Un grupo de campesinos, ingenieros y biólogos revolucionaron el uso de la yuca y producen un bioetanol capaz de generar electricidad para comunidades apartadas, donde la conexión a redes sigue siendo una promesa.
La última semana de agosto es tiempo de gracia para José Virgilio Ocoró, don Gligerio entre amigos y conocidos. A los 75 años, y durante tres décadas, la yuca que cultivó en octubre salió buena o mejor de lo que esperaba.
Según cuenta, siempre funciona encomendarse a san Isidro, patrón de las cosechas, estar al tanto de las mejores variedades de semillas y trabajar a diario, sin parsimonia ni interrupciones.
Por eso todos los días, antes de las 5 a.m., se dirige desde Mondomo, corregimiento de Santander de Quilichao, en Cauca, hasta Palmira, Valle, donde están las instalaciones del Centro Internacional de Agricultura Tropical (CIAT), un complejo con más de 200 científicos entregados al descubrimiento de medios para reducir la pobreza rural, fortalecer la seguridad alimentaria y mejorar la nutrición.
Sin embargo, la yuca que don Gligerio siembra, poda, espera y arranca con otros diez campesinos no llega directamente a las mesas de los colombianos.
Una parte se vende para la producción de almidón, la otra termina en manos de un grupo de investigadores convencidos del poder de esta planta y su raíz para generar energía en lugares apartados, que el Sistema Interconectado Nacional continúa aislando.
De hecho, sus pruebas han demostrado que aplicando ciertos procesos a la yuca es posible obtener un bioetanol de calidad, con rendimiento suficiente para mover el motor de un carro por períodos similares a los de la gasolina, dar electricidad a una vivienda y servir como combustible para un fogón durante horas.
Para este agricultor de manos ajadas y piel carbonizada, que agarra el machete con el vigor de un veinteañero y espera sembrar yuca “hasta la muerte”, participar en el experimento lo entusiasma: “¡Imagínese encender las luces y el televisor con lo que uno cultiva y tener alimentos al mismo tiempo. Eso parece imposible!”, expresa.
De igual forma lo imaginó Bernardo Ospina, ingeniero agrícola que desde hace 30 años investiga las oportunidades de la yuca para las comunidades productoras. En su marcha trabajó con agricultores de la región Caribe elaborando harina de yuca y ahora lleva las riendas de Clayuca, corporación con sede en el CIAT y cuya misión es, en pocas palabras, reinventar el uso de esta raíz que apenas es valorada como ingrediente del sancocho, aun cuando sus posibilidades son, según Ospina, “desconocidas e infinitas”.
Gran parte del trabajo de Clayuca se concentra en convencer al Gobierno y a organizaciones con recursos sobre la importancia de que las comunidades lejanas sean autosuficientes en energía a través de productos que cultivan. “Hay regiones, sobre todo en la Amazonia y los Llanos, donde el combustible llega esporádicamente en avión o en barco, a precios exorbitantes y corriendo el riesgo de que se gaste más energía en el viaje de la que se entrega. Pero si esos lugares con crisis energética también pueden producir biomasa a partir de yuca, ¿por qué no llevar nuestro proyecto?”, se pregunta el ingeniero.
Llevar el experimento del laboratorio al campo es posible. Sonia Gallego, ingeniera de Clayuca, explica que una planta como la que han construido para pruebas podría instalarse en una comunidad de 20 familias en un sector rural. Luego de extraer las raíces del suelo, los campesinos tendrían que cortarlas en trozos y secarlas al sol para conservarlas. Más adelante, con muy poca agua, las molerían hasta convertirlas en una especie de colada, que mezclada con enzimas y levaduras capaces de convertir el almidón en azúcar produciría el famoso bioetanol, también posible con caña de azúcar y tubérculos.
¿El resultado? Una fuente de electricidad y combustible completamente limpia, “un etanol para los pobres, una especie de revolución en la que el campesino es productor de su propia energía, como ya está ocurriendo con éxito en Brasil, Panamá y muy pronto en Costa Rica”, dice Bernardo Ospina.
En cambio, la respuesta de ministerios y agencias de cooperación en Colombia ha sido un no a la propuesta, pues costearla parecería imposible. Según cálculos de Clayuca, una planta para una comunidad de veinte familias tendría un valor de $200 millones. Sin embargo, aclara Ospina, si cada familia cultiva una hectárea de yuca podría tener luz durante todo el año, por más de dos décadas, de 6 de la tarde a 12 de la noche y por $5 millones. Así las cosas, esta suma podría financiarse fácilmente mediante crédito o capital semilla que, a su vez, las familias pagarían con lo que producen de yuca para fines comerciales.
Las oportunidades de una fuente energética como esta son enormes para Colombia. En el CIAT, por ejemplo, ya existe un registro de 6.000 variedades de yuca de las que podrían extraerse tipos con características particularmente útiles para biomasa, como las especies amargas, que no se utilizan en alimentación y se pierden por desconocimiento de sus ventajas.
Además, esta raíz tiene la propiedad de que se adapta a condiciones marginales: no requiere un suelo demasiado fértil, ni grandes cantidades de lluvia, por lo que en departamentos como La Guajira la iniciativa tendría éxito.
Asimismo, Clayuca ya ha encontrado una solución para los desechos que resultan de la producción de bioetanol: como allí quedan todas las enzimas, nutrientes y levaduras, se producen bloques de alimento para ganado y el líquido restante queda libre de contaminantes y disponible para el riego de cultivos. Es decir, ni una gota del proceso se pierde y campesinos como don Gligerio podrán dejar de importar energía, mientras incentivan el consumo del que la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) llama “el cultivo del siglo XXI”.
@marianaesrol Por: Mariana Escobar Roldán mescobar@elespectador.com http://www.elespectador.com/noticias/medio-ambiente/raiz-se-convierte-energia-articulo-443122