Hay aproximadamente 400.000 colombianos exiliados y solicitantes de asilo en el exterior.
ElTiempo
Colombia tiene 4,7 millones de habitantes en el exterior, según cifras del Ministerio de Relaciones Exteriores. Unos son migrantes; otros, refugiados y muchos, víctimas de la violencia. Una diáspora que en número supera por poco a la población del Valle del Cauca.
Del total de colombianos que se fueron, 396.633 tienen el estatus de refugiados o son solicitantes de asilo. Viven en 45 países, según la Agencia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). (Vea el especial: Colombianos refugiados, entre el miedo y la soledad)
“Hoy, la preocupación es por que se reconozcan y se reparen”, dice Paula Gaviria, directora de la Unidad de Víctimas, y el Centro Nacional de Memoria Histórica, entidades que comenzaron un trabajo ambicioso por recuperar los pedazos de una Colombia fugada y sobreviviente.
La migración se ha hecho en mayor medida a Estados Unidos, Venezuela y Ecuador. Los cinco departamentos colombianos de donde más se van nacionales al exterior son Valle, Antioquia, Bogotá, Risaralda y Atlántico, a juzgar por los datos de remesas que llegan a esas zonas, según el Banco de la República.
“Sin embargo, esta población refugiada ha estado ausente del discurso político, el cual se ocupa de la realidad interna del país”, dice Juan Carlos Villamizar, líder y activista de los derechos de los refugiados, quien se tuvo que ir de Colombia hace 12 años, amenazado de muerte.
Villamizar estuvo en La Habana recordándoles a los negociadores del proceso de paz que debe haber un compromiso real con los exiliados.
La realidad de los refugiados comenzó a ser visible en 1998, cuando las cifras de exiliados se dispararon y la Acnur se vio precisada a abrir oficina en Colombia; y se hizo aún más clara a partir del 2012, cuando entró en vigencia la Ley de Víctimas, que contempla la reparación y el retorno de los nacionales. La Unidad de Víctimas solo ha podido reparar a 257.
La Colombia refugiada, puesta toda en un mismo sitio, ocuparía 100 cuadras de un barrio en Bogotá. No es una realidad menor, y mucho menos cuando algunos países han endurecido sus normas para otorgar el estatus de asilo.
Martin Gottwald, representante adjunto de Acnur en Colombia, dijo que “la mitad de los refugiados son por culpa de la guerrilla. Pero ahora, entre el 30 o 40 por ciento lo hacen a causa de grupos de posdesmovilización (bandas criminales). Actualmente hay refugiados en América Latina y mucho más allá por causa de los grupos armados tradicionales, pero también por los nuevas grupos. El problema es que la mayoría de países de asilo, tomando el proceso de paz como argumento, han cerrado las puertas al refugiado”.
EL TIEMPO estuvo en San Miguel de Ibarra y Quito (Ecuador), México D. F. y Roma, para conocer de primera mano cuál es la realidad de los colombianos refugiados, y también recogió historias de nacionales en Vancouver, Washington y Bruselas.
Todas están atravesadas por la queja ante la desprotección del Estado colombiano. “Regresar es un imposible”, dice Carlos Pulgarín, periodista que terminó asilado en Vancouver, Canadá, y hoy es pastor en la iglesia Zona Cero.
La ruta a Ecuador
Los 586 kilómetros que unen a Colombia con Ecuador no son una simple línea fronteriza. Son el camino que conduce a la supervivencia. Cuatro nacionales que decidieron irse y que viven en Ibarra son ejemplo de este drama.
Hacen parte del grupo de 122.276 colombianos que migraron huyéndole al conflicto armado. De ellos, 53.767 consiguieron el asilo, según Acnur; el resto sigue a la espera del estatus de refugiado.
Ecuador es el segundo país con mayor número de refugiados colombianos, después de Venezuela.
Santo Domingo de los Colorados, en el noroeste, es conocida como ‘Santo Domingo de los colombianos’. Hoy hace honor a su nombre más que nunca.
Y aunque se han fortalecido las colonias colombianas, la decisión de irse no es fácil. Los que se van huyen de la muerte, pero la tienen cerca. Atravesar la frontera entre Ipiales (Colombia) e Ibarra (Ecuador) toma dos horas y media y cuesta 15.000 pesos, luego de una fila rápida en migración.
En Ecuador, ganarse un espacio cuesta más. El primer portazo, cambiar los devaluados pesos por dólares. Entonces toca ganarse la vida como sea. A Donalfer, un caleño, lo dejan subirse al transporte público de Tulcán a Ibarra para interpretar un rap y ofrecer mentas por un dólar. “Yo te traigo su mensaje, él es el único que te puede salvar”, canta.
Se baja 10 minutos después. Entonces se sube una mujer ofreciendo arepas y un hombre vendiendo ginseng, “la medicina que lo cura todo”, promete.
El trayecto a Ibarra, de dos horas y media, es un desfile de vendedores de toda clase de mercancías.
A pesar de ser la capital de la provincia de Imbabura, es un lugar pequeño, limpio y muy tranquilo. Según el Ministerio de Relaciones Exteriores y Movilidad Humana de Ecuador, hay 4.175 refugiados viviendo en los barrios periféricos, aferrados a los cerros, y 14.402 solicitando el asilo. Las cifras son de junio del 2013. Jorge Acero, coordinador regional de servicios legales y enlace comunitario de Assylumaccess, una ONG que trabaja con refugiados en el país, precisa que “extrañamente dejaron de actualizar la estadística, por esto tenemos que conformarnos con lo que nos dicen”.
Lucy, una chocoana, vive en un buen sector de Ibarra. “Por pertenecer a un grupo de oración un policía y su esposa se condolieron, y me arrendaron un apartamento, sino estuviera viviendo en los barrios marginales. Aquí estoy con mi hijo menor. De las otras dos, ya mayores de edad y casadas, me despedí en Colombia”, cuenta.
Hace cuatro años, Lucy vive en Ibarra y todavía no ha logrado el estatus oficial de refugiada. Foto: Rafael Quintero/El Tiempo. |
Sonríe, pero sufre porque no tiene el refugio oficial, cuatro años después. “Sufro por no poder conseguir un trabajo fijo ya que no tengo documentos”.
Es cautelosa, solo cuenta lo que podría. Trabajaba en Bogotá como auxiliar en una oficina pública. En noviembre del 2011, su madre murió en la selva. Ella fue al sepelio y, de regreso, en un retén de las Farc en el Putumayo, los retuvieron. Les pidieron los documentos, los indagaron y, como Lucy tenía un hermano en la Policía, fue señalada de ser ‘informante’. Le dieron 24 horas para irse de la zona y una semana para salir de Colombia. “Nosotros podemos saber dónde está, me dijeron ellos. Agarré las pocas cosas que podía, a mi hijo menor, y emprendí la huida abandonando mi trabajo”, dice ella.
Su vida en Ecuador es una permanente montaña rusa. “Me dedico a oficios varios, porque nadie contrata a un colombiano sin papeles”. Cada 90 días se le vencen los documentos y tiene que ir a Tulcán, provincia del Carchi, para sacar el papel que le permite estar otros tres meses. “En Colombia no tengo opción, y no voy a correr el riesgo”, dice.
Ella se ha hecho muy popular entre los migrantes. Se abre paso entre los puestos de comida colombiana del mercado.
La saludan con confianza. Hace parte de una asociación de mujeres refugiadas y, por ello, conoce muchas historias de quienes llegan a Ibarra en busca de techo y comida.
Una mujer de 42 años saluda a Lucy. Se vino de Buenaventura porque las bandas criminales la iban a matar a ella, a sus dos hijas y a una niña afro que adoptó. No quiere contar los detalles. “He hecho todos mis papeles, y a mí me los avalan, pero yo necesito que a mis tres hijas les concedan el refugio para mudarnos después a Europa. Y no se ha podido”.
Una chica agarra la mano de su mamá, la interrumpe y dice que no han podido irse porque tienen una marca. “Lo que pasa es que a mi otra hermana, que no está aquí, y a mí nos engañaron y nos trajeron a prostituirnos. Con el paso del tiempo, nos liberamos de eso. Pero cuando vamos a la Dirección Nacional de Refugio nos dicen que somos ‘no aptas’”.
La chica protesta con las manos. Su madre llora. La hija adoptiva que fríe empanadas les regala una mirada triste.
Un hombre negro, robusto, con una cadena brillante en el cuello, les dice “tranquilas”, que él también tiene su historia. “Vengo del Cauca, tenía unas minas de oro, pero me las quitaron. Fui a la Unidad de Víctimas, expuse mi caso, regresé, pero otra vez me sacaron de allá las ‘bacrim’ ”. Su voz es angustiante. Su desespero lo lleva a señalar a muchos como culpables, a hablar pestes de los gobiernos de Colombia y Ecuador. No cree en los organismos humanitarios. “Estoy abandonado a mi suerte y hasta aquí pueden llegar a matarme si se lo proponen”.
Una mujer adulta que frita pescado, también colombiana, lo mira con desconsuelo. Su realidad es parecida, pero calla. “Hable con otros, yo estoy sirviéndole a la gente”, dice. Los ecuatorianos que comen a esa hora de la tarde del martes 3 marzo del 2015, en el puesto de mercado de Ibarra, se solidarizan con una realidad que entienden perfectamente, gracias a la analogía Colombia = conflicto.
Esta colombiana trabaja en el mercado de San Miguel de Ibarra (Ecuador) vendiendo comidas. Foto: Rafael Quintero/El Tiempo. |
Lucy retoma los diálogos desordenados de los refugiados y dice que en Quito y en otras provincias se viven cosas similares. Lo confirmamos. Los numerosos compatriotas asilados en ese país comparten dos cosas: el miedo y la soledad.
GINNA MORELO Y RAFAEL QUINTERO
Unidad de datos EL TIEMPO
http://www.eltiempo.com/politica/justicia/refugiados-migracian-y-desplazamiento-de-colombianos/15533635