ElEspectador – Aunque el paro fue uno solo en todo el país, en cada territorio los reclamos y las protestas fueron distintos. En el suroccidente del país pudimos conocer de primera mano las problemáticas, dificultades y exigencias de comunidades que, pasados seis meses, siguen a la espera de un asomo del Estado.
Por : Javier González Penagos
Una oportunidad. Nada más simple y poderoso que eso: una oportunidad. Eso fue lo que significó para muchas comunidades, azotadas y agobiadas por el olvido estatal, el paro nacional que vivió Colombia desde finales de abril pasado. Lo pude ver de primera mano durante una semana en el suroccidente del país a principios de junio, cuando las protestas ya sumaban más de un mes. Por invitación de la ONG Asociación Minga visité, junto con otros colegas, municipios de Putumayo, Cauca y Nariño.
Si bien cada territorio tiene sus particularidades y sus propias dificultades, era impactante ver cómo en cada zona había un punto en común: sin importar las complicaciones que suponían hechos como los bloqueos de vías, cada comunidad entendía y coincidía en que esas situaciones, que repercutían en todo nivel, eran la única forma de llamar la atención de las autoridades y lograr -al fin- un asomo de ese anhelado y siempre tan etéreo Estado.
Resistencia. Esa era la consigna que una y otra vez escuché al recorrer puntos de bloqueo, como el que campesinos, indígenas, jóvenes y afros montaron en la vereda Brisas de Hong Kong, en el municipio de Puerto Asís (Putumayo). Pese al descontento y rechazo que causaban acciones como estas para el Gobierno y los gremios económicos -que no dejaban de censurar estos actos desde Bogotá-, lo que se vivía allí era un ambiente de lucha y comprensión mutua que llevaba a muchos a solidarizarse y unirse a las protestas.
“A nosotros también nos afecta, cómo no. Pero no hay de otra. Si no es así, desde Bogotá ni nos voltean a mirar. Aquí hay olvido y solo les importamos para sacar el petróleo, pero no para llevar educación o progreso”, me decía con vehemencia una profesora que participaba del bloqueo en ese punto, estratégico para el paso de hidrocarburos, pero en ese entonces paralizado a merced de una comunidad cansada de promesas y explotación.
También en Putumayo conocí de cerca uno de los hechos más dramáticos y condenables que dejó el paro nacional: la seguidilla de casos de violaciones a los derechos humanos. Quizás el hecho que, vergonzosa y lamentablemente, ejemplifica con creces la violencia que se tomó las protestas en esas regiones fue la muerte de Jordany Rosero, un joven universitario que -así como Lucas Villa en Pereira o Dilan Cruz en Bogotá- se volvió símbolo de la resistencia campesina e indígena en Putumayo. Su crimen aún permanece en la impunidad.
Este estudiante de la Universidad del Cauca, de apenas 22 años, fue una de las 63 víctimas mortales que, según la propia ONU, dejó el paro nacional. Su vida fue segada por un impacto de bala en medio de enfrentamientos entre manifestantes y la Policía el pasado 31 de mayo en el municipio Villagarzón. “Reclamamos presencia del Gobierno, atención de nuestras necesidades y garantías para nuestro desarrollo. Pero, ¿sabe cómo nos responden? Con Policía y Ejército que tiran a matar”, reclamaba un líder indígena que vio cómo murió Jordany.
Para retratar ese drama fuimos hasta la casa de Jordany, en la vereda La Castellana, en zona rural de Villagarzón. No habían pasado ocho días de su muerte, pero sus padres -entre el dolor, la rabia y la indignación- decidieron sincerarse con los medios ante el silencio que encontraron de parte del Estado. “Está claro. Son malos procedimientos de la Policía. Eso él lo miraba. Uno también lo mira. Uno ve videos de los atropellos que cometen con la gente. Si la Fuerza Pública mira una manifestación, así no vayan haciendo daños, quieren dispersarlos. Quieren que se vayan. Y no utilizan los métodos adecuados, sino la fuerza desmedida. Utilizan armas letales, como un fusil o una pistola. Eso fue lo que pasó ese día. Mi hijo nunca pensó que le iban a tirar bala”, declaró en su momento Juan Elías Rosero, padre de Jordany.
En Piendamó, en el Cauca, hubo una imagen más alentadora. Allí, en el peaje de Tunía, la comunidad resolvió desmantelar la estructura y montó un punto de bloqueo. Particularmente las comunidades indígenas, que de un momento a otro vieron cercada su tierra por un punto de pago obligado, decidieron asentarse y volver a hacer el lugar suyo. Al lugar lo llamaron la “Nave de la resistencia”. Allí la camaradería y el respaldo mutuo, involucrando a otras poblaciones, fueron esperanzadoras y evidenciaron otra de las secuelas del paro: unió a las gentes y propició lo que muchos llamaron “la gran juntanza”.
Igualmente reconfortante fue ver la fiesta que montaron centenares de jóvenes en San Bernardo, en Nariño, donde resolvieron protestar a punta de baile, plantones, grafitis y conciertos. “No nos callamos. Exigimos del Gobierno educación, educación. Se necesita la Universidad del Nariño. Si queremos estudiar nos toca ir hasta el Cauca. No podemos seguir así”, señaló en su momento uno de los jóvenes. Fue estimulante también encontrarse con personas como Flor de María Finlay Ocaña, que se identificó como una de las mamás de la primera línea, reivindicando su papel “para evitar malos tratos por parte de la Policía. Aquí estamos, no peleamos, no echamos piedra. Solo somos el escudo de los jóvenes”.
El paro nacional concluyó, pero el estallido social persiste, aun sin las numerosas manifestaciones de las que fue testigo el país.. Pasados casi seis meses el desafío para muchos de los que protestaron es seguir haciendo sentir su voz, exigir garantías y evitar el sepulcro que supone el olvido. Los de ellos son reclamos que, a diferencia de lo que se puede pedir desde las grandes ciudades, parece básico: vías en buen estado, acueducto, educación y, especialmente, una oportunidad.