En 1909 el nombre del Putumayo apareció en el periódico Trust de Londres. La región, sistemáticamente olvidada en Colombia, fue noticia al otro lado del Atlántico por cuenta de las atrocidades que padecían los indígenas. Todo debido al caucho. Trabajo forzado es apenas un eufemismo para referirse a los latigazos, azotes, encadenamientos, violaciones, mutilaciones, asesinatos, desapariciones, fusilamientos y quemas que sufrían los indígenas huitoto, andoque, ocaina y bora. Horror, muerte y dolor fueron los sinónimos de la bonanza cauchera.
No en vano ese primer reportaje que estremeció a los londinenses se tituló ‘El paraíso del diablo’. Un edén arrasado por la fiebre del caucho. A principios del siglo XX comerciantes y empresarios llegaron al Putumayo y al Amazonas para explotar este producto. Su mano de obra fueron los indígenas de la zona, a quienes se les impuso un régimen del terror con condiciones muy similares a las de la esclavitud. Debían cumplir unas metas de recolección y si no las alcanzaban el castigo era el pan de cada día. Casi 30.000 indígenas perecieron en una carrera azuzada por la ambición.
En el corregimiento de La Chorrera, Putumayo, se erigió la compañía cauchera Casa Arana. Ese sería el nombre de uno de los más aberrantes verdugos. Fue fundada por el empresario Julio César Arana en 1881 y en 1899 llegó a Colombia. Según relata el profesor Augusto Javier Gómez, en el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) sobre el Putumayo, “a punta de hambre, golpizas y cansancio, la compañía esclavizó y asesinó a miles de indígenas mientras sacaba caucho para suplir la gigantesca demanda mundial”.
De acuerdo con el testimonio de un indígena huitoto, recopilado por el CNMH a partir del Archivo General de la Nación, las agresiones eran frecuentes en la Casa Arana. “Nos azotaban con un látigo grueso, hecho de cuero de danta, a unos, extendiéndolos en el suelo y boca abajo, sujetos a cuatro estacas y, a otros, amarrándolos de las manos a la espalda y colgándolos después de un árbol o de una viga de la casa. Cuando dejaban de azotarnos nos echaban en las heridas agua sal caliente. A mí me castigaron en esa forma muchas veces”, se lee en el documento.
El edificio donde residían y trabajaban los empleados de Arana fue por excelencia el escenario de torturas. La construcción levantada en el corazón de la selva se consagró, durante más de un siglo, como el símbolo del etnocidio indígena. El silencio reinó durante todo ese tiempo. Hasta que esa misma Casa Arana se convirtió en un centro cultural por decisión misma de las víctimas, de las 22 comunidades indígenas que conforman La Chorrera. Y es que la violencia para estos pueblos no empezó hace 60 años. Lleva siglos. La diferencia es que poco se ha hablado de ese conflicto.
En 2008 el Ministerio de Cultura declaró la Casa Arana como bien de interés cultural. Un proceso que fue iniciativa de la Asociación Zonal de Cabildos y Autoridades Tradicionales de La Chorrera (Azicatch). Ahí empezó la resignificación del edificio. Con el objetivo de “facilitar un diálogo cultural acerca del reconocimiento de la memoria sobre la época de explotación del caucho”, explicó Moisés Medrano, director de Poblaciones del Ministerio de Cultura. La Casa Arana debe entonces reconocerse como parte de la violencia en el país.
“La resignificación de este espacio es un proceso propio de los pueblos de la Amazonia, que está tejiendo puentes con la historia de Colombia”, añadió Medrano. Lo que inevitablemente constituye un esfuerzo de reconciliación porque “también es una oportunidad para el reconocimiento histórico de la victimización que sufrieron los pueblos indígenas desde la colonización y que afectó significativamente su cultura y su desarrollo propio”. Por eso, ahora ese espacio se llama Casa del Conocimiento.
Un monumento a la vida que busca proteger y potenciar las tradiciones propias de los pueblos amazónicos. Es su escenario para perpetuar los saberes que estuvieron en riesgo con el etnocidio. “Esta resignificación del nombre hace parte del uso renovado del espacio, el cual ha sido liderado por las autoridades tradicionales y facilitado por el Ministerio de Cultura”, aclaró Medrano. La reconstrucción de este edificio partió de un diálogo en el que se reconocieron las autoridades tradicionales y las formas en que el conocimiento circula dentro de las comunidades.
Eso sí: no ha sido sencillo. Entre las diferentes comunidades indígenas se ha dado un debate sobre si se debe seguir recordando la historia de crueldad o es mejor “cerrar el canasto”, como dicen ellos. Lo cierto es que dentro de la Casa del Conocimiento se han dado esas discusiones. Es un centro comunitario para el diálogo cultural y el reconocimiento de las tradiciones propias. “El impacto de las caucherías no solo fue económico, también fue cultural y espiritual. En nuestras comunidades llevamos construyendo memoria de forma positiva, sin ánimos de venganza”, le explicó Gil Ferecade, autoridad de los huitoto, a Reconciliación Colombia.
El etnocidio en el Putumayo fue tapizado por el silencio durante más de un siglo. En un país que se la juega por la paz, debe quitársele el velo de olvido e indiferencia al horror que vivieron los indígenas. La Casa del Conocimiento es una oportunidad para conocer su historia. Pero se necesita más. “Colombia había dejado esta tierra en el olvido y el olvido también mata”, sostuvo Raúl Teteye, miembro de los huitotos, hace casi un año cuando se lanzó el informe del CNMH. Aquí hay un saldo en rojo que no puede seguir postergándose.
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Tomado de Semana.com
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