Testimonio de una familia en Cali
Esta cultura de origen indígena se ha vuelto una práctica común que se incrementa en Colombia para renovar energías de un año para otro.
Por: El Espectador
Le digo una cosa: la persona que afirme que conoce todo sobre el consumo del yagé, es una mentirosa. Uno, o una, si usted quiere, no termina nunca de aprender, y esto porque el yagé es individual, la reacción no es colectiva, cada quien tiene la suya; vea, ni siquiera mis dos hijos, que también consumen, reaccionan igual, ni igual a mí, ni igual entre ellos. ¿Y sabe por qué? Porque cada quien tiene su característica corporal y mental, o su grado de toxicidad en el cuerpo, o su grado de fe o de desconfianza. Y el yagé lo sabe. Y actúa en las personas con su propio conocimiento o su propio ritmo, dice Fernando, un abogado especialista en asuntos tributarios, con porte de basquetbolista, de tez blanca, pelo algo ensortijado y ojos grandes y fijos. Es un sábado de noviembre y en Cali cae pleno el sol de las tres de la tarde.
La primera vez que yo lo consumí fue hace cuatro años, continúa Fernando. Después de la muerte de mi padre. Claro que yo había oído hablar de él hacía mucho tiempo, pero nunca le había puesto la atención como para hacer el experimento. Sabía que lo sindicaban de ser un alucinógeno, que no lo es, pues usted durante la toma no pierde el razonamiento, usted no está borracho, no está trabado. Usted es consciente de lo que está pasando.
Bien, usted quiere que narre con método y me sugiere que hable de mi yagé inicial, de mi primera toma. De acuerdo. Fue en noviembre de 2010. El asunto comenzó en una charla en la casa de un amigo en el barrio Ciudad Jardín, de Cali. A esa charla alguien trajo al taita Sebastián, del Putumayo. Sebastián es un curaca de la tribu Kofán, fornido, de uno setenta de estatura, de hablar pausado, risueño, de unos sesenta años pero aparenta no pasar de los cincuenta, y que tiene los ojos amarillos, como de gato. Debe señalarse que los kofanes son indígenas peruanos, ecuatorianos y colombianos, todos distribuidos en torno al río Amazonas. La charla tocó varios temas, y en un momento dado Sebastián me pregunta si yo había tenido experiencias con el yagé. Le contesté que no, que lo máximo que yo había hecho era fumarme unos cachos de marihuana de vez en cuando.
Después de otras conversaciones en las cuales hubo preguntas y se plantearon diversas inquietudes, la cosa fue adquiriendo cuerpo y en un palique en casa del amigo Juan Manuel yo dije que estaba dispuesto a asistir y a participar en una toma de yagé. Antes busqué información y me enteré que yagé, que hay de varias clases, en lengua natal significa “semen del pene del sol”, y que es un bejuco parásito que se adhiere a los grandes troncos, y que su poder fue descubierto cuando los indígenas ancestrales observaron durante muchos años que el jaguar, animal sagrado, al masticarlo y comerlo adquiría mayor audacia y mayor velocidad en sus movimientos, y entonces ellos lo probaron, con los resultados ya conocidos.
Para concretar esa experiencia inicial tuve que ir en ropa deportiva e inclusive llevar una hamaca (algunos llevan un colchón), en donde uno se acuesta después de haber ingerido su dosis. Lo primero que hay que decir es que las tomas de yagé deben ser guiadas por una persona de conocimiento; eso no es a la loca ni con cualquiera. Para empezar la ceremonia el taita se pone su indumentaria: collares de colmillos de saíno, su corona de vistosas plumas y saca un tabaco. Ya revestido con ese atuendo, lo que hace de entrada es tabaquear la vasija de colores donde está depositado el yagé, que esa noche se hallaba puesta en el centro de una mesa. El curaca hace un recorrido circular por donde estamos todos, echa un sahumerio y regresa. Les dice a los primíparos que no se asusten, que la primera es una toma de limpieza, y que puede producir vómito o mal de estómago; y que lo que vean no les cause miedo, pues ese es el encuentro de los yoes: del yo de afuera con el yo de adentro, o yo interior, ese que muy poca gente logra manejar, y que en ese yo interior es donde están los miedos, el estrés, las angustias, y que como consecuencia de todo este desajuste mental es que se producen las enfermedades, las cuales puede uno curar si, por intermediación del yagé, logra la tranquilidad que le permita dominar o controlar todos estos padecimientos. Todo esto, lógico, como producto de un proceso, pues esos resultados no se obtienen, ni más faltaba, en una primera toma, pues el yagé inicial, así sea el más suave, que es el yagé-cielo, produce reacciones fuertes por estar limpiando el cuerpo de tóxicos, traumas y venenos.
Luego, el taita entona un canto en el idioma kofán, que es una lengua totalmente oral, nada escrita. El yagé que tomé la primera vez era cocido y debe consumirse en pequeñas cantidades, porque al cocinarse le sale toda la potencia. El yagé crudo, el que es solo macerado, puede consumirse en mayor cantidad, digamos una taza o una totuma. El yagé cocido posee un sabor parecido a la panela y le sale una especie de nata. Para la toma hay que hacer una fila. Primero toman los hombres y más tarde las mujeres, y este orden no es por machismo. Según la filosofía kofán, esto se hace porque las mujeres tienen mucho poder y ellas van detrás para encargarse de cuidar las espaldas del hombre. Ese orden brota de una cosmovisión del mundo kofán. Hay que entenderlo así para evitar confusiones.
Después de la toma suceden la chuma y la pinta, que es donde usted ve la película de su vida. Para explicar mejor, la chuma es la borrachera que le da al tomar el yagé, y la pinta es lo que le muestra los episodios vividos o por vivir. Sin chuma no hay pinta. Si no hay esa borrachera no puede ver nada. Ya que hay gente a la que no le hace efecto el yagé. ¿Por qué? Pues algunas veces porque hay personas que van muy prevenidas, y no se sueltan, y el yagé lo sabe y no opera.
En el caso mío la primera toma me la dio el chamán Esteban a las nueve de la noche. Como dije, llevé todo lo necesario. Ya en el amplio patio o solar se había prendido el fuego, pues siempre que hay toma se enciende una gran hoguera para que haya la presencia de los cuatro poderes: tierra, aire, agua y fuego. Si usted está acostado, digamos sobre un colchón o una hamaca, le aparece una pinta específica; pero si usted se dedica a mirar la hoguera que está en el patio, ve otra pinta, digamos, ve otra película. Las luces eléctricas deben apagarse para empezar todo el ritual, que demora, para ponerle tiempo, desde las diez de la noche hasta las cinco de la mañana.
Como se dijo, las reacciones a la toma del yagé son individuales. En el caso mío, dice Fernando mirándose desde los pies hasta la cabeza, que mido un metro con noventa y peso más de noventa kilos, el efecto debe ser más lento. Es más, la primera dosis no me hizo nada, no sentí ninguna reacción y dije para mis adentros que esa vaina no servía para nada. El taita me observaba y me tiró una mirandiña como diciéndome: me doy cuenta de lo que estás pensando. Se acercó y me preguntó de qué sufría yo. Le respondí que del colon. Entonces él me dio la segunda toma y empezó a cantar en su lengua cerca de mí, me echó tabaco y se puso a tocar la dulzaina, y ese toque, después lo supe, no solo era música, era también una oración.
Apenas bebí la segunda dosis, el efecto fue inmediato. Póngale diez segundos. Miré hacia el patio del club donde estábamos y vi el árbol frondoso que allí se halla, pero lo vi vestido de amarillo. Entonces me levanto y me encamino hacia ese árbol de luz, y cuando estoy cerca de él me veo en un hermoso jardín, en un mundo lleno de colores, y esos colores son vivos y se mueven y se notan profundos. Mientras, a lo lejos, oigo al chamán cantando, y el resto es silencio, pues cada quien está en lo suyo, en su chuma, enchumao, viendo sus pintas. En el ambiente se capta solo la voz del chamán, que canta, luego hace silencio, fuma tabaco y reanuda su canto. Y siempre canta encima de la olla del yagé, que tiene muy cerca un cirio encendido; y con una mata que llaman guaira sopla el recipiente donde está el líquido. De pronto, frente a mis ojos, se aparece mi colon, y veo que se mueve, y se abre, y yo empiezo a hacer del cuerpo, allí donde estaba. Al rato observo momentos de mi niñez, cosas que me asustaban tremendamente. Yo, por ejemplo, le tenía mucho pavor a los roedores, y veía a mi hermana tirándome ratones, y yo, asustado, montado en una silla para librarme de ellos. En ese instante, lo aseguro, me curé de ese miedo.
Cuando voy saliendo de la chuma ya finalizaba la madrugada, y yo entro en un estado de absoluta lucidez. Y veo mis comportamientos pasados, todas las embarradas que he cometido en la vida. Y algo, el yagé, me obliga a reflexionar, pues a decir verdad yo ofendí e hice sufrir a mucha gente con mis cosas. Me vi entregado al alcohol, como en verdad yo era, y sentí mucha vergüenza de mí mismo. De ese fenómeno demoré asustado como tres meses. No concebía que me hubiera aparecido ante mis ojos toda mi vida disipada.
Al terminar la sesión, nos mandaron a hacer dos filas: en una los hombres y al frente, en otra, las mujeres. Los hombres, sin camisa; las mujeres, sin blusa.Entonces el curaca empieza a echarnos unos fluidos de hierbas, algo aceitoso, que nos frotaba detrás de las orejas, en la frente, en la mollera, debajo del ombligo, en la espalda y en las piernas. Después nos echa tabaco, es decir, nos tabaquea y nos limpia con la guaira, la planta que agita en torno a nosotros. El tabaco, hasta donde sé, es un tabaco curado, pues con una aguja le hacen un hueco en la mitad y todo ese orificio lo llenan de miel de abeja y lo ponen a secar. El taita fuma el tabaco con la candela para dentro y el humo que le sale lo esparce en torno nuestro, mientras, el hombre prosigue cantando.
El chamán, como también está chumao, se aleja un poco y empieza a vomitar. Se toma un aguardiente como para equilibrar y de inmediato bebe otra dosis. Retorna a donde están las filas y continúa limpiando a los asistentes. Es de señalar que después de echar el fluido en los cuerpos, el chamán nos azota con ortiga, que es un vegetal que causa inflamación y rasquiña, incomodidad que neutraliza con otra sesión del fluido, que está hecho con alcohol de noventa grados, pasiflora, glicerina, quereme, valeriana, ruda y otros vegetales secretos; todo esto se macera y se deja que suelte las sustancias durante un mes.
Entonces me dije que no iba a volver a tomar yagé, por miedo a volver a ver cómo era yo. Sentía una especie de castigo sicológico. “Conciencia atormentada”, dijo el dostoiewskiano Majín Rodríguez, quien nos había acompañado en completo silencio. La situación, continúa Fernando, está en aceptar que uno era un monstruo y que desde ese instante se va a corregir en la práctica diaria, no en la palabrería. Después de pensarlo, decidí que si esa experiencia había cambiado mi vida, no tenía por qué abandonarla. Y retorné a la segunda sesión de yagé. Bueno, pero ya eso es otra historia. Ahora bien, si Colombia no fuera un país tan hipócrita y conservador, los recursos terapéuticos del yagé los estuvieran utilizando en salud pública para curar intoxicaciones y adicciones con sicotrópicos, como lo han comprobado investigadores médicos de las universidades Nacional, del Rosario y Javeriana, entre otras.
Tengo cuatro años de estar consumiendo yagé y poseo buena salud; mis hijos beben conmigo, y a uno de ellos, que es deportista, el yagé le ayudó a superar un dolor persistente de rodilla, que nadie había podido curar. Ellos van libremente; nada es obligatorio. Creo en el conocimiento del curaca Sebastián y en las propiedades de esa planta de la madre naturaleza que mis amigos y la Providencia pusieron, para mi salvación, en mi camino de hombre disoluto. El Fernando desenfrenado quedó refundido en otros tiempos.
Por: José Luis Garcés González */Especial para El Espectador
* Escritor y coordinador del grupo cultural El Túnel. Catedrático de la Universidad de Córdoba. Este texto es la versión de una conversación realizada en Cali los días 21 y 22 de noviembre de 2014.
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