“Un domingo de mercado en la Mocoa de los años sesentas” – Cuarta y Ultima Entrega

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Jaime Erazo <br>Buenos Aíres. Argentina

El baratillo

De vez en cuando aparecía un camión pequeño, un Ford 300, cargado de utensilios para la mesa y la cocina. Su dueño lo ubicaba el carro en un lugar que le señalaba el funcionario del municipio encargado de cobrar el impuesto a las ventas ambulantes y con algunos ayudantes organizaba, sobre el piso de la calle de la parte trasera del vehículo, una improvisada estantería con fácil acceso al área de carga convertida en bodega de las variadas mercancías que ofrecía. Acto seguido, con micrófono en mano y un parlante amplificador comenzaba la feria o venta de los utensilios haciendo demostraciones de la calidad y durabilidad de los platos y las tazas golpeándolas sobre madera o tirándolas al piso y terminaba dando el precio del artículo agregando que en consideración a los compradores y sobre todo con las amas de casa, les encimaba otro por el mismo precio y otro y otro, es decir, hasta cuatro vasos, tazas o platos por el mismo precio, acto que repetía con cada artículo que ofertaba. Daba gusto ver la manera como vendía y cómo la gente les compraba. Se veía que las ganancias eran buenas porque para dar el vuelto sacaba un rollo de dinero que casi no lo podía sujetar con la mano o muchas veces tiraba los billetes en un canasto que a eso de las dos de la tarde estaba totalmente lleno. Los mocoanos y mocoanas esperaban con ansiedad el baratillo para hacerse a algunos elementos de vital importancia para el hogar.

Por la otra acera

Por la acera o lado de la calle principal se ubicaban el Almacén de doña Concha Chávez, la tercena de don Héctor Otaya, la cantina de don Alberto Arciniegas, la heladería de “mamá” Miche y finalmente el Almacén de Don Humberto Ortega.         


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Las cantinas

Al lado de la casa de don Humberto Ortega estaba situada la cantina de don Alberto Arciniegas a quien se le conocía más por el apodo de “El Pollo”. Desde muy tempranas horas, para atraer a los tomadores, “El Pollo” ponía música de Julio Jaramillo, Cárdenas, Cortés, Daniel Santos, entre muchos otros. A eso de las 10 de la mañana, las cuatro mesas que tenía ya estaban copadas y llenas de envases vacios de cerveza o “Aguardiente Putumayo” que los parroquianos habían consumido. Las conversaciones de los bebedores parecían que eran fluidas, interesantes: unos gritaban, otros reían, otros tarareaban la letra del disco que sonando en el tocadiscos. De vez en cuando, algunos se trababan en tremendas peleas, volaban botellas, derribaban mesas y se veía intercambiar puños y patadas, corrían unos, otros gritaban, parecía un verdadero infierno. Al poco rato aparecía la policía, restablecía el orden y se llevaba a los escandalosos contrincantes al calabozo. En la cantina de don Alberto, esa era la rutina de todos los domingos.

“La Gulliver” fue una de las primeras proxenetas de profesión que conocí. Tenía una cantina por los lados donde hoy funciona la oficina del Fondo Nacional del Ahorro. La atendían tres meseras que ejercían además la prostitución. Allí los campesinos se mezclaban con los del pueblo para beber Aguardiente Putumayo, Ron Amazonas y cerveza Bavaria. Las meseras eran el gancho “La Gulliver” mayor para incrementar las ventas pues sus clientes se sentían, además de atraídos,  bien atendidos y acompañados aquellas mujeres que les brindaban sus sensuales caricias y cuando la urgencia hormonal lo requería, a cambio de unos pocos pesos, en una estrecha división de madera les ofrecían sus más íntimas atenciones. De las meseras me acuerdo mucho de una a quien apodaban “La Chisga”, era de tez blanca, delgada, menuda de cuerpo, pelo claro, era bulliciosa y cuando se emborrachaba bailaba y se contorneaba motivada por el alcohol y por los machos que le brindaban y la cortejaban.

El mercado al interior del mercado


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El domingo era el tradicional día del mercado. Los campesinos traían a la plaza sus productos entre otros: plátanos, yucas, papayas, naranjas, limas, mandarinas, quesos, uva caimarón, caimos, chotaduros, pan del norte, piñas, huevos, gallinas, panelas. Por otro lado, los dueños y dueñas de los puestos, tanto permanentes como temporales, también ofrecían a los habituales compradores y compradoras, granos, flores, frutas y verduras frescas traídas desde Pasto y El Encano, entre otros: frijol, lenteja, rosas, claveles, tomate, arveja, habas, lechuga, cebolla, frijol, choclo, mora, frutilla, peras, manzanas, chilacuan o papayuela, ollocos, etc.

Las amas de casa, solas o acompañadas, entraban y salían de la plaza de mercado cargando su canasta o en ocasiones acompañadas de sus esposos cargando el pesado morral con la “remeza” para la semana. El bullicio que las voces de los compradores y vendedores producían al interior de la plaza de mercado era intenso, no faltaba quien promocionara sus productos gritando o el cotero que pedía permiso con afán, o la señora que pedía rebaja, en fin, en la plaza de mercado era interesante el murmullo producido por la sola sumatoria de voces.

Hacia la parte de las tercenas que daban a la calle del señor Gaviria, se escuchaba el golpe de hachas de los carniceros picando hueso y sus voces ofreciendo carne fresca y barata.

Todo era bullicio, música de cantina, vendedores ofreciendo a gritos sus mercancías, motores de las máquinas de copos de azúcar sonando, pitos de las chivas y sonido de los motores de los carros que salían cargados de campesinos para las veredas, golpes de las hachas de las tercenas partiendo los huesos, pasos de caballos, rechinar de las ruedas de las viejas carretillas transportando afanosamente la remesa hecha por algunas señoras, gritos de borrachos, risas, murmullos, en fin eran tantos los sonidos que violaban el espacio y la acostumbrada tranquilidad de de los días del pequeño pueblito.

La misa del domingo

A lo lejos, a eso de las 10 de la mañana se escuchaban las campanas de la iglesia de San Miguel invitando especialmente a los feligreses del campo a cumplir con el deber cristiano de escuchar la Santa Misa de los días Domingos. Minutos antes de terminar el último repique todas las calles de Mocoa conducían al templo de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana.

A eso de las 3 de la tarde, el pueblo de Mocoa comenzaba a recobrar su tranquilidad habitual, los campesinos en su gran mayoría ya habían regresado a sus fincas o lo estaban haciendo y los habitantes del pueblo se dedicaban a descansar, salir de paseo o de baño, jugar a los gallos, futbol o chaza, asistir a los eventos deportivos o a visitar a sus familiares y amigos.


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