Por : Germán Arenas
“no se trata de elegir la guerra representada por Zuluaga y la paz encarnada por Santos: es claro que cualquiera de los dos significará la guerra”
Esto piensa las Farc de las elecciones presidenciales del próximo domingo 15 de junio a 11 días de las mismas.
El domingo 15 de junio tendrá lugar la segunda vuelta de las elecciones a la Presidencia de la República, la cual se definirá entre el candidato del Centro Democrático, Oscar Iván Zuluaga y el candidato de la Unidad Nacional, el actual Presidente Juan Manuel Santos. Diversos medios y analistas coinciden en que ese día los colombianos se encargarán de elegir entre la guerra y la paz.
Tal aseveración tiene origen en gran medida en las palabras pronunciadas por el Presidente Santos ante sus seguidores, una vez tuvo conocimiento de los resultados desfavorables para él en la primera ronda. Con tono enérgico, anunció que la campaña que se iniciaba a partir de ese momento tendría lugar entre quienes se empeñaban en continuar la guerra y los que le apostaban a la paz. Comentaristas y medios de prensa han comenzado desde entonces la difusión de la matriz mediática según la cual lo que se habrá de definir en las urnas es ni más ni menos que la continuidad del proceso de diálogos que se cumple actualmente en La Habana.
De allí se derivaría que la justa electoral a celebrarse el 15 de junio ha adquirido el carácter de un plebiscito que habrá de definir si la mayoría de los colombianos se inclina por la continuación del conflicto armado, en este caso representado por el candidato Zuluaga, o por su finalización próxima, por cuenta de la reelección de Santos. Creemos conveniente advertir que tal disyuntiva no se corresponde con la verdad. El mentado plebiscito no es más que una farsa, un escenario mediático que pretende trasladar a la inmensa mayoría de colombianos, la responsabilidad por una guerra de la que los únicos responsables son las dos facciones políticas oligárquicas y violentas que se disputan hoy el control del Estado en Colombia.
Basta con recordar que el Presidente Santos fungió como ministro estrella del segundo gobierno de Álvaro Uribe Vélez, que fue él quien anunció con júbilo al país el ataque del 8 de marzo de 2008 en Sucumbíos, que no puede evadir su responsabilidad en las repudiables crímenes denominados falsos positivos, que fue él quien al tiempo de comunicar la muerte del Comandante Jorge Briceño, conminó furioso a la rendición y entrega de las FARC, so pena de ir a por ellas, que fue él quien ordenó el asesinato del Comandante Alfonso Cano mientras intercambiaban mensajes en torno a un posible proceso de conversaciones, y quien incluso reconoció haber llorado de felicidad al conocer la noticia. Mal puede presentarse como el hombre de la paz.
Incluso podríamos ir más lejos. Su actual jefe de campaña, César Gaviria Trujillo, el Presidente que rindió el país a las políticas neoliberales impuestas por las entidades multilaterales de crédito, el mismo que puso fin al proceso de Casa Verde con su aleve ataque, el mismo personaje que echó a pique las conversaciones de paz de Tlaxcala con el conjunto de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar, el mandatario que decretó la guerra integral con la que en año y medio pensaba poner fin a la existencia de las guerrillas en Colombia, tuvo a bien designar a Juan Manuel Santos como su ministro de comercio exterior, para que fuera él quien comenzara a concretar e implementar la llamada apertura económica que entregó al capital foráneo gran parte del patrimonio nacional y arrebató a los trabajadores sus conquistas de casi un siglo de luchas.
Recordamos también a Juan Manuel Santos como ministro de hacienda del gobierno de Andrés Pastrana, anunciando al pueblo colombiano un largo período de sudor y lágrimas, al tiempo que destinaba miles de millones de pesos del erario público para la salvación del sector financiero sumido en la crisis por su propia corrupción. No es de ahora que el país conoce a Juan Manuel Santos como agente del capital trasnacional e importante funcionario de gobiernos guerreristas. Ha jugado destacado papel en todas las últimas administraciones públicas de carácter nacional, y bien sea con los conservadores, los liberales o los uribistas, siempre ha disfrutado de las mieles del poder, servido a los intereses de las clases más pudientes, y despreciado y reprimido a los sectores populares afectados por esas políticas.
Las contradicciones de Juan Manuel Santos y el ex Presidente Uribe no son de la hondura que se muestran. Los dos guardan identidad y fidelidad absoluta con el neoliberalismo económico y la doctrina de guerra dominante, inclinan la cerviz y sirven con igual devoción a los intereses económicos y políticos de Norteamérica, experimentan igual repugnancia hacia los procesos democratizadores y renovadores que se cumplen en varios países suramericanos, y sobre todo confieren el mismo tratamiento violento a las aspiraciones de las grandes mayorías marginadas del país. Los dos representan poderosos sectores del capital y la tierra.
Los diferencia el enfoque con el que asumen la realidad del conflicto interno colombiano, pues mientras el primero de ellos, magistralmente interpretado hoy por su candidato Oscar Iván Zuluaga, se inclina decididamente por la intolerancia absoluta y la solución exclusiva por la fuerza, el segundo apuesta en primer término a conseguir la rendición de la insurgencia en la Mesa de La Habana, reservándose paralelamente el derecho a aplastarla por la fuerza. Las posiciones del uribismo, radicalmente sectarias en la defensa de los sectores económicos y políticos relacionados con el paramilitarismo, así como en la intangibilidad de los sectores militaristas más crudamente comprometidos con la violación de los derechos humanos, lo han conducido a enfrascarse en una aguda riña con el gobierno de Juan Manuel Santos, el que por lo mismo ha debido enfrentar las presiones del gremio ganadero y los empresarios agroindustriales beneficiarios de la violencia.
Que a Oscar Iván Zuluaga le importe un pito aparecer como el abanderado de la guerra, no hace de Juan Manuel Santos un hombre de paz. Al igual que su rival en la contienda electoral, Santos menosprecia cualquier reforma de amplio contenido democrático, o que implique el menor cambio en la inequitativa distribución de la tierra y la riqueza en el país. En su reciente campaña se preocupó por tranquilizar a los sectores pudientes, aclarándoles que ninguno de sus privilegios o intereses estaba en riesgo en la Mesa de La Habana, con el mismo énfasis con el que procuró convencer a las fuerzas armadas y sectores militaristas de que ni un solo peso del presupuesto militar, del gasto de guerra, de las adquisiciones planeadas o compromisos adquiridos, ni siquiera el pie de fuerza o los planes por incrementarlo sufrirían la menor alteración en la firma final de un acuerdo con las FARC en La Habana. Es claro que la paz, para los sectores que representa, implica necesariamente que todo siga igual. Que no se toquen para nada las causas que han originado la confrontación del último medio siglo en Colombia.
Mientras que el Presidente Santos recorría el país tranquilizando a los dueños de la fortuna y a las castas beneficiarias de la guerra, no escuchamos una sola palabra de sus labios que significara algún estímulo esperanzador o que tuviera la aptitud de inspirar confianza en los sectores populares afectados por las políticas de su gobierno. Si estuvo en Buenaventura fue para dar paso a sus consabidos anuncios de más pie de fuerza que garantice de modo absoluto las operaciones del lucrativo sector portuario ligado al gran comercio exterior. Nada para las negritudes miserables o los pescadores asediados por la violencia atroz que los desplaza de las áreas de la ciudad en donde se proyecta la ampliación de las actividades exportadoras. Con idéntica posición en el resto del país, resultaba lógico que la votación a su favor resultara seriamente lesionada.
No se puede decir que ganó Oscar Iván Zuluaga. Simplemente, como beneficiario de la máquina de terror de uribismo, de la descomposición moral de sus huestes políticas y de toda la podredumbre alimentada por los ocho años continuos de gobierno de su mentor, ocupó el primer lugar en las votaciones, como consecuencia del extraordinario desprestigio del gobierno de Juan Manuel Santos, a quien poco le abonaron el clientelismo, la mermelada y la corruptela propia del régimen político colombiano. El elevado índice de la abstención, al que cuando menos cabe sumar también el voto en blanco, pone de presente la ilegitimidad, el descreimiento y la falta de apoyo real por parte del pueblo colombiano a todos los candidatos del oficialismo.
En esas condiciones, hay que decirlo, cabe destacar y valorar la votación obtenida por la izquierda representada en la alianza entre el Polo Democrático y la Unión Patriótica. No cabe duda que las dos mujeres que postularon su nombre a la Presidencia y la Vicepresidencia arrastraron tras de sí, en medio de la putrefacción del régimen electoral y del debate político, una poderosa corriente de opinión independiente, consciente, limpia y libre. Nadie que haya elegido votar por esa opción lo hizo movido por la ambición personal o la esperanza de prebendas. En un país insuflado todos los días por el odio y la polarización promovidos por la ultraderecha, adquiere un enorme valor el posicionamiento de esa reserva moral y política de corte auténticamente popular. Pueda ser que su pulcritud moral se mantenga indemne ante los cantos de sirena de César Gaviria.
Marta Lucía Ramírez, candidata oficial del partido conservador, pone abiertamente en evidencia el carácter oportunista y negociante de su color político. Su apoyo puede irse hacia cualquiera de los dos candidatos finalistas, lo cual dependerá tan solo de las garantías y prebendas económicas y políticas que pueda ofrecerle cada uno. Es la vieja táctica de su partido, corrupto y ajeno a cualquier principio, gracias a la cual ha pelechado en todos los últimos gobiernos. Su virtud se halla en venta al mejor postor, y eso basta para hacerla aún peor que cualquiera de ellos. De Peñalosa ni siquiera vale la pena hablar, el archipiélago que lo rodeó ya comenzó su desbandada.
Así que los colombianos, sí, nos hallamos ante un verdadero dilema. Pero no el de elegir entre la guerra representada por Oscar Iván Zuluaga y la paz encarnada por Juan Manuel Santos. Es claro que cualquiera de ellos dos significará la guerra. Con Zuluaga es evidente el asunto. Para juzgar a Santos basta con observar su insistencia en que no pactará ningún cese el fuego pese a la existencia de los diálogos en La Habana y a sus avances, su orden permanente de arreciar la confrontación y los ataques hasta conseguir la firma de la paz en la Mesa, se repetida negación a pactar cualquier reforma económica, política, militar o social de consideración, su cantinela incesante de que nada está acordado hasta que todo esté acordado, sus mensajes tranquilizadores a los poderes establecidos. La verdadera encrucijada tiene una naturaleza distinta. Se trata de elegir entre la continuidad inamovible de las políticas de despojo y violencia que representan los dos candidatos, y la posibilidad de imprimir cambios urgentes y profundos en la institucionalidad y la sociedad colombianas. Para lo primero basta con votar por cualquiera de las candidaturas en consideración, mientras que para lo segundo la gama de opciones es más amplia.
La primera de ellas sería la espontánea y masiva votación en blanco, capaz de deslegitimar, incluso jurídicamente, las dos opciones militaristas y neoliberales. No hay duda de que una sorprendente votación que superara los sufragios de ambas candidaturas sería capaz de generar un terremoto político en el país. En contra de ella jugarían el corto plazo para promoverla, al igual que el carácter amorfo, desorganizado, espontáneo y difuso de su promoción, que tendría la dificultad de expresarse, conseguida la victoria, en una opción política mediamente definida y unitaria. Aunque precisamente la tarea en ese caso consistiría en trabajarla.
En segundo lugar podría considerarse una urgente reagrupación de todos los sectores inconformes y de oposición, a la que se uniera de manera decidida el conjunto de los movimientos sociales enfrentado al gobierno de Santos, en una poderosa coalición con la izquierda política tan bien posicionada en la reciente primera vuelta, con el apoyo político de la insurgencia en su conjunto, alrededor de consignas sencillas como la solución política al conflicto interno, el cese el fuego, la asamblea nacional constituyente, el contundente rechazo a todas las formas de politiquería tradicional y reformas urgentes de carácter social, con el propósito de enfrentar, de manera decidida, una fuerza sólida de masas al nuevo gobierno que se posesione el 7 de agosto.
No cabe duda de que ese gobierno, cualquiera que sea, por encima de su cobertura institucional o legal, asumirá el poder en condiciones de debilidad política, con serias contradicciones con el grupo del candidato perdedor. Una fuerte agitación social y política podría producir consecuencias inesperadas, que si no fueran suficientes para derrocarlo, sí podrían contar con condiciones favorables para el crecimiento de un verdadero movimiento alternativo capaz, en corto o mediano plazo de precipitar, de un modo u otro, cambios fundamentales en la vida nacional, incluida la paz.
Una fórmula a considerar sería, conformada esa coalición, pactar con uno de los candidatos, de manera seria, un programa progresista de cambios. Si bien la idea podría sonar atractiva, parece nacer más del deseo que de posibilidades reales. Por los plazos, el carácter precipitado de la coalición y del pacto mismo que diera lugar a la alianza, además de la fiabilidad y credibilidad que pudiera entrañar aliarse con enemigos declarados del pueblo colombiano.
¿Y de la Mesa qué? En lo fundamental habría que considerar que ella tiene toda su importancia en la medida en que posibilite, viabilice o catalice un gran movimiento nacional por los cambios fundamentales. El único Acuerdo que como revolucionarios podemos aspirar a firmar en ella, es aquel que cuente con el respaldo de ese gran movimiento popular que a su vez impida desmontarla. En los demás casos podríamos estar lindando con realidades insoportables. Un asunto para sopesar seriamente.