El quinto milagro

Publimayo

Oscar Cabrera

Por: Oscar Cabrera G.

Esta es una historia que estoy seguro les dejará alguna amable enseñanza. Hace ya algún tiempo, en un pueblo rodeado de ríos y cordilleras donde la brisa golpeaba el rostro y sanaba el corazón, había un hombre cabizbajo y abatido. Con la mirada perdida y el corazón hecho añicos, se hallaba sentado al borde de su cama estremeciéndose por su dolor; no era por su débil cuerpo, lo que lo atormentaba, era su afligida alma. Lo acompañaba la penumbra de la siniestra soledad y el desamparo de la soberana esperanza. No dejaba de lamentarse; no había explicación. ¡Había tocado tantas puertas y todas estaban cerradas! Caminaba desesperado sin encontrar una salida, imploraba, suplicaba con voz entrecortada: «¡Por Dios, denme trabajo!, tengo un hijo que alimentar», resoplaba y continuaba, «yo sé hacer lo que sea, denme trabajito; yo pinto, echo pala, ordeño, sé de números y hasta escribo». Pero solo lo envestía la fría crueldad de la indiferencia de quienes lo escuchaban.

Solo y con lágrimas deslizándose por su rostro, murmuró con suma tristeza: «Dios mío, no tengo que darle de comer a mi criatura”. Ya se había dado por vencido, estaba a punto de rendirse; los últimos ahorros se habían acabado; ya no salía a la calle, a duras penas cruzaba la acera acompañando a su tierno hijo para subirlo al transporte escolar.

Pero no crean que la desgracia siempre fue su fiel compañera. ¿Cómo no contar lo que alguna vez fue aquel buen hombre? Era de buenos modales, alegre, risueño, próspero y amable, dedicado a su hogar y entregado a su amado amor. Visitaban las montañas, disfrutaban de los atardeceres de mil colores; con su hijo en sus hombros y de la mano de su esposa, caminaban por senderos ancestrales. Amaban la naturaleza; cada vez que podían, la visitaban, avistaban hermosas aves y se perdían en el canto melancólico del halcón y el suave susurro de las golondrinas. Conocían el cielo, y sabían que estaba en esta tierra.


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 Hasta que un fatídico día, el destino se entrelazó con la muerte de manera inesperada. Vio cómo su hermosa esposa agonizaba entre sus brazos; un carro la atropelló y el pícaro huyó. Nadie supo nada, pero ella falleció. Gritaba desesperadamente: «¡No te mueras, mi amor!», «¡no te vayas, te lo suplico!». La mujer cerró los ojos y partió a los senderos celestiales, dejando con sus ojitos tristes a su amado hijito. Solo quedaron los dos, envueltos en un profundo dolor.

 Entonces, todo fue cuesta abajo. Perdió el trabajo y también a sus amigos. No moría porque tenía por quién vivir, no dejaba de respirar porque tenía por quién suspirar. Pasaba naturalmente noches en vela; sus huesos empezaron a enfriar, su mirada a perder brillo, la soledad lo consumía. Pero nunca dejó que su hijo viera una lágrima en su rostro; pronto se transformaba como un camaleón cuando lo miraba, y le llegaba la sonrisa instantáneamente; jugaba con él, le contaba maravillosas historias y le cantaba su hermosa canción de cuna. Solo salía bajo los rayos del sol para esperar a que su amado hijo llegara de la escuela.; de lo contrario, cuando él no estaba, se consumía en la desventura de su amargura.

Pero ese triste día llegó y todo acabó. La remesa se esfumó y la tristeza continuó. «Señor, señor, ¿qué hago? Ya no tengo nada que darle de comer a mi hijito». Entonces buscó una y otra vez en la alacena, pero no encontró nada, solo bolsas vacías. Miró detenidamente al rincón y no podía creerlo: había una papa, y estaba grande. «Dios mío, esto es un milagro», dijo. «No hay otra explicación, esto es un milagro». Abrió la puerta y saltó justo en el centro de la calle. Hacía rato que no le nacía salir, pero esta vez, su alegría pudo más. Y en ese instante pasó un laborioso lechero.

  • ¡Hola, vecino ¿por qué tan perdido? Pregunto el lechero.
  • Pasó un milagro, pasó un milagro, vecino, repitió eufóricamente.
  • ¿Y cuál fue el milagro? Preguntó inquieto el lechero.
  • No tenía nada que echarle a la olla, y miré usted, ¡que encontré una papa gigante y bonita, tirada en un rincón! Me hare un molo de papa, este será el almuerzo para mi hijito. 
  • Ay, vecino, lo felicito, casualmente me sobraron dos botellas de leche, venga y traiga la tina, que son para usted.

No lo podía creer, otro milagro, corrió rápidamente y entonces la tina quedó llena de leche.


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  • ¡Ay, vecino, usted es un santo! Este es el segundo milagro del día.
  • No se preocupe mi amigo, vaya tranquilo, y guárdesela para su hijito.

El lechero se marchó, aquel hombre estaba feliz, no alcanzó a cerrar la puerta cuando de pronto doña Esther lo llamo, tenía el rostro descompuesto, desesperada le suplicó.

  • Venga, vecino, ¡nadie me quiere ayudar! Se le perdió la vaca a mi marido, y no sé dónde buscar.  
  • Pero, es que yo, —  dijo con un gesto de duda, — ¡ya poco salgo!, replico el hombre.
  • Anímese, vecino, —  dijo doña Esther, ¿que tal y nos vaya bien?
  • Bueno, como usted diga vecina. ¡Vamos, que no me puedo demorar! Cuente conmigo. Espere me pongo las botas y salimos de inmediato.

 Tardaron unas cuantas horas y encontraron la vaca muerta; pero hicieron su deber y sacaron la mejor carne. Asi que exhausto y con la obligación cumplida, alzó el brazo y se despidió.

  • No, mi querido vecino, ¿cómo se le ocurre?, ¿para dónde va usted?, — dijo la vecina, —tenga este balde, que está lleno de carne y es de la buena. A lo fijo, hay como una arroba, este es el pago por su gran amabilidad.
  • Dios mío, gracias vecinita, —  salto, no lo podía creer, —   No sabe cuánto se lo agradezco, ya este es el tercer milagro. 

 Con la sonrisa en su rostro marcho por la calle. No se notaba su cansancio, pero si su alegría, entonces una anciana con su caminar lento se acercó.

  • Joven, no sé cómo decirle, hace días no como un bocado de carne, ¿qué tal si usted me regala, solo un pedacito?
  • ¿Cómo se le ocurre? Lleve la que quiera, que este día está lleno de milagros.
  • Qué corazón tan bonito tiene usted, jovencito. Venga acá a mi tiendita que le tengo un regalito. Lleve esta arroba de arroz —  le dijo, — y también estas papas, no se olvide del panal de huevos, de la cebolla y del tomate.

Miró al cielo, abrió las manos y murmuró con asombro.

  • Señor, otro milagro, ya este es el cuarto, — repitió mirando hacia el cielo.
  • Hasta luego jovencito, ya sabe, que lo que necesite, no dude en venir a la tiendita.

Se fue feliz hablando entre sí,” todo empezó con la papa en un rincón, fue tanta mi emoción de encontrarla que salí a saltar a la calle, y vea, tantos milagros señor; y yo que me la pasaba encerrado, y consumido en la tristeza.

Llego a su casa justo a tiempo; vio la papa, la que encontró con tanto amor, la cogió diciendo: “gracias papita, hare contigo el mejor puré para mi hijo”. Cuando la estaba pelando encontró un gusano, y luego a otro, cada vez más hoyuelos y cada vez más gusanos; la partió en cruz y toda la papa estaba podrida. Sonrió y murmuró entre sí” Dios mío, menos mal no la pele antes, seguro me hubiera encerrado en un mar de desesperación, ay señor, ya entendí, la solución no era la papa, la solución era yo, ¡este es el quinto milagro!” 

A veces atravesamos momentos difíciles, pero encerrarnos en la oscuridad y permitir que nuestros huesos se enfríen no es la solución. Todo está en nuestras manos, en buscar un nuevo comienzo, encontrando una fuerza para persistir, un motivo para vivir, y un suspiro para agradecer. Está en nosotros elegir uno de los dos caminos: seguir adelante y recuperar el brillo de la mirada o simplemente dejarnos morir con el manto de la penumbra, ¿en qué camino esta usted?     

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