Lás máscaras de la memoria, arte indígena para seguir vivos

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Josencio Tallando. Foto : Paola Silva
José Tallando. Foto : Paola Silva

José Muchavisoy lleva 21 años tallando los colores y rostros que le otorgan las visiones de las toma de yagé. El “yagesito”, como él le llama, es un mágico bejuco de la amazonia, y por generaciones ha sido la fuente para ver el futuro pero también para recordar el pasado.

De este conocimiento y de las enseñanzas de su padre, sus manos labran en el corazón de un sauce llorón los gestos exagerados de sus antepasados indígenas Camëntsá, así como las máscaras chamánicas, producto de sus viajes al subconsciente.

Por: Paola Jinneth Silva Melo

Pasando las majestuosas montañas de la llamada vía del trampolín de la muerte se llega al Valle de los hombres de Aquí. En Sibundoy, Putumayo, sur occidente de Colombia. Muy cerquita a Pasto y por ende, tierra de cuyes, collares, tambores, armónicas y de Jobetsanës o máscaras mágicas.


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Allá en esas tierras Muchavisoy tiene su taller, el que también es su casa. Cuando sus vecinos me lo presentaron pensé que su edad rondaba los 35. No se la pregunté, pero ahora me deja inquieta pues sus ojos de guagua (bebe) me confunde con las facciones de su rostro maduro.

Josencia en su taller. Foto : Paola Silva
José en su taller. Foto : Paola Silva

Me ha invitado a entrar a su taller e ingresar en él ha sido descubrir la intimidad de su hogar. Un espacio pintado por el brillo del humo acumulado en las paredes de tabla, donde también pega frases -me explica- son palabras claves para que sus hijos memoricen el Camsá, su lengua nativa.

Él es de la comunidad Kamentsá  y vive con su mujer y sus hijas, quienes son tímidas a diferencia de doña María Jesús, su madre. Ella tiene cerca de 72 años y proyecta una sonrisa llena de vitalidad y cariño. Alegría que se muestra más poderosa por el brillo que se escapan en sus dientes de plata con cada palabra.

Necesita vender. Las caras nuevas son clientes en estas altas tierras que son lo último de la cordillera colombiana, de dónde, -me comenta mientras abre costales y maletas con su mercancía,- saldrá en pocas horas a la capital colombiana a contar su cultura en sus tejidos, a ganarse la vida para traer el sustento.


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Me cuelo de la tienda y de las palabras de María José, para llegar al fondo de la casa y hablar con Muchavisoy. Él no se alarma de mi presencia, sigue puliendo. Su voz es de tono bajo y cuando presiente que el entusiasmo del sonido de la lima le gana a sus palabras, pausa la mano un poco y deja que predomine su voz, luego continua.

– “Todos los artesanos trabajamos las visiones, estamos hablando de las tomas de yagé, del bejuco. Cuando uno toma un yagesito -Ayahuasca- lo que mira se talla. A esas máscaras las llamamos chamánicas”. Estas se acompañan de la naturaleza, el plumaje de las aves, rostros y taitas.

– También vemos nuestros antepasados indígenas kamsá y plasmamos su nariz, boca, ojos  y gestos exagerados. Como verás, creamos las parejas. La máscara que pareciera tener un capul es el hombre y la que tiene el cabello partido a la mitad es la mujer.

Hacer máscaras para vivir a la vez que se mantiene la tradición, es el proyecto de vida de muchos artesanos pero también está la de descubrir detrás de esas máscaras el sincretismo entre el mundo  KABËG o Kamentsa y el colonialismo religioso. Un conflicto de identidad que pareciera que sólo una planta puede aclarar.

Un artista llamado Yagé

En cada palabra, Muchavisoy deja en claro que tallar, va más allá de tomar herramientas. Implica una relación constante con la naturaleza y la espiritualidad. Sabe que su trabajo no es sólo una artesanía, es el relato histórico que una planta sagrada le dicta para que sus manos la tallen en el corazón de un sauce llorón.

Su proceso empieza en la selva. De allí como de las chagras -huertas- nace el yagé, un bejuco que como cordón umbilical se conecta al vientre de la tierra, se recarga de toda la sabiduría y memoria del mundo para que luego, en una preparación especial, los taitas y chamanes sinteticen los conocimientos de su savia en un líquido rojizo ocre.

Cuando Muchavisoy la toma, la planta que lleva el conocimiento del mundo, se conecta al mundo de Muchavisoy mostrándole un mensaje en imágenes y colores. Él las memoriza.

Días después en su taller, saca cortes de Salix babylonica y traza a lápiz la visión. Sentado en “la silla del pensamiento” con gubias y cuchillos saca bocados de madera, revisa, pule y vuelve a ojear. Si ve una imperfección busca la herramienta indicada, la presiona sobre el trozo,  y entre corte y corte, forma las curvas y relieves que harán tangible su visión.

Dependiendo del tamaño, Muchavisoy puede demorarse entre uno a tres días intercambiando entre pulir y secar la madera de forma tradicional. Así, cuando los cortes están perfectos, su enérgico brazo se pasea con una lima, una y otra vez para suavizarlo. Creando entre nubes de polvo y colchones de viruta una máscara que materializa el mundo de las plantas, en este caso del yagesito.

Todo un ritual donde confluyen los elementos del mundo. Ciclo que es cerrado por los espíritus del fuego. El humo que pinta su casa de color azabache  también permite que no se parte o apolille la madera que ahora es rostro.

Las máscaras que fueron y los rostros que son

Mascara. Foto : Paola Silva
Mascara. Foto : Paola Silva

El humo sigue subiendo al cielo y se pierde entre las nubes que se cuelan en las montañas. Las tulpas (fogones) de Sibundoy, reciben placentas, preparan alimentos y cada mañana dan la energía para que las personas de este Valle rural, tan similar y rico cómo las sábanas de Bogotá, sigan cosiendo los retazos verdes.

Hoy nadie trabajará, y el humo en los cabildos y casas se mantiene, presagia comida. De pronto en la calle una persona con una máscara desproporcional, roja, con gesto de silbido y adornada por plumas se pasea por las calles. Cuando lo ven todos saben que alguien perderá la cabeza. La máscara se le conoce como el matachín, y detrás lo acompaña un tropel de mujeres, niños y hombres que revientan de color y sonidos, los mismos que muy temprano fueron llegando de los campos a Sibundoy, a San Francisco y a Santiago, Municipios del Alto Putumayo.

En San Francisco, la gente viste coronas de mezclas y tejidos alucinantes. De la cabeza de los taitas cuelgan ríos de plumas y semillas. Las ruanas, faldas e instrumentos forman un canto y un ritmo. “Pero no todos los ritmos o pasos son iguales. Hay sintonía, no uniformidad. Ese día hay diversidad pero que en su conjunto hacen una unidad. Es el día que nos reafirmamos que somos KABËN, somos pueblo durante el tiempo” Me cuenta Taita Miguel, pensador de Sibundoy.

“Eso a lo que los colonos (extranjeros o personas ajenas a comunidades indígenas) han llamado el Carnaval del Perdón, es realmente una fiesta. “es mostrarle al mundo lo importante que es reencontrarnos un día con la gente. El día grande representa la armonización con la alegría y la danza. Así como cuando tomas yagé al otro día estas en armonización, eso pasa en el día grande. Es la satisfacción de haber brindado y compartido con los demás. Ese día se llora de alegría, es normal, por el sentimiento que te produce al estar en la multitud con todos. Es la fiesta de la vida.” Cuenta Taita Miguel.

Máscara usada en el Día Grande. Foto : Paola Silva
Máscara usada en el Día Grande. Foto : Paola Silva

El día grande o Bëtscnaté es una gran celebración que se realiza las comunidades indígenas del Alto Putumayo, donde vive Muchavisoy. Ese día hay mucha comida y se bebe la chicha, bebida tradicional de maíz. Un día donde se reencuentra la gente para unir lazos, saludarse y cantarle a la existencia. Una celebración que paradójicamente se realiza el 8 de febrero antes del miércoles de ceniza y que se referencia a la semana santa, pero que como sus máscaras son el resultado de sincretismos entre la religión y la cosmovisión indígena.

Esta famosa celebración es una mezcla de la historia. Cabe recordar que a finales del siglo XIX con la llegada de los misioneros capuchinos, apoyados por la constitución de 1886 con el fin de civilizar. El valle no volvió a ser el mismo. Dominado ahora por un solo dios y obligado a rechazar las propias creencias como paganas, hizo que los indígenas se revelaran, escondieran sus hijos y lucharan por sus tierras. Actitud que fue “castigada” con el flagelo, la posesión de mujeres, la esclavitud, entre otras.

“Cuentan que muchos abuelos antes que perder su relación con la tierra y recibir humillaciones, vejámenes y condenas al infierno tomaron como opción el suicidio, fenómeno que actualmente se da y que es por el método del ahorcamiento” Explica Taita Miguel, por eso él cree que la máscara del San Juan, que es con la del matachín las únicas que se utilizan en la fiesta, representa en su color negro  y su lengua por fuera, esas situaciones.

Muchavisoy conoce la historia, él nunca culparía a la religión sino a los españoles, explica que lo que hoy significa Sibundoy -La tierra de los hombres de aquí- se debe a taitas como Carlos Tamabioy y  Leandro Agreda, quienes lucharon por su memoria y sus tierras y en un segundo plano el nacimiento del arte como resistencia.

Muchavisoy, cuenta que su abuelo fue uno de los primeros que empezó a tallar para contrarrestar la burla española. “Los Capuchinos traían máscaras de porcelana, espejos y otros materiales con los cuales engañaban y ofendían a los indígenas”. Por lo cual su padre, fundó el taller Sibundoy Ancestral  para revelarse y resignificar la lengua de ahorcado a una lengua de burla e indiferencia.

Para él esa es una máscara burlona. La máscara del San Juan es un rostro exagerado en negro que saca su lengua. Pero lo que para unos representa a los indígenas ahorcados durante la llegada de los españoles en el Valle, para otros es el degollamiento de San Juan Bautista. Y sin esclarecer el origen de la máscara, lo único cierto es que en el día grande alguien pierde la cabeza.

Taita Emilio, es una de las personas encargadas de hacer esa labor. Él usa la máscara del San Juan en las fiestas. No las labra, no las sabe hacer. Su labor diaria en el Valle es más espiritual. Hace tomas de yagé sin antes persignarse, saca el mal de espanto, da consejo, y ayuda a su esposa Carmenza en las labores de la tierra. Pero en el día grande tiene la importante labor de hacer la danza, volar por el castillo y finalmente junto con seis compañeros de máscaras femeninas y masculinas del San Juan hacer un degollamiento en público.

Máscaras de los San Juanes en el degollamiento del gallo. Máscaras de los San Juanes en el degollamiento del gallo-
Máscaras de los San Juanes en el degollamiento del gallo. Máscaras de los San Juanes en el degollamiento del gallo-

Luego de salir de misa, se sigue la celebración, y en un gran muro tejido de plantas, al cual llaman castillo, frente a toda la muchedumbre, Taita Miguel y los demás San Juanes danzan frente al cuerpo colgado y después de múltiples jalonasos, el cuello se resiste a dejar la cabeza. Los seis se cuelgan  y el espinazo del animal sede hasta que el maíz, la sangre y las plumas al viento avisa que el degollamiento fue exitoso.

En esta ocasión el premio de cocinar el gallo no lo tubo Emilio, pero no le sobrará comida y chicha en el gran festín que viene luego de este ritual de máscaras.

Muchavisoy no participa en su elaboración porque las que se usan en el día grande no son chamánicas, sino producto de un híbrido cultural entre los conocimientos indígenas y los del viejo mundo.  Pero sabe que es una celebración que atrae turistas y potenciales clientes. La oportunidad para vender en su propia tierra su trabajo.

“La venta es difícil porque no se venden frecuentemente, así que hay que aprovechar estas fechas. Ahora nos preocupa que en lugares como Medellín se están realizando réplicas en maquinaria moderna afectando  nuestro sustento pero también rompiendo el lazo ancestral y espíritual que aquí trabajamos.”Me explica mientras sigue puliendo.

Le doy un último vistazo sin antes observar un jóven que forma en los rostros de madera montañas, soles, pescados y ríos con chaquiras. Imágenes que resignifican entre el comercio el pensamiento Kametsá. Mundos coloridos en las máscaras, chamánicas o no, que luego de más de un siglo sigue cuestionando a sus habitantes en cómo vivir en una tierra de plantas que hablan, de chumbes con mensajes, de semillas con canto, de aves sabias y espíritus naturales con la cultura externa.

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