La heráldica folclórica y los himnos provinciales

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Por: Ignacio Zuleta

Puede afirmarse cuando menos que este país es un sabroso sancocho de naciones; todo un paseo de olla. El ejercicio me ha permitido tomarle el pulso a los gustos locales, al grado de alfabetización de sus poetas, al arribismo chapetón (tantas formas de decir gringo) y zalamero de sus clases dirigentes, a la autenticidad de sus líderes locales. Y me ha permitido asomarme al lenguaje agonizante de la heráldica y a la vexilología que indaga las banderas.

No se ofendan los ánimos si a veces los ejemplos nos enrostran un defecto local o nacional. Me limito a mostrarlo; no me lo inventé. Y alégrense las almas con aciertos como el himno del Meta, ¡Ay, mi llanura!, o el escudo del Putumayo o del Vaupés, coherentes, autóctonos y sin las pretensiones de clásico europeo con que se emperifolla la abyecta mayoría. Las banderas son neutras, dicen, pero la explicación de sus franjas y colores resulta rebuscada, hilada generalmente por alguno de los tantos profesores Don P. Dante que abundan en este sacro suelo y para quienes el azur, los gules, el sinople y el sable son la versión ilustre del azul, el rojo, el verde y el negro…

Me impactó principalmente que en este siglo del cambio climático haya todavía en los escudos esa abundancia de lo que denominan «una testa de toro, de sable», léase una desprestigiada vaca negra, como en el de Arauca, Meta y Casanare —porque la de Sucre es blanca y es cebú—. Sorprende también que sobrevivan un hacha y sus alabanzas en el escudo del Quindío y en los himnos de la región: las cuencas de sus ríos principales fueron deforestadas en un 70% por el colono que blandía esa herramienta, un hacha tan sedienta que ha terminado por secar muchos ríos del país. No es buen ejemplo. Un hacha en un escudo actual se ve tan triste como el istmo de Panamá y el gorro frigio (mi sobrina cree que es el gorro de caperucita) en nuestro escudo nacional. Hay también cuatro castillos encantados: el del escudo del Atlántico, en donde no hubo fortalezas; en el de Bolívar, que se entiende, pues Cartagena es un castillo; en el de Chocó, tan distinto de los palenques en donde se forjaron las culturas que hoy lo habitan, y en el de La Guajira que, dice el Profesor, no es wayúu: «Un castillo en oro, con puertas y ventanas abiertas, significa la fraternidad de nuestra gente a foráneos». Y no deja de ser un mal indicio que en la bandera del Amazonas un indígena sobre fondo verde esté matando un jaguar con arco y flecha. Mientras, el lema reza «entre todos podemos» (¿extinguir a los felinos?).


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Muchos de los himnos son de métrica coja y rima sorda: «De tu suelo extenso y fecundo / surgen frutos de mágicos sabores / y jardines de sin igual belleza. / Como en Babilonia, la victoria floreció. / Valerosos colonos y nativos / defendieron con valentía su patria».

Otros son mancos de concepto, como el del Guanía: «son tus selvas emporios muy gigantes de madera de riqueza sin fin». ¡Cómo no! Algunos, como el de San Andrés, compuesto por Eduardo Carranza, son buena poesía, no exenta de una cierto aire vetusto como su capa hidalga: «Cuando el viento pasa cantando / con él se ponen a cantar. / Tiembla la luna que parece / un dátil más en el palmar». (Confieso que me pregunto: ¿Y por qué un dátil si en la isla no hay palmas datileras sino cocos?) Otros son bellos sin remilgos, con significado, como el creado por Gustavo Wilches para el Cauca, que nos representa y estimula a todos: « […] Nos une un pasado / un propósito y una intención / Voluntad de encontrar un camino / compartido hacia un mundo mejor. / Blancos, indios y negros / una sola ilusión / Hijos de la misma tierra / Frutos de la misma flor». Este podría cantarse en la cercana firma de la paz parcial.

http://www.elespectador.com/opinion/heraldica-folclorica-y-los-himnos-provinciales


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