Por: Oscar Cabrera G.
El reloj marcaba las nueve y cincuenta en punto. Se encontraba recostado en su cama bajo la penumbra de la noche. A través de una claraboya, una luz tenue alumbraba la habitación, una luciérnaga titilaba, y su débil mirada la seguía. La expresión de su rostro revelaba su fragilidad; su alegría había expirado con el inexorable paso del tiempo, su sonrisa se perdió. Suspiro varias veces, su débil pulso advertía la fatídica decisión que había cometido.
Inmóvil, contemplo tímidamente las clandestinas sombras que se acercaban para arrebatarle su última respiración. Apretó sus tristes ojos y entrelazo sus manos, para que por fin su alma partiera; sin embargo, su alma era más fuerte que él y no quería volar. Un escalofrío recorrió su piel, un melancólico recuerdo lo arropo y una lágrima se deslizó por sus mejillas. No solamente estaba resignado; quería que sus latidos por fin, lo abandonaran para siempre.
La conciencia se desvanecía lentamente; agonizaba y no se negaba a partir. Su debilidad ya no le permitía mover sus párpados; percibía en su olfato un olor a sangre, y sintió un mareo que lo hizo estremecerse. Su mirada revelaba sus tristezas, su agónico fin estaba cerca, faltaban pocos segundos para que terminara su dolor.
Todo comenzó en esa fría mañana. Se levantó tarde, como de costumbre había trasnochado, se sentó a desayunar, extendió su mano y, para su mala fortuna derramó su vaso de jugo, un simple descuido que le pudo ocurrir a cualquiera; pero le paso a él; y con ello desato así la cólera de su padre. Abrió los ojos con una mirada inquisitiva, se quedó mirándolo, y de inmediato grito con vehemencia.
- No sirves para nada, ¡mira el desastre que hiciste!
- Perdón, papá, contesto apenado —. No sé qué me pasó.
- ¡Siempre es lo mismo! ¡A toda hora andas entelerido! ¿Y sigues trasnochando?
- Es que no puedo dormir, — lo intento, pero es muy difícil.
Su padre movió la cabeza, arrugo el ceño, y con una expresión de intolerancia vociferó.
- ¡Ya basta, siempre es lo mismo! Solo es pegar los ojos y dormir. Uno no puede estar en paz en esta casa.
Tenía problemas y día tras día desahogaba su frustración con el menos culpable. Su padre solía ser cariñoso, alegre y amable, pero había experimentado un cambio notable. Quizás el estrés del trabajo, que tampoco le dejaba tiempo para la familia o tal vez la frustración de sus sueños inconclusos; pero lo cierto era que el sol había dejado de brillar y su hijo de soñar. ¿Si tan solo se hubiera tomado un momento para detenerse, reflexionar, y escucharlo? Tal vez lo habría comprendido, que sus palabras herían, que el espíritu de su hijo estaba apagado en un presidio de cuatro paredes con una oscuridad sepulcral. Naturalmente, en sus agites no percibió que lo estaba perdiendo para siempre. Su ceguera no era de su mirada, era de su alma.
Abordó el autobús con el ánimo por los suelos, llegó a la escuela con los hombros caídos y la cabeza gacha. Con la moral hecha trizas, susurró en su mente “no sirvo para nada, no sirvo para nada». La maestra entró al aula, la clase comenzó, pero él ni siquiera lo notó. Ella explicaba sobre adjetivos, adverbios y oraciones, él no entendía ni una palabra; la profesora lo vio en un rincón en la parte de atrás y percibió que estaba distraído. Entonces con autoridad pretendió darle una lesión y no era precisamente de español, si no de buenos modales.
- A ver, jovencito, dígame un pretérito indefinido, — dijo la maestra con una mirada acusadora.
- No lo sé, — contesto. Profe me siento un poco mal.
- Será la pereza, ¡como siempre elevado! — replicó la maestra —. Usted se la pasa en las nubes, no le gusta hacer nada.
Bajó la mirada sin decir una sola palabra mientras sus compañeros murmuraban y reían. Al descanso, las risas burlonas lo seguían en los pasillos, “elevado, como siempre se la pasa en las nubes”, le gritaban. Para ellos era un juego inocente que les causaba gracia, pero para él era morir en vida, sentirse solo, menospreciado y acusado.
Llegó el mediodía y un aire pesado no lo dejaba respirar. Tenía una sensación de fatiga, lo habían lastimado tanto que, sin querer, sus lágrimas se deslizaban por su rostro. Se avergonzó, no quería que nadie lo viera llorar, asi que de inmediato las secó. Caminó ligero hasta llegar a su casa, abrió la puerta y lo primero que escuchó fue la discusión de sus padres.
- Maldita sea la vida que me tocó, — gritaba su padre.
Ella, entre dientes, sirvió la comida y con una mirada soberbia le contestó:
- Maldita la vida mía, es miserable, ¡ya estoy cansada!
Quizás no fueron conscientes de que las palabras tienen poder, ya sea para causar alegría o una tristeza, para dar un buen consejo, o para ocasionar heridas, para unir o para maldecir su hogar. El muchacho se sentó en la mesa como si nada pasara, agachó la cabeza y movió la comida con su cuchara, pero no dio un bocado. Nadie lo noto; estaban ocupados destruyendo su moral, sus egos no daban tregua, la contienda no se podía perder. Un silencio fastidioso se prolongó por unos segundos, su madre los vio descompuesto y su alma se le arrugó.
- ¿Qué te pasa, hijo? Sube esos ánimos.
El padre, interrumpió.
- Valora la comida, muchos no tienen para comer y usted dizque triste, ¡ay estos niños de cristal! En mis tiempos a punta de correazos nos obligaban a comer.
El muchacho Guardó silencio, no contestó. Se levantó y con su caminar pausado entró a su habitación, como de costumbre se encerró.
- Otra de sus pataletas, — dijo el padre — Si supiera lo duro que nos toca, él está en la gloria.
- Principio del formulario
Su soledad se convirtió en su fiel compañera. Sus huesos cada día los sentía más fríos, no sabía lo que le estaba pasando. Se imaginaba dentro de un ataúd, disfrutaba de la oscuridad, y no habla con nadie, se había alejado de todos sus amigos, sumido a un mundo interno desolado, árido, sin esperanza y sin rumbo. Solo recibía quejas, regaños y miradas acusadoras.Principio del formulario
Nadie se tomó el tiempo para escucharlo y comprender lo que le pasaba. Daban por hecho que todo estaba bien, normalizaron su ausencia, su encierro, su silencio. Nadie observo cómo su mirada se apagaba, nadie percibió que moría lentamente, nadie se interesó por su sonrisa extraviada en su rostro descompuesto, nadie percató su dolor, su angustia; para ellos las conversaciones eras regaños y los buenos consejos compararlo con el hijo del algún buen amigo.
Hasta que llegó esa fatídica noche, no dijo una sola palabra, no se despidió, ni mucho menos contestó el último regaño. Solo agachó la cabeza y se encerró. Tenía una navaja que irónicamente fue un regalo de cumpleaños, ya que comenzaba a ser jovencito; apretó sus ojos y la deslizó en sus venas. Nadie se dio cuenta a qué hora murió. Se habían olvidado de darle el beso de buenas noches, de abrigarlo, de contarle un cuento, de consentirlo, de amarlo como antes. En su último suspiro, sonrió recordando a su padre, y a su madre cuando se sentaban en esa misma cama, y con dulces historias cerraba sus ojitos acurrucado en su camita.
Está bien que haya trabajo, deudas por pagar, y heridas por sanar, pero no está bien dejar de sumar:
Más comprensión
Mas comunicación
Más tiempo
Mas empatía
Mas espiritualidad
Mucho más amor.
No permitamos que nuestros hijos se encierren en la oscuridad, que se aíslen y no quieran hablar. Tengamos paciencia y busquemos la manera de sacarles una sonrisa; seguro que poco a poco volverán a creer y confiar. Recordemos que también tuvimos su edad y las hormonas nos jugaron una mala pasada. Dejemos de juzgar y comencemos a regalarles mucho tiempo, a soñar con ellos, a reír con ellos, a volver a jugar, para que se sientan amados, escuchados, valorados; y que de la mano de cada padre conozcan, que la fuerza de Dios lo puede todo.