El mensaje que pudo haber salvado vidas

Foto : Archivo

La avalancha del 2017 en Mocoa

Los días que siguieron a la tragedia ocurrida en Mocoa en la cual una avalancha de lodo, agua y piedras, generó, según cifras oficiales, 336 fallecidos y cerca de 400 heridos, 15,000 damnificados, fueron para todos nosotros espacios de reflexión, luto y de mi parte tiempo destinado a escuchar diversas versiones de cosas y casos que los afectados, los espectadores impotentes, y los lugareños en general se dedicaron a relatar. Mil y una historias, algunas curiosas, otras heroicas, quizá rayando en la incredulidad, todas ellas dolorosas. Resolví filtrar tres o cuatro que por alguna razón llamaron poderosamente mi atención. Me permito compartir una de ellas por ahora y que precisamente no inicia con la fecha de la tragedia sino unos tres meses antes de los sucesos.

Leamos lo que me contó Yuliana, quien por razones que entiendo y comparto, me pidió cambiar nombres de personas, pero no así lugares y circunstancias de los hechos.

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EL DIA DE LA AVALANCHA. Viernes 31 de marzo de 2017, entre las 11:00 p.m. y sábado 1 abril 5:00 a.m.

Yuliana tiene 2 hijos y un esposo. Vivían en el barrio San Miguel de Mocoa y aquella noche de viernes torrencial estaban todos juntos en la casa que arrendaban. Nada hacía presagiar que algo anormal pudiera suceder, pero en la medida que avanzaba la noche y no paraba de llover, empezaron a darse cuenta que algunos enseres bajaban por las calles, pero eso ya lo habían visto en otras ocasiones, por lo tanto, no era motivo de preocupación y se alistaron para dormir.

No pasaron más de dos horas cuando unos gritos alarmantes de ¡avalancha!, ¡avalancha! los sacó del sueño. Se asomaron por la ventana y entendieron todo: la señora que daba el grito de alarma corría por toda la zona, enterando a la gente sobre el suceso; Yuliana y su esposo, aún en piyama ambos, se calzaron, levantaron a sus hijos y se pusieron en marcha. No avanzaron mucho. El puente del billar -como era conocido por los clientes- que conectaba al barrio con el resto del pueblo ya estaba inundado, era imposible pasar, el río Taruca se había salido de cauce y no quedaba más alternativa que regresar hacia su casa, aperarse de linternas y buscar nuevas salidas. Su esposo cargó en sus espaldas a los dos hijos, los sujetó con sus brazos, uno a cada lado, y a la suerte de lo que pueda suceder emprendieron la marcha hacia la montaña más cercana. A oscuras y por un sector selvático para ellos desconocido, caminaron con mucha dificultad con el agua a la cintura por cerca de dos horas, hasta que llegaron a una casa de madera de dos pisos, sobre la pendiente de lo que les pareció una pequeña finca, donde les ofrecieron albergue, tomaron algo caliente, descansaron un poco y esperaron que el nuevo día llegara.

DOS MESES ANTES DE LA AVALANCHA. Primeros días de enero de 2017.

El barrio San Miguel en Mocoa era un barrio que como muchos de esta ciudad estaba habitado por personas a quienes el conflicto armado obligó a establecerse allí. Me dice Yuliana que su vida y la de su pequeña familia transcurría normalmente, sus hijos asistían a la escuela del Colegio Ciudad Mocoa y ella, junto a su esposo, subsistían con la compraventa de mercancías que traían semanalmente desde Lago Agrio, Ecuador.

En el mismo barrio vivía un primo suyo, Enrique, joven desempleado de unos veintidos años aproximadamente, que entre sus gustos, además de andar de arriba para abajo en su moto sin destino aparente, estaba el de frecuentar un pequeño billar-bar al lado de la quebrada Taruca, en el barrio San Miguel. En realidad era, como muchos negocios de ese tipo, el lugar donde sin aviso previo se citaban los jóvenes a tomar cerveza, a jugar un “chico de billar” o sencillamente a conversar de todo un poco y de nada en particular, entre risas y licor. En eso andaba Enrique los primeros días de enero de 2017 en el “billar del puente”, como ellos lo conocían. Lo que nunca sospechó fue que un desconocido, subrepticiamente, le depositó “burundanga” -escopolamina- en su cerveza. Avanzada la noche y avanzados los efectos del alcohol y el alcaloide, Enrique no se sintió bien, por lo que tomó su moto y sin saber porqué, arrancó montaña arriba por la vía que lleva a la subestación eléctrica Junín. Los que le “envenenaron” la cerveza lo siguieron en otra moto y un poco más arriba de Junín se le atravesaron en el camino. La verdadera intención de los maleantes fue evidente, no era otra que robar su moto aprovechando su cada vez más deteriorado estado mental. Ante su resistencia lo empezaron a golpear muy fuerte, pero con lo que ellos no contaban es que su víctima poseía una gran resistencia atlética y era además un experto motociclista que en un mínimo descuido pudo escapar a gran velocidad de sus atracadores. Siguió huyendo montaña arriba hasta donde sus fuerzas alcanzaron. A las cinco de la mañana los moradores de la vereda dieron aviso al hospital local, quienes lo recogieron en una ambulancia; lo encontraron golpeado, tirado en el suelo, inconsciente y en pésimas condiciones.

Así, inconsciente, Enrique estuvo por ocho días en el hospital, hasta que milagrosamente fue despertando y quince días después de haber ingresado pudieron darle salida.

Lo primero que hizo Enrique fue visitar a Yuliana, su prima, y contarle el incidente con detalles, pero además se dijo portador de un mensaje: en los días que permaneció en estado inconsciente en el hospital tuvo un sueño, o mejor, una revelación de alguien a quien él identificó como Dios. Esa persona divina que contagiaba estado de paz y tranquilidad le dijo que llevara un mensaje a toda la población que él encontrara en el camino, porque por esa zona por donde transitó escapando en su moto iba a bajar próximamente una gran avalancha de lodo y piedras que pondría en peligro la vida de los habitantes de la zona de los barrios por donde bajan los ríos Sangoyaco, Mulato, La Taruca y La Taruquita. Enrique manifestó que el mensaje de dicha divinidad fue claro y entendió su solicitud.

Yuliana y su familia escuchaban atentamente al primo, pero cuando finalizó su mensaje ellos rompieron en fuertes carcajadas y burlas. Enrique, persona introvertida y sencilla, se sintió tan mal que de allí en adelante prefirió olvidarse del tema y no volver a mencionarlo. No quería ser objeto de burla pública. Enrique pensó que para Yuliana y seguramente para quien lo escuchara, se trataría de locuras causadas por la burundanga.

UNA SEMANA DESPUES DE LA AVALANCHA.

Fue una pura casualidad que Yuliana se encontrara con Enrique, solos, en algún lugar cercano al de la tragedia. Le pregunté a Yuliana sobre ese encuentro y me lo resumió en:

-…fue prácticamente un encuentro sin palabras. Lo abracé, me abrazó. Nos despedimos. Cuando se iba alejando, dejó de caminar un momento, giró su cara y me regaló una sonrisa socarrona: se estaba burlando de mí. Así lo entendí.

EPILOGO

En el transcurso de este relato utilicé muy a propósito la palabra “avalancha”, pues una vez sucedida, como era de esperarse, en las redes sociales se formó gran polémica entre usuarios sobre la correcta utilización de la palabra para referirse al episodio. Para los tecnócratas lo ocurrido fue una avenida fluvio torrencial y no una avalancha. Llamé telefónicamente a mi amigo y abusivamente consultor de cabecera en estos temas lingüísticos, el Doctor Juan Manuel Serna, para que conceptuara sobre el asunto. El profesor Serna, paisa desabrochado y pragmático me respondió:

oí vos, los tecnicismos literalmente nos van a matar. Cuantas vidas crees vos que pudo haber salvado la señora aquella, si en vez de ¡avalancha! ¡!avalancha! hubiera gritado la palabreja avenida fluvio torrencial que defienden los tecnócratas?

Guido Revelo Calderón
Mocoa, marzo 31 de 2025