Gina Coral Palchucán quiere tender un puente entre dos mundos lejanos: la medicina occidental y la medicina tradicional del Putumayo. Se graduó de la Universidad Nacional con una investigación sobre el suicidio entre indígenas.
Sobre las piernas, para protegerse del aire frío que corre en el hospital San Rafael de Pasto, Gina Coral tiende un rebozo tejido por mujeres de su comunidad, el pueblo camëntsá que habita en el valle del Sibundoy, en Putumayo. Sobre la bata blanca que la distingue como médica y psiquiatra resaltan los brillantes colores de un collar que fabricó una de sus tías. Es un amuleto de protección. Una representación del sol.
Tenía 16 años cuando decidió estudiar medicina. Vivía en Orito (Putumayo). Sus padres se habían instalado en este pueblo rodeado de campamentos petroleros para trabajar como maestros de un colegio. A veces, en vacaciones, acompañaba a su abuelo materno y a dos de sus tíos, médicos tradicionales, a recorrer el país de feria en feria vendiendo productos de medicina natural. Aunque los hombres son los que se convierten en chamanes, en tatšëmbuá, las mujeres “son las primeras médicas”, las que primero escuchan las quejas de los niños, las que se hacen cargo de las plantas, de la siembra. “Tienen mucho conocimiento”, dice Gina.
Logró un cupo en la Universidad de Antioquia en 2003. No fue un comienzo fácil. “En esa época no conocía los computadores. Todos mis compañeros ya tenían correos electrónicos. También tenían muchas ventajas por su educación. Ya sabían de medicina, de bioquímica”.
Al terminar la carrera viajó a San Miguel, en el Putumayo, para cumplir con el requisito del año rural. La moneda corriente en este poblado en la frontera con Ecuador era la coca. En las casas se guardaban los cargamentos. Se construían laboratorios. Los pacientes que atendía trabajaban como raspachines, en los cultivos, comercializando la pasta de coca. La violencia y el narcotráfico eran parte de la vida cotidiana.
Gina se conmovió al ver que muy pocas de esas personas tenían acceso a un psiquiatra si lo necesitaban. En todo el departamento del Putumayo sólo trabaja uno. El lugar más cercano para acceder a un tratamiento de salud mental estaba a ocho horas por tierra. Los problemas de alcohol y consumo de sustancias psicoactivas eran muy comunes. Esa precariedad del sistema de salud y la vulnerabilidad de los pacientes la llevaron a pensar en estudiar psiquiatría. “Fue bonito aprender tantas cosas de esa gente que ha vivido la violencia en carne propia”, dice Gina.
El año pasado se graduó como psiquiatra de la Universidad Nacional, con una tesis que exploró la conducta suicida en indígenas a través de los testimonios de 29 estudiantes de su comunidad que viven en Bogotá.
En estudios con indígenas o nativos en Norteamérica, Canadá, Australia, Europa y Latinoamérica, las tasas de suicidio, son superiores en 2 a 500 veces respecto a las presentadas por los no indígenas, y el grupo de mayor riesgo lo conforman las personas adolescentes y adultas jóvenes.
El suicidio en comunidades indígenas es un problema al que Colombia le ha dado la espalda. En el país, la tasa de suicidio entre indígenas para el año 2010 fue de 36 por cada 100.000 habitantes, mientras la tasa general de suicidio es de 4,5 por 100.000 habitantes. En el territorio del pueblo camëntsá la tasa aproximada es de 42 por 100.000 habitantes.
Desde una perspectiva de la medicina convencional, explica Gina, el suicidio es un fenómeno que se origina en alteraciones de la salud mental o física, que se asocia a la aparición de estresores psicosociales, por lo tanto, a los suicidas se los puede medicar o tratarlos con psicoterapias.
Entre los indígenas, las conductas suicidas tienen un significado muy distinto. Se pueden considerar, aunque suene paradójico, una medida de “protección de la vida”. Cuando ha ocurrido un empobrecimiento territorial, económico, de tradiciones y costumbres, en la educación y la salud propias, el suicidio es una solución para lograr armonía.
“Si es necesario, en ausencia de posibilidades de superar la amenaza del buen vivir o la madre tierra, la muerte por propia mano es considerada una acción posible y válida para preservar la dignidad que debe existir en este mundo”, escribió Gina. En la lengua camëntsá no existe un vocablo específico para el suicidio. La expresión que usa la mayoría estojisenobuachjanguá, hacerse mal a sí mismo. A través de las entrevistas con estudiantes indígenas, Gina intentó entender qué pensaban sobre la vida, la muerte y el suicidio.
Entre los camëntsás existe un concepto, el tsabá oná, que describe lo que está bien, en equilibrio. Y existe otro, contrario, bacá oná, que se refiere a lo que está mal, en desequilibrio. “El compromiso de protección con la vida”, explica Gina, “continúa con el caminar de la vida misma, procurando siempre mantener una relación armónica con el territorio; lo que implica escuchar, conocer, aprender y compartir con la naturaleza, poniendo en práctica el respeto por toda forma de vida y buscando garantizar el equilibrio y una vida bonita”.
Una estudiante camëntsá de la licenciatura de química resumió en una frase la visión que tienen de la vida: “Lo que a uno lo fortalece son el pensamiento que han dejado los mayores, que es continuar y aprender en base al pensamiento del territorio, de la cultura, de la planta medicinal”. La muerte, en cambio, para otro joven indígena estudiante de filología, es “como ser una semilla nueva, una semilla con la que se llega al mundo espiritual”.
Luego de hablar con los 29 jóvenes de su comunidad, de explorar a fondo su pensamiento, Gina concluyó en la tesis que “la construcción colectiva del valor de la vida y las prácticas alrededor de su cuidado, constituyen para el pueblo camëntsá un proceso de prevención”. La búsqueda de la armonía, el trabajo colectivo, el apoyo mutuo, una conciencia cimentada en la sabiduría de los abuelos, así como elementos de la medicina tradicional como la toma de yagé, una planta sagrada, son elementos que deben estar presentes en la búsqueda de una respuesta al problema del suicidio.
“El papel del médico debe ser diferente”, piensa Gina, “no se trata de atender pacientes sino problemas”. Ese fuerte sentido de comunidad y la importancia que tienen la naturaleza y el entorno en las personas han hecho que entienda muchos problemas de la psiquiatría moderna más allá de los pacientes que se sientan frente a ella todos los días en el hospital San Rafael. Más allá de la medicación y los fármacos, sin desconocer que son útiles bajo ciertas circunstancias. La combinación de las dos medicinas, la que aprendió en los salones de la Universidad de Antioquia y la Nacional, junto a la que aprendió al lado de sus abuelos y sus tíos, hace que tenga “un pensamiento más abierto”.