente para desarticular la economía criminal y el conflicto interno), que endurece las penas hasta 30 años de prisión para quienes integren, financien o lideren bandas criminales, sanciona con hasta 26 años la pertenencia a organizaciones delincuenciales e introduce procedimientos judiciales expeditos y mecanismos más ágiles de extinción de dominio. Este es el tipo de actualización legal que Colombia necesita para enfrentar con mayor eficacia a las organizaciones criminales y proteger su seguridad nacional.

Colombia no puede seguir permitiendo que la Fuerza Pública sea acorralada, humillada y desbordada por turbas al servicio de las economías ilícitas. La parálisis jurídica y la falta de herramientas normativas han puesto en riesgo la presencia del Estado en vastas regiones del país. Ha llegado la hora de cerrar los vacíos legales que hoy favorecen la impunidad, blindar a nuestros soldados y policías con respaldo político y jurídico, y recuperar el principio de autoridad; de lo contrario, las asonadas seguirán siendo el instrumento predilecto del crimen organizado para expulsar al Estado de su propio territorio, poniendo en jaque la seguridad nacional y la estabilidad institucional de Colombia.


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