“Me agarré a pagar en el mercado lo fiado”, me dijo con la voz quebrada cuando le pregunté qué hizo con su primer sueldo como cocinera del centro de desarrollo infantil de El Tigre.
Me acuerdo de su forma de reírse, de sus ojos y cómo se le hinchó el corazón cuando dijo que haría todo para que sus cinco hijos fueran “alguien”. O de su sabiduría nacida de la dureza con que la ha tratado la vida. Y del afecto con que también ha contado.
Ana Sánchez, esa negra bonita y grandota que vive en el Putumayo, con la sazón mitad costeña mitad chocoana, es pura melodía y tiene frases inolvidables. “Uno desde que nació ya es alguien, pero uno quiere que ellos se superen, lo que uno no fue”; “Yo así sean tres tablas, pero que sean mías”; “Yanis, la de ocho, quiere ser modelo o doctora. Yo le digo que ser doctora es muy costoso, y ella se me queda mirando y me dice, ‘mientras tanto mami, vaya ahorrando’, y yo le digo que sí”.
Estamos sentadas en la casa que sueña con comprar. Algo que nunca se hubiera imaginado, al recordar que hasta hace poco vivía casi de la caridad. Además me cuenta que es desplazada de Chigorodó y Mutatá, que le mataron a un hermano y que, paradójicamente, terminó en Putumayo. Estamos una frente a la otra. Entre la cocina, los dos cuartos y el patio que se llena a cada rato con el canto del gallo. Iván Quiñones –el arquitecto que me trajo a conocer este imponente CDI y quien trabaja en la Consejería para la Primera Infancia– se tuvo que llevar a los niños a jugar para que pudiéramos hablar, pues Farid y Emanuel revoloteaban felices por ahí, mirándonos con detenimiento, queriendo jugar con la cámara. Me sorprendió que Emanuel me dijo con toda la tranquilidad del caso: “Déjeme ver su grabadora”; son pura viveza esos niñitos. Y adoran a Iván, quien ha venido a visitarlos muchas veces desde que se inició el proyecto arquitectónico con la participación de la comunidad y que sigue viniendo después de inaugurado, a ver qué tal están todos y todo.
Detrás de Ana, cuya piel contrasta con el verde de las tablas que son los muros de su casa, unas letras infantiles en tiza blanca, justo debajo del Sagrado Corazón, protector de ese hogar, dicen: “Yo soy una afortunada por tener una mamá, un papá y unos hermanitos”. Son palabras que la modelo-doctora, la linda Yanis Juliana, escribió una noche llorando después de ver la novela Lady. Para ella, esa realidad en la pantalla era más dolorosa que la propia. “Mis hijos por lo menos sueñan. Ellos tienen muchos sueños, y yo se los alimento”, cuenta Ana antes de ensombrecer la mirada al pensar en los tantos otros niños que no tienen esa fortuna.
Tristes tigres
Este lugar, El Tigre, carga mucha violencia encima y tiene el infortunio de ser título de un informe del Centro de Memoria Histórica por la masacre ocurrida en esta inspección de policía el 9 de enero de 1999. De hecho, estoy aquí para conocer este espacio para los niños, un centro de desarrollo infantil (CDI) que responde a una medida de reparación a sus víctimas.
“Cuando estaba en embarazo de Farid –cuenta Ana–, aquí en una esquina una mujer quedó con cinco hijos porque le quitaron la vida al marido en la presencia de ella y de los niños. Fue horrible. Son cosas que lo van afectando a uno. Son vecinos, sí. No fue en la casa de uno, pero es en la casa de al lado”.
Oyendo a Ana me resulta aún más importante este edificio, esta guardería generosa justo en frente de su casa. Y en la cual niños y mamás se sienten protegidos. Porque el temor sigue. No ya la zozobra del llamado a lista por los paramilitares que acabaron hace 16 años con la vida de 29 personas, a las que se tragaría el río Guamúez, pero sí la amenaza latente de la guerrilla, que como hace varias semanas –antes de declarar el alto el fuego unilateral que hoy todos celebran– atacó el pueblo una madrugada lanzando unos cilindros que mataron a un soldado y afectaron viviendas vecinas de la estación de Policía.
Frente al golpe de realidad que impone nuestro país, el reto es volver a cultivar la ingenuidad de la infancia. Por eso, el CDI se convirtió también en refugio, un espacio de resistencia contra el resentimiento, clave para pensar en un futuro distinto para estos pequeños. “En los niños van creciendo unas cosas horribles”, confiesa Myriam Cuasialpud, maestra de 4 a 5 años del CDI y quien a diario, junto con el equipo psicosocial, debe encontrar la manera de explicar la crueldad de la guerra y descubrir el maltrato, pero también hacerles sentir que hay permiso para la risa y la bondad. Para ella, el indicador es claro: “Al comienzo todo lo que querían dañar, ya no”.
Los nuevos niños
Justamente para tener otra opción, otro camino, fue creado este espacio de ensueño, donde la belleza y la libertad son las que proponen la medida de las cosas. Este edificio fresco gracias al concreto y la celosía metálica que actúa como estructura es como una caja de sorpresas en la cual se puede mirar todo lo que ocurre dentro. Y oír. Oír las carcajadas de los 57 chiquitines que a diario van a jugar, a pintar, a bailar, a cuidar la huerta, a tomar jugo por montones y a comer las deliciosas arepas con bienestarina o el sancocho que les prepara Ana para luego hacer la siesta. “No se cobra un peso y les dan de todo. Imagínese, ¿adónde va a encontrar uno esa dicha?”, dice ella.
¿Qué más se le puede pedir a un niño de esa edad si no ser feliz? Y allá sí que lo son. Un mundo raro, como diría Chavela, que confronta el miedo que a veces les toca soportar, y abriga las lágrimas con las que a veces llegan. Quizá por eso, junto a la cancha de fútbol, el monumento con 14 tótems que dan la bienvenida al CDI, para que los niños sepan que allí murieron unas personas mucho antes de que ellos nacieran.
“Esto del CDI ha sido para nosotros un regalo. Y lo mereció El Tigre. Ha sido una recuperación muy de madres, muy de la comunidad. Como medida de reparación de las víctimas, llegó con esa grandeza. El futuro de esos niños no será lleno de lágrimas ni de tristeza, para ellos va a ser muy diferente a como crecieron los demás niños”, asegura María Ruby Tejada, líder de la Asociación de Víctimas de El Tigre y, muy seguramente, una de las responsables de que este edificio se haya erguido en este lugar. “Acá no podía venir una institución porque nadie hablaba, todo el mundo lloraba. Entonces nos dijimos, ‘tenemos que salir de la tristeza, se enferman nuestros hijos, nos enfermamos nosotros y nosotras’, y nos organizamos. Empezamos 19 personas con miedo, para visibilizar qué sucedió en esta comunidad. Y hoy somos 68 personas y un delegado por cada una de las 12 veredas”.
Salir de la burbuja
Esta es la Colombia que normalmente no conocemos los que vivimos en las ciudades. Menos aún en la capital. Esa en donde ese lugar del que hablamos es apenas un punto en el mapa que no sabíamos que existía. Esa donde a los niños hay que enseñarles que no todos los uniformes hacen daño y hay que advertirles que no recojan nada en el piso porque puede ser un explosivo. O que tras un ruido miedoso la orden de los papás es meterse debajo de la cama.
Y al mismo tiempo, como lo cuenta Iván, seguido de Farid y Emanuel, recorriendo los salones, la salacuna, la cocina enorme, el pozo de agua y los baños tamaño mini que muestra orgulloso, estos CDI están dotados de los mismos juguetes que muchos hemos usado en nuestra infancia. Bonitos, sólidos y coloridos. Al fin y al cabo, ser niño es ser niño. Y de eso es justamente de lo que se trata.
DOMINIQUE RODRÍGUEZ DALVARD*
El Tigre (Putumayo).
* Periodista de Narrativas del Ministerio Consejero para las Comunicaciones, Presidencia de la República.
http://www.eltiempo.com/colombia/otras-ciudades/balance-gobierno-santos-ninos-del-putumayo-tremendos-tigres/16208181