La Muerte y su Trampolín

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Proclama del Pacífico Por Jaime Cárdenas / 

Se ha dicho que los nombres son arbitrarios, y los de los lugares no escapan a esta regla así se llegue a la melosidad o al mal gusto, como ocurre con eso de que Cali es la sucursal del cielo y peor aún, que es la sultana del Valle. Pero asignarle la denominación de trampolín de la muerte a la carretera del Putumayo que comunica a Mocoa con Nariño constituye lamentablemente un acierto. Con la metáfora se expresa la cadena de abismos que bordean a la carretera, la cual carece de los estándares de seguridad mínimos, y dada la caracterización de las peñas sobre las que se ha construido es imposible que los tengan, de manera que el viaje es un balancearse siempre muy cerca de los territorios de la muerte, que con frecuencia hace presencia allá en ese fondo del abismo a donde van los infortunados pasajeros de los vehículos que ruedan hasta quedar sin vida viajando por una de las tres carreteras más peligrosas del mundo.

Los muertos solo en lo que va de este siglo se cuentan por centenares. Son de todas las edades y de todas las condiciones. El trampolín de la muerte, como una máquina infernal no para, no descansa. Fue habilitada como vía para automotores luego de que fuera un camino construido por los Capuchinos para llegar al bajo Putumayo siguiendo sus cometidos de la infausta evangelización, a la par que el Estado ensanchaba sus puntos de presencia, teniéndose como referente el conflicto con el Perú. En los años sesenta se busca adecuarla para la construcción del oleoducto transandino que coincide con la llegada de la Texas. Aún perviven las leyendas de los choferes pastusos que pasaban en tres llantas hacía el bajo Putumayo llevando los tubos para construirlo. (Poco o nada ha dejado en esta región el petróleo en sesenta años de salir de las entrañas de la llanura amazónica).

Si las víctimas surgieran en la noche a las orillas de la trocha, como también le dicen los putumayenses a su vía, se vería una cadena de seres destrozados, tan numerosos como en una procesión de Semana Santa, en un cuadro de esos de espanto que pintara Goya. Y serían tan tristes sus lamentos que bien supondríamos estar ante una narración de Poe.


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Pero este panorama tétrico se completa cuando se verifica que quienes habitan el Putumayo han interiorizado las diarias tragedias de la vía a Pasto como una fatalidad, como un destino, quedando por fuera de su mente cualquier enjuiciamiento al Estado, a la dirigencia. A esta le han perdido la fe y con razón: comunitarios, comunales, parlamentarios, gobernadores se parecen en su venalidad, en sus mentiras y en su indiferencia frente a los problemas comunes. Se llega así a una situación de postración que la sicología social, la sociología podrían ilustrar. Es la total resignación.

Hace años que se inició la variante. No se sabe cuántos aún faltan para que concluya, o mejor, no se puede prever si algún día se la terminará. Pero llegó la propuesta de Petro y la luz de la esperanza renació para que la variante fuera una realidad. El Putumayo contribuyó a la victoria de Petro. Proporcionalmente, de acuerdo al censo electoral de los departamentos, el Putumayo fue el departamento donde mayor votación obtuvo Gustavo Petro. En contraprestación Petro lo ha olvidado, no se ha dignado visitar esas hermosas tierras que lo aclamaron como presidente. En un gesto de gratitud y de justicia, en una actitud coherente con esa grandilocuencia con que pregona que él encarna el gobierno de la vida, al menos ha debido acelerar la vía alterna, la variante que garantice la vida, que sepulte para siempre el trampolín de la muerte. Absoluto silencio, reprochable silencio, incoherencia de un presidente que se autodenomina adicto a la vida. Seguramente no visitará el Putumayo, ni intervendrá a favor de la reactivación de la obra. Una gran decepción este Petro.

Entretanto en el trampolín con su guadaña la parca continuará su fatídica labor dejando desolación y sufrimiento.

Pero no sería extraño que impúdicamente se volviera a hablar del cambio.


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