Hundimiento

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Por : Ricardo Silva Romero – Columnista El Tiempo

Qué tal uno hacerse el pendejo a estas alturas de la vida ante las corrupciones rampantes o las decisiones fatales del Gobierno.

Yo no soy, ni me siento ni me creo viejo, pero ya tengo la edad venerable para empezar a buscarme una vejez que no sea una ruina, sino una celebración; que no sea una venganza, sino una generosidad: una venia. Tengo el tema en los pulmones porque en la barajada nocturna de Netflix, cuando no sé qué más películas ver, siempre termino repitiéndome El irlandés: la obra maestra de Scorsese sobre la vejez patética –desdentada e irredenta– de los viles. Pero también he estado pensando en que el propósito tiene que ser un ocaso que no sea una caída porque de noticia en noticia me pregunto qué sentido puede tener la vida de estos líderes de 64, 71, 74, 78 años, que se despiden del mundo arrasándolo. Qué tal uno morir unos años después de llamar “error trágico” al genocidio que ordenó. Qué tal uno llegar a presidente así, abatido, varado en la inteligencia que tuvo, para apostar contra la salud de cuarenta millones de personas.

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No hay una parábola tan lapidaria como la de la vejez de los poderosos que sirvieron a la violencia y malgastaron su poder. No hay una escena tan devastadora como la escena de El irlandés en la que el peor de los mafiosos, consumiéndose día por día en el patio sin ventanas de una cárcel, moja un pedazo de pan para podérselo tragar. No hay una fábula con una moraleja más obvia que la fábula colombiana de ese presidente vehemente, inconmovible, amado por la mayoría más aplastante de nuestra historia, que descuadernó esta democracia cuando se hizo reelegir como cualquier Chávez, pero hoy es este expresidente atrapado en un caso patético de manipulación de testigos: “Gracias, señor imputado”, le contestó la juez en la audiencia en su contra. La vejez reescribe la vida. La vejez es el balance del daño que se hizo en la Tierra.

Es una verdadera tragedia, o sea aquel destino que es dado a los soberbios, sobrevivir al Frente Nacional, al Estatuto de Seguridad, a la Refundación de Colombia y a la Seguridad Democrática para acabar presidiendo un gobierno que parece uno de esos buses oxidados que no solo pueden cerrársele a uno en cualquier momento, sino que tienen el descaro de preguntar “Cómo conduzco: 601 562 9300” como si no saltara a la vista la respuesta. Qué tal uno pasarse la vida defendiendo la justicia social para llegar al poder a venderles a los despojados que el problema no es la voluntad política, ni la incapacidad para reunir al país, sino la Constitución. Qué tal uno sumar años y años y años hasta volverse otro de esos viejos que mandan a sus guerras personales a los jóvenes. Qué tal uno ser el sabio de una tribu que se hace moler por lo que denunciaba: las reformas ciegas, las reelecciones siniestras, las constituyentes inviables e inútiles.

Qué tal uno haber votado contra la derecha desde los 18 hasta los 48 para luego quedarse callado ante los desmanes de los compañeros de causa. Qué tal uno hacerse el pendejo a estas alturas de la vida ante las corrupciones rampantes o las decisiones fatales del Gobierno socialdemócrata que tanto anhelaba. Qué tal uno dejar pasar así como así, por miedo a que ser crítico de la mediocridad sea un golpe bajo a la izquierda, el hecho de que un Gobierno de la vida sea de paso un Gobierno que sacrifica la salud. La vejez es un arte. Puede ser el triunfo de la frustración o el clímax de la compasión. Puede ser la obsesión por prevalecer o el alivio de ir llegando a la otra orilla sin haber hecho males. Yo, de ser político, entendería a tiempo que nada va a librarnos de nuestro propio juicio final.

Sé que no he acabado de hacer méritos para ser viejo, pero tengo ya la edad en la que está bien repetir que –de seguir por el camino de la soberbia– esto que iba a ser tan bueno va a acabar muy mal.


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