Por: Simón Granja Matias*
No quiero imaginar lo que le ocurrió a la profe Marleny. La veo feliz, sonriente, dictando su clase en una escuela perdida en medio del monte a media hora de La Hormiga, Putumayo.
Hace casi 18 años, el 9 de enero de 1999, su esposo fue asesinado muy cerca del lugar donde hoy les da clases a un grupo de niños.
Él fue una de las víctimas de la masacre de El Tigre, en Valle del Guamuez, Putumayo, cometida por los paramilitares y en la que murieron 28 personas.
La profe Marleny, viuda y llena de un dolor que no tiene nombre, desgarrada, no dejó esas tierras ni su trabajo. Al contrario, se dedicó a fomentar la paz y el perdón a través en sus estudiantes, quienes aún tienen la guerra en sus recuerdos.
Como la profe Marleny y sus estudiantes, muchos en Valle del Guamuez cuentan esta misma historia.
Para llegar a la escuela de la profe Marleny, a media hora del casco urbano de La Hormiga, cerca de la frontera con Ecuador, se pasa por caminos en los que antes, en pleno conflicto armado, dicen, se veían cadáveres en la orilla de la carretera destapada. También, dicen aquí, siguen apareciendo muertos, pero más lejos, porque la guerra no se ha ido del todo.
En la entrada a la escuela hay un arco que no es triunfal. En la pared blanca derruida sobreviven dos grafitis, uno tachando al otro. El primero dice: ‘Viva Alfonso Cano, vivan las Farc-EP’; encima, dice: ‘Vivan las Auc’. Nadie se atreve a borrarlos aún.
–No digas que eres periodista –me advierten.
Guardo mi credencial de prensa y acepto sin resistencia, pero pregunto: ¿por qué?
–Porque alguien puede hablar, y es mejor evitar; debemos ser precavidos. Aún es inseguro.
La guerra no se ha ido del todo.
Una historia en comúnEntramos al salón. Ahí está la profe Marleny. Cuando dicta su clase, que usualmente es en el horario de la tarde, en la actividad conocida como PaZatarde, parece que les estuviera hablando a sus hijos. Y en cierta medida así es. Entre los niños está uno de sus hijos, pero a todos los trata igual: con cariño pero con firmeza, cuando es necesario.
En el salón hay varios grupos. En una esquina están los niños varones pertenecientes a las comunidades indígenas de la zona; sus rasgos los delatan. En otro, un grupo de jóvenes de las comunidades afros. En uno más hay una combinación de todos los anteriores: los ‘populares’, los del chiste, los que más hablan, pero también los más nobles con la profe.
En otro grupo hay niñas que miran a los de ese grupo de reojo y sonríen. Entre ellas hay varias lideresas participativas. Están también los niños más campesinos, aunque todos los que están ahí realmente lo son.
Y todos –todos– tienen una historia en común: de alguna manera han sido víctimas de la guerra.
En el tablero hay una serie de dibujos con rostros que tienen distintas expresiones. Uno sonriente, otro triste, otro enojado.
–¿Quién quiere participar? –pregunta la profesora.
Brandon se levanta.
–¡Muy bien! ¿Cuál es la importancia de aprender a reconocer las emociones del otro, Brandon?
Y lo primero que responde es: “Mamá”. (Sus compañeros se ríen, y él los mira mal). Aunque es una equivocación que les puede ocurrir a los estudiantes, en este caso ella sí es su mamá.
–Perdón, profe, sigue el niño.
Y su respuesta es: “La importancia de reconocer las emociones del otro es que podemos fortalecer las relaciones interpersonales”.
Esa actividad forma parte de ‘Con paz aprendemos más’, programa financiado por el Gobierno de Canadá e implementado por War Child y Mercy Corps y sus socios Corporación Opción Legal y Corporación Infancia y Desarrollo.
La iniciativa busca fortalecer a los niños que han sido víctimas del conflicto armado en bienestar psicosocial y fortalecerlos en su capacidad de resiliencia para afrontar la violencia que han vivido o viven.
La profe Marleny cuenta que, por ejemplo, ella podría limitarse a enseñar que 2 × 2 es igual a 4. Pero no lo hace. Sabe que los niños pasan por situaciones adversas: en su casa no les dieron desayuno porque no tenían con qué o al regresar de la escuela no podrán ver a su mamá porque hace años está desaparecida y no tienen razón de ella.
“Ese es el tipo de situaciones con que tenemos que lidiar nosotros como maestros. Por eso es necesario fortalecerlos emocionalmente”, dice, y pone como ejemplo a su hijo: “Es huérfano de padre, pero yo cada día hago el esfuerzo para demostrarle que se puede salir adelante, y me pongo como ejemplo para él y sus compañeros. Cuando su padre murió, yo tuve que criarlo casi que en una hamaca, eso fue todo lo único que nos quedó. Ahora estamos bien y seguimos adelante”.
De los niños que están en el salón de la profe Marleny, pocos tienen a sus dos padres, por diferentes motivos; incluso, algunos viven con sus abuelos o con un tío. Cuando salen en la madrugada hacia el colegio –ya se ha dicho que muchas veces lo hacen sin probar bocado–, se bañan solos, se visten solos y no tienen de quién despedirse ni quien les dé la bendición. Atraviesan campos que se sabían minados en otras épocas y temen pisar alguna mina que no haya sido descubierta; atraviesan ríos y caminos no aptos para un niño.
Los riesgos para los estudiantes han disminuido desde el fin del conflicto armado con las Farc, sigue la educadora. “Ahora salimos más tranquilos de la escuela”. Pero se muestra preocupada porque han aparecido panfletos de amenazas y de limpieza social.
“Quién sabe qué vaya a pasar”, se cuestiona, y distraída mira a sus estudiantes, entre ellos sus tres hijos.
“¿Cuál será su futuro?”, pregunta en voz alta, y sigue su monólogo: “Ellos, ahora, son como marionetas, pero marionetas con dolor. Les enseño a apagar ese dolor, aunque muchos siguen siendo violentos. Lo importante es que estén rodeados de personas que los quieran; en sus casas a veces no pasa, pero acá sí”.
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El puente para llegar hasta la vereda Jordán Guisía, de San Miguel, a una hora y media de La Hormiga, era colgante y lo habían construido los habitantes de la región con láminas y tablas hace 25 años, tiempo suficiente para que la madera se pudriera y a cada paso se puedan observar las rocas allá abajo, entre los pies.
En octubre de este año empezó la construcción de un puente militar vehicular de fabricación americana, para así poder cruzar el río Guisía y contribuir al progreso y a la cultura de legalidad en esta región olvidada. Sin embargo, a mí me tocó el puente viejo.
En ese momento, cuando lo cruzamos, llegamos a un caserío con una cancha de fútbol rodeada de pasto alto. Parece un lugar abandonado. La guerra ha pasado por aquí, y todavía se ven sus rezagos. Las paredes, con grafitis: ‘Viva Alfonso Cano, vivan las Farc-EP’, tachado por: ‘Vivan las Auc’. Hay otra cosa que sobrevive aquí y gracias a la cual sobrevive mucha gente: los cultivos de coca. Un tema sensible, pero que sigue siendo una realidad.
“Los grupos armados eran un problema, claro, pero seguimos sin tener las condiciones que deberíamos tener”, dice la rectora Aura Inés Burbano. Con gestos firmes narra por lo que ha tenido que pasar. Lleva 37 años trabajando en la región.
La mujer, de tez morena, cuenta que en la época de la guerra los grupos armados se turnaban el paso. Pasaba la guerrilla; luego, los ‘paras’ y después, el Ejército. Algunas veces querían acampar dentro del colegio; sin embargo, ella se paraba en la entrada y les decía: “Acá ustedes no entran. Este es un territorio protegido por el Derecho Internacional Humanitario”. Aun así, muchas veces los veía dentro del terreno educativo y tenía que aguantárselos y hasta limpiarles la basura que dejaban. Cuando había enfrentamientos, profesores y estudiantes se refugiaban en las aulas. Quedaban regados casquillos de balas por todo el lugar.
La escuela quedaba entre la espada y la pared. Todos aprendieron a ser neutrales y a seguir adelante. Cuando reinaba la guerrilla, tocaba hablar con el comandante para que dejara pasar a los maestros nuevos que llegaban, y así con cada ejército que estuviera de turno, dice la rectora.
En los últimos años la situación ha cambiado. La guerra con las Farc se calló, aunque ronden otros grupos armados. Sin embargo, la institución no deja de ser un internado. Los riesgos que llevaron a que así se estableciera siguen existiendo. Los niños que allí se quedan viven muy lejos, tienen que cruzar ríos, puentes, cultivos de coca, campos que estuvieron minados, y no se sabe si pueda haber más minas. La guerra no se ha acabado del todo.
Pero los niños están protegidos no solo físicamente, sino también mentalmente. Por medio del programa ‘Con paz aprendemos más’, ocupan su tiempo con los cinco momentos que tiene esta actividad: saludo y bienvenida, conciencia plena, componente de protección y educación, apoyo en tareas y el cierre.
También tienen el centro de mediación, un espacio para solucionar conflictos. “Les enseñamos a que por medio del diálogo pueden solucionar sus discrepancias. Son los mismos estudiantes los que median cuando hay una pelea. Hemos visto que han disminuido las peleas porque este espacio se usa cada vez menos”, asegura Luis Andrés Mosquera, profesor de ciencias naturales.
El mismo docente aprovecha el diálogo para mostrar todo lo que le falta a la institución. Por ejemplo: “Mire, no tenemos agua. La bomba se dañó, y no tenemos recursos para arreglarla, así que los niños tienen que bañarse en la quebrada”, dice indignado. En la misma quebrada donde campeaba la guerrilla, cerquita del plantel.
Cosecha, cultivo y minasDos de los orgullos de la comunidad educativa de la Institución de Jordán son la huerta y el egresado Iván René. Entre ambos orgullos hay una relación: el segundo fue quien creó lo primero, gracias al apoyo del programa ‘con paz aprendemos más’. Iván estudió en el colegio y vive a pocas casas de él. Es noble, regresó a su tierra después de haber estudiado Ingeniería Agronómica en Utopía, sede de la Universidad de la Salle, en Yopal.
El proyecto productivo para poder graduarse de su carrera es el cultivo de ají. Tiene un pequeño terreno donde lo está implementando. Sin embargo, afirma que es difícil porque todo está cultivado con coca. Esos cultivos siguen existiendo, se ven a la luz de todos no obstante los programas de erradicación del Gobierno.
Además de su trabajo, decidió aportar a su origen creando una huerta y enseñándoles a los niños a cultivar y no a cosechar.
Durante el recorrido me ha acompañado David, un pequeño campesino de tan solo 5 años. Es hora de almorzar. David me acompaña al comedor y se sienta conmigo y dos profesores.
–¿Qué le gusta cultivar, David? –le pregunto al niño, que tiene una pierna de pollo en la mano.
–Me gusta cosechar, responde, y muerde el pollo.
–¿Y qué le gusta cosechar?
–Me encanta cosechar coca, y continúa con su pollo.
Y así, los niños de esta región reciben apoyo para superar el dolor del pasado y poder construir una nueva historia. Aunque, como en el caso de David, cambiar una realidad tan cotidiana sea tan difícil.
La guerra no se ha ido del todo por aquí.
SIMÓN GRANJA MATIAS*
Redactor de EL TIEMPO
* Invitado por War Child
En Twitter: @simongrma
Fuente : ElTiempo