¡Mamá, no me abortes!

Publimayo

Por : Oscar Cabrera

Una mañana fría y silenciosa, ella caminaba hacia el patio trasero. De repente, sintió un leve mareo. Con su rostro pálido y su respiración agitada, reaccionó para no caer estrepitosamente al suelo. Se sentó como pudo y se recostó en la pared. Pronto, su conciencia se desvaneció, dejándola inmóvil a la deriva de la brisa del amanecer.

Oscar Cabrera

Mi abuela, desprevenida y con un bostezo, se acercó al patio. Sorprendida, se arrojó como pudo, colocó su cabeza en sus piernas y le acarició su bello y pálido rostro. Yo sentía desde el cielo su respiración. Con todas mis fuerzas, agité mis alas y me acerqué para que mi aroma celestial provocara un suspiro en mi madre, y así ella pudiera abrir sus ojitos. Sonreí al ver que movió la cabeza, y entonces susurró unas palabras de aliento a mi abuelita.

  • Ya estoy mejor, mamá. ¿No sé qué me pasó?
  • Tranquila, hijita. ¡Yo te he dicho que no salgas al sereno sin un abrigo!

No era el sereno ni mucho menos el abrigo. ¡Era yo, que estaba creciendo en su vientre! Sonreía, estaba feliz. Pronto cumpliría mi misión divina; ese propósito salvaría muchas vidas, haría feliz a muchas personas. Y ahí, en su vientre, mi madre tenía su semillita. Pero les cuento que aquí en el cielo todo es diferente. Cuando llegamos a la tierra, inmediatamente perdemos la memoria celestial, y nos advierten que la única manera de encontrarla es detenernos en la respiración. No tenía ni idea de qué era eso, pero pronto habló el arcángel mayor y dijo: «Seguro que la encontrarán cuando recuerden lo felices que eran en este lugar».


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Para disipar las dudas y calmar las preguntas, la llevo al médico. Ya estaba repuesta, su rostro seguía igual de hermoso, su mirada brillante iluminaba por donde pasaba, su sonrisa hechizaba, su amabilidad encantaba. Al fin era mi madre, y yo su fan número uno. Es que la miraba tan bella que me sentía orgullosa de estar creciendo en su barriguita.

  • ¡Señora mía!, dijo el médico, han llegado los resultados. Su hija está esperando un hijo.

De inmediato, se descompuso el rostro de mi abuelita, frunció el ceño, y no dudó en maldecir.

  • Maldita sea, otra vez no. ¡Cuánto te lo advertí! — Lamentó con amargura. ¡No quería que te pase lo mismo!

No entendí por qué mi llegada era una maldición. Pensé que era un chiste de mal gusto. Se quedó sin hablarle a mi mamita toda la mañana, renegaba en la cocina, en la sala; protestaba contra el destino, suplicaba con angustia regresar al pasado y cambiarlo todo. Mi mamita no decía nada, permanecía callada, consternada. ¡Seguramente de la felicidad! ¿Qué sé yo? ¿O por el berrinche de mi abuela? Pero yo no entendía la causa. ¿Sería, porque yo iba a llegar?

  • No te preocupes, madre, dijo con voz baja, mañana saldré de este problema. Igual Juan me dejó y no quiere saber nada de mí.
  • ¡Yo te lo advertí! ¿Por qué no me hiciste caso?, replicó mi abuelita con ironía.
  • Lo hecho, hecho está. ¡Mañana sin tardanza, haré lo que tenga que hacer!

¿Mi mamá tenía un problema? Pobrecita, me gustaría estar allí para acompañarla. Como quisiera abrazarla y decirle que la amo. Eso sí, la defendería a capa y espada. No le haría perder la sonrisa, la consentiría tanto que le haría olvidar todas sus tristezas. Jugaríamos, reiríamos, sería el mundo de los dos, y juntas lucharíamos contra lo que sea. Pero siempre juntas, mamita, ya verás, pronto iré por ti.


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Pasó la noche, oscura y tormentosa, nadie decía una sola palabra. Mi mamá sollozaba y no quería comer nada. ¡Nunca la vi tan triste! Esta misión ya me había sido encomendada hace mucho tiempo, incluso vi crecer a mi madre; y si, a si no me lo cran, yo ya era su hija desde la eternidad. Pero esas lágrimas me preocupaban, nunca la vi así. ¿Qué pasaría? Estoy intrigada, pero bueno, mañana será otro día. Espero que ella acaricie la pancita, me consienta; escuche sus canciones preferidas, ¡eso me haría muy feliz. Pero te entiendo, mamita, debe ser el problema que tienes, pobrecita, tranquila, ya encontrarás la solución.

Amaneció y en silencio se vistió. Sus lágrimas deslizaban por sus mejillas, sus ojos estaban pequeñitos, su rostro demasiado triste. ¿Qué pasaría? ¡Ayúdala, Dios mío a mi mamita!

  • ¿Mamá, me voy a hacer lo que acordamos? —   Se despidió con voz entrecortada. También me voy de la casa. ¡Ya te dejaré de fastidiar!
  • ¡Haga lo que quiera, muchachita! Ya me cansé de usted.

Parece que estaban disgustadas; ¿debió ser grande el problema? ¡Ahora entiendo! Bueno, como sea, acompañaré a mi mamita. Cruzó la calle, iba cabizbaja, con su mente distante, se miraba confundida y también distraída. Cogió el colectivo. Su semblante parecía el de una guerrera que había perdido su corazón. Con las manos en su sien, esperó sentada pacientemente, hasta que treinta minutos después, el carro hizo la parada. Se bajó en un sitio desconocido para mí. Subió unas escaleras largas, era un lugar blanco, bonito, iluminado como las estrellas, llegó a un tercer piso y saludó.

  • Mi señora, buenos días. Vengo por la intervención. ¡Tengo tanto dolor, pero es necesario!
  • Señora, tiene que esperar cuarenta y cinco minutos —.  Contesto una señora de blanco. Y luego pasa al consultorio, ahí todo estará preparado.
  • Como usted diga, —  le contestó mi mamita.

¿Qué pasó? ¿Por qué un médico? ¿Acaso mi mamita está enferma? Señor, ayúdanos, no nos dejes solas. ¡Manda a un angelito! Porque yo no puedo hacer nada. Señor, hazlo pronto, no te olvides de nosotras. En ese momento llegó una señora de cabellos rubios, ojos verdes, piel dorada y una sonrisa que parecía la de un arcángel. Cruzó la puerta y, como no vio a nadie en la recepción, se sentó junto a mi madre.

  • Hola, jovencita. Usted tan bonita y ¿qué hace por estos lados? —  Le dijo con tono amable. Vengo a entregar un pedido de torticas. ¡Son tan ricas! Si viera lo duro que me ha tocado. Pero yo no me dejo, Soy tan feliz al lado de mis hijitos. La vida es tan dura……. en fin, asi parloteo un par de minutos.
  • Qué bueno, señora», le respondió mi madre ¡Qué dicha que usted tenga hijos!
  • ¿Y acaso?  —  Guardo silencio por un momento, respiro, —  perdona mi imprudencia, entonces la miró y le preguntó: ¿Y estás aquí para abortar?
  • Sí, en unos minutos paso.

¡Yo era el problema! ¡No lo entendía! Mamita, ¿por qué si yo te amo me quieres lastimar? No quiero irme de tu vientre, tengo miedo. ¿Qué me van a hacer? ¿Me van a lastimar? Porque, mamita, yo me soñaba corriendo contigo, estando cerca de ti. Ahora, tan de repente, me vas a condenar a la muerte. Pero tranquila, mamita, yo cerraré mis ojitos, y, no importa que me duela, que lastimen mi cuerpito, siempre te voy a amar. Perdona que lloré, solo quería estar siempre a tu lado, solo eso mamita; adiós, mamá, no sabes cuánto te voy a extrañar, siempre te amaré. Dios mío, acepto tu voluntad, protege a mi mamita, protégemela mucho.

 Pero en el cielo no hay misterios, solo misericordia; y sus paredes están hechas de amor, de abrigo, de luz; Y esa luz brillante irradió en la sala, y a través de los ojos de esa noble señora se manifestó. Se acercó y le apretó las manos con dulzura, y la miró fijamente.

  • Hijita, ten fe, confía, no lo hagas. ¿Quieres que te dé trabajo? ¿Cómo quieres que te ayude?

Unas lágrimas se deslizaron por las mejillas de la encantadora señora; igual mi madre, no se pudo contener y lloro, y en esas lágrimas, también estaban mis lágrimas. La abrazó y ella sintió una sensación de protección.

  • Es en serio lo que te voy a decir, ― le tocó el vientre y lo acarició―. Ahí, hay un angelito esperando por tus abrazos, no lo hagas, hijita.

Parecía que ella hablaba por mí, ¡Dios me había escuchado!  En ese justo instante, un milagro iluminó la sala. Mi madre solo lloraba, temblaba, no sabía qué hacer. De repente, una voz aterradora hizo un llamado.

  • ¡Señora, su turno! Tranquila, no nos demoramos.

Pensé que era un demonio atacándome, pero no. Era una señora vestida de blanco, se veía hasta cordial. ¿Qué le había hecho yo, para querer lastimarme? ¿Por qué a mí? Mi madre se levantó de la silla y miró hacia atrás. Sus ojos estaban confundidos, su respiración agitada, pero entró al consultorio y cerraron la puerta. La señora quedó cabizbaja, triste, resoplaba y movía la cabeza.

¡Ya me voy, mamá! Tranquila, te deseo toda la felicidad del mundo. Espero que sin mí cumplas todos tus sueños. Porque me imagino que yo era tu obstáculo. Ya lo sé, por mí eran tus lágrimas. Ya entendí que mi abuela no me quería, ya lo sé todo. Pero te juro que siempre te amaré, te juro que te esperaré acá en el cielo y cuando llegue, te abrazaré. Sé que ahora no puedo, pero ya verás, que cuando pueda, nunca te dejaré, mamita.

El tiempo se hizo eterno, no había una sola briza, todo estaba perdido, mi esperanza  había acabado; ¡pero de pronto algo paso!, abrieron la puerta. Mi mamá salió corriendo. Sí, era mi mamá. Se arrojó a los brazos de aquella señora y lloró como nunca. «No lo haré», fueron sus palabras, las palabras más lindas que he escuchado en la vida. «Seguiré adelante con Dios.» Dijo con una sonrisa. Se abrazaron entre lágrimas; nos abrazamos las tres.

 Jamás volvió a ver aquella señora; a aquel ángel que me había salvado. Nunca olvidaré su rostro, su tierna mirada. ¿cómo con una palabra se puede cambiar vidas? ¡O como una mirada comprensiva puede dar esperanza! Nací feliz. Mi madre trabajó duro y me sacó adelante. Se reconcilió con mi abuela y fui su luz. Arrepentida, sollozaba mi abuelita, pero mi mamá la perdonó y juntas lograron que poco a poco recupera mi memoria celestial, ¡de esa, la cual ya les había hablado! Pasaron los días entre sonrisas y alegrías, pasaron los años entre luchas y sueños, y pronto me convertí en una gran cirujana. Eso sí, trabajaba con mucha alegría, con entrega y sonrisas, pero con todo el amor del mundo.

Hasta que un día me sentí cansada, débil por mi trabajo. Planeamos unas vacaciones, bien merecidas. Teníamos que estar puntuales en el aeropuerto, puesto que el viaje nos esperaba. Ya iba a salir del hospital cuando entró una señora malherida, a punto de morir. «¡Doctora, doctora!», gritaron. «Necesitamos un cirujano pronto”. Mi madre me esperaba, pero no dudé en quedarme. Tenía que hacer mi trabajo, ¡pero perdía el viaje! La paciente entró al quirófano, Dios me iluminó y con todo mi amor salvé su vida.

Mi madre se bajó del carro y me espero en la puerta del quirófano, me vio a los ojos, sonrió y me brazo, en ese instante salió mi paciente, mi madre la miro y suspiro, y una lagrima bajo por sus mejillas, no lo podía creer, la camilla paso y mi madre me abrazo.

  • ¿Qué pasa mama? Le pregunte. Por qué esta asi, ¡tranquila, otro día viajamos!
  • No es eso hija mía. Es un milagro, no sé cómo decírtelo; la señora que acaba de pasar, hace algún tiempo, antes que tu nacieras, ¡fue la que te salvo la vida!
  • Mama, respira, respira, siente a Dios que él está aquí con nosotros.

Existe milagros de Dios todos los días, pero nos cuesta tanto aceptarlos como milagros. Solo es regar semillas en el camino, tarde que temprano ese árbol que crezca será tu buena sombra. Recuerda que la memoria celestial solo se la recupera cuando nos detenemos en la respiración.


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