Ser biólogo en un país como Colombia, y hacer trabajo de campo, presenta más retos que en otras partes del mundo. Además de luchar por conseguir fondos suficientes para adelantar investigaciones, hemos debido tener siempre presente el conflicto armado, una constante a lo largo de más de cuatro décadas en las que más de la mitad del país ha quedado excluido del derecho constitucional del libre movimiento.La presencia de grupos guerrilleros, paramilitares, narcotraficantes y bandas criminales armadas ha hecho que la investigación científica en este país sea intermitente y en muchos casos peligrosa.
Sin duda, una diferencia histórica respecto a otros países de Suramérica, en donde siempre hubo un flujo constante de investigadores europeos y norteamericanos liderando las investigaciones. En Colombia, salvo por pocas excepciones, nuestros científicos tuvieron que salir a adelantar sus posgrados en prestigiosas universidades y retornar con la tecnología y las metodologías que acá no existían, para aventurarse a recorrer su geografía y tratar de aportar lo aprendido.
Ese es mi caso. Llevo más de 30 años recorriendo ríos, mares y paisajes de Colombia. He podido transitar toda la línea costera del Pacífico y el Caribe, y navegar casi todos los ríos de la Amazonia y la Orinoquia. Me ha impulsado a esto la investigación de especies amenazadas, especialmente de mamíferos acuáticos (delfines, ballenas, manatíes, nutrias), mamíferos terrestres (felinos, armadillos, dantas), reptiles, peces y aves. En este largo proceso son muchos los encuentros con grupos armados en remotas zonas del país.
Recuerdo especialmente cuando, en 1994, junto con unos científicos holandeses, organizamos una expedición al río Guaviare para estudiar delfines y peces. A tan solo un par de semanas de iniciar, el Ministerio de Defensa nos alertó de que el riesgo de secuestro para los extranjeros era muy alto y debíamos cancelar la expedición. En medio de nuestra frustración, cambiamos el rumbo y realizamos una concienzuda exploración del río Caquetá, a lo largo de cuatro meses a bordo de una balsa, desde Araracuara hasta el Apaporis.
Durante el viaje fuimos interceptados y abordados por un grupo de la guerrilla que no aceptó desmovilizarse. El encuentro fue atemorizante porque iban fuertemente armados, pero, una vez explicado el objetivo de nuestra misión (contar delfines), desembarcaron, deseándonos suerte. Terminada la evaluación del Guaviare, las preguntas sobre el futuro del río y sus áreas de influencia son inevitables: ¿se podrá frenar la deforestación aquí?, ¿cuándo ocurrirá? y ¿la minería ilegal y la sobrepesca serán las actividades que esquilmen el territorio?
Retornar al río Caquetá 20 años después también trajo sorpresas, la más impactante fue ver las secuelas de la minería ilegal de oro. Decenas de dragas, aparentemente provenientes de Brasil, convirtieron este afluente y a su gente en un gran vertedero del mortal mercurio. La pesca ya no era lo que solía ser, y los grandes bagres habían desaparecido, al igual que buena parte de la biodiversidad. El número de delfines y peces también mostró disminuciones preocupantes en comparación con lo que habíamos reportado en 1994 y 1996.
Hacer investigación de campo
Después, en el 2017, científicos de seis países evaluamos las poblaciones de delfines en el río Putumayo a lo largo de 1.780 kilómetros. La expedición se llamó ‘Un río, cuatro países’, ya que navegamos zonas fronterizas con Ecuador, Perú, Brasil y Colombia. Encontramos 221 delfines, poco para un río con la envergadura y productividad del Putumayo, que nos mostró un panorama desalentador: dragas mineras y una fuerte evidencia de sobrepesca. Los peces también tenían mercurio.
Arauca es otra región de la que escuchamos hablar con frecuencia en las noticias, pero que pocos colombianos realmente conocen. Desafortunadamente, tiene el estigma de la violencia, cuando es una zona hermosa y llena de biodiversidad, un completo tesoro en humedales y potencial turístico. En la región solo quedan algunos investigadores araucanos totalmente comprometidos con su departamento, negociando con los actores armados para tratar de hacer algo por las especies emblemáticas, como el caimán llanero, las nutrias gigantes y las toninas. El río Meta también requiere una mención especial en las dinámicas pre y posconflicto, ya que en su recorrido, de casi 800 kilómetros, atraviesa la altillanura del Orinoco. Allí hemos podido evaluar las poblaciones de delfines, manatíes, babillas y tortugas a lo largo de casi 20 años. En el caso de los delfines, encontramos que en la parte alta del río, cerca de Puerto Gaitán, son poco numerosos, probablemente por la sobrepesca. De Orocué, aguas abajo, hacia Puerto Carreño, los números se incrementan, sugiriendo que el estado de salud está en mejores condiciones.
Para las tortugas, hemos podido hacer un análisis de las principales playas de nidación en el río Meta, encontrando por lo menos 11 sitios claves. Cuando comenzamos la iniciativa, en el 2011, nuestra idea era ubicar las playas y extraer los huevos para hacerlos eclosionar, de manera controlada, en Puerto Carreño. En el primer año fuimos interceptados varias veces por la guerrilla, que pensaba que éramos ladrones de huevos y tortugas. Una vez hechas las aclaraciones, se pudo continuar con el trabajo durante esa temporada. El siguiente año decidimos no trasladar los huevos, sino trabajar con las comunidades ribereñas en un programa de conservación de largo plazo, que actualmente es parte de la iniciativa Proyecto Vida Silvestre, liderado por Wildlife Conservation Society Colombia (WCS). Esto ha permitido que, a la fecha, cerca de 118.000 tortugas recién nacidas lleguen a salvo a las aguas del río Meta y exista un programa de padres adoptivos en la vereda de la Virgen, en el departamento de Arauca.
Una reflexión para avistar el futuro
Con frecuencia, cuando navegamos todos estos ríos, no dejo de preguntarme qué motivó a varios de nuestros compatriotas a asentarse en zonas tan alejadas, con poca o nula presencia del Estado, incomunicados y sobreviviendo como se pueda. Todos ellos representan la Colombia que la mayoría de las personas de los grandes centros urbanos desconocen. Ellos siguen los pulsos económicos que los actores de poder y de turno imponen. Igualmente, los biólogos de campo nos aventuramos a adaptarnos a estos pulsos, buscando ventanas de oportunidad para ingresar a estas zonas, estudiar su biodiversidad y, en los casos en que podemos, conectar a la gente de las comunidades con estos procesos. Es, la mayoría de las veces, una labor invisible pero vital. Estudiar delfines y otras especies nos ha permitido evaluar el estado de salud de los ríos y alertar sobre la importancia de su conservación, tanto para todas las especies de fauna como para la gente que depende de ellos.
FERNANDO TRUJILLO
Director científico de la Fundación Omacha
Tomado de : ElEspectador