Por: GUILLERMO RIVERA
La paz debe ser de los colombianos y no solo de Santos, pero al menos sus aliados políticos deberíamos acompañarlo en ese esfuerzo con decisión.
La corte uribista y Uribe mismo se quedaron con los crespos hechos cuando advirtieron que el acuerdo alcanzado no fue para regalarles curules a las Farc sino para fortalecer la democracia.
Garantías para el ejercicio de la oposición política y reglas electorales para ampliar la representación de las regiones más apartadas, golpeadas por el conflicto y con baja densidad demográfica, no pueden ser objeto de una crítica sensata, a menos que se trate de las furiosas y viscerales arremetidas de quienes solo tienen como argumento político la lucha contra el terrorismo.
El propio gobierno ha dicho reiteradamente que la paz no solo se construye en La Habana y que en Colombia hay que desarrollar acciones estatales de inclusión social y de apertura política para alcanzarla de manera estable y perdurable.
En ese orden de ideas, si bien en Cuba las conversaciones toman forma, aunque no a la velocidad que deseamos, en nuestro país hay asuntos que ajustar.
Para empezar, hay que decir que el Presidente de la República entendió un poco tarde que su mensaje tiene que ser el de la paz, sin ambigüedades y con decisión, pero sobre todo tiene que ser un relato esperanzador que les dibuje a los colombianos la ilusión de una sociedad próspera a partir de la solución del conflicto armado y no aquel en que un día se duda sobre la continuación de los diálogos y al otro se trata de buitres a quienes critican el proceso.
Y la mayor parte de la burocracia nacional, rica en tecnócratas pero pobre en conexión con el país real, debería sintonizarse con el objetivo de alcanzar la paz y dejar de actuar de manera dispersa. Hay tantas agendas como tantos ministros.
Si por el lado de la burocracia llueve, por el de algunos de los partidos políticos de la coalición de gobierno no escampa, porque la mayoría de sus integrantes son temerosos y dubitativos a la hora de defender el propósito de alcanzar un acuerdo que le ponga fin a la guerra.
El asunto llega al incomprensible extremo de que un jefe natural de uno de esos partidos que se autoproclaman leales a Santos no solo guarda silencio frente al esfuerzo que su gobierno adelanta en La Habana sino que, ademas, se da por descontado que no cree en ese proceso.
De contera, las listas al Congreso, si se cruzaran, revelarían tantos parientes que cualquier ciudadano podría calificar, con razón, a nuestro régimen político como una democracia puramente formal cuyo fondo es una distribución de poder territorial heredado al mejor estilo feudal.
Esta actitud contrasta con la de Claudia López y Antanas Mockus, que, a pesar de sus diferencias con el presidente Santos, plantean que lo prioritario es construir unas nuevas mayorías ciudadanas y políticas que aseguren, en el Congreso, el fin de la guerra y las reformas para la paz.
No sorprendería que una vez elegidos en el Congreso, algunos miembros de la coalición de gobierno se vayan para las huestes uribistas si el panorama luce favorable para el candidato presidencial de ese sector. Ya han migrado tanto en la política que una más no los desluce, dirán ellos. La paz debe ser de los colombianos y no solo de Santos, pero ya que es él quien dio el primer paso para buscarla, al menos sus aliados políticos deberíamos acompañarlo en ese esfuerzo con decisión.
Guillermo Rivera
Representante a la Cámara