A raíz del desastre ocurrido en Mocoa, la solidaridad de Colombia y el mundo no se hizo esperar, de ahí que diversas formas de ayuda llegaron a la ciudad: comida, medicinas, agua entre otras y también ropa, mucha de la cual era nueva o en su defecto de segunda pero en muy buena condiciones, pero también se pudo evidenciar que llegó mucha ropa vieja y bastante deteriorada. Otra resultó manchada, rota, sucia e inservible, pero aparte de esto también hubo algunas particularidades como las siguientes:
Llegó mucha ropa ajada de uniformes de colegios de diversas partes del país, zapatos incompletos o el par pero para el mismo pie, zapatillas taco puntilla de ocho o más centímetros, botas como de esas de bailarinas de cabaret, pero entre los casos más estrambóticos que se vieron estuvo una tanga brasilera talla XXXL, de color morado encendido adornada con bellos encajes; Incluso se vio hasta un sombrero mexicano el cual llegó a las manos de una señora que le gusta cantar y que luego usó en una fonomímica durante un programa de recreación que se organizó en uno de los albergues de los damnificados. También hubo gorras militares, y un “kepis” de la policía nacional.
Alguien encontró tres corsés de distintas tallas, de esos que vienen con muchos broches con varillas incluidas como los que se usaban en la edad media, apropiadas como para dar un dar un talle al estilo Blancanieves. Aunque lo bueno fue que dichas prendas, que parecían completamente fuera de lugar, encontraron dueño en pleno domingo de ramos, cuando la persona que los tenía miró a una señora llorando y a la vez más que orando gritando a los aires en forma dramática: “Gracias Dios por tenernos con vida” “Gracias Dios por darnos otra oportunidad en la vida.” (La señora era una sobreviviente de la masacre del Tigre, ocurrida en 1999). Esta circunstancia llamó la atención de la persona que tenía los susodichos corsés, y tras una corta charla, en cierto momento hablaron de esas prendas y cuando la señora en mención, las vio dijo sin dudar: “´Démelas, por favor que yo si me las pongo, porque todas mis fajas se me perdieron con la avalancha”.
Pero entre las cosas más excéntricas que se vio, estuvo un vestido de novia de color azul cielo, con lentejuelas blancas y tul estilo princesa, manga bombacha y manga tubo, largo hasta los tobillos, el cual llegó con la etiqueta de precio incluida: 109 mil pesos; ¿A quién diablos se le ocurre que la gente pensará en casarse en medio de una catástrofe?
Aunque este vestido, bien podría haber servido para adaptarlo, para que lo usara una niña, a quien de manera humilde pero sincera, le celebraron su cumpleaños número 15 en un uno de los albergues de damnificados. En esa significativa fecha la cumpleañera lució un sencillo traje que una alma caritativa le consiguió, y luego bailo el vals “Danubio Azul” con quince improvisados edecanes: agentes de policía, voluntarios de la cruz roja, funcionarios de la oficina de riesgos y desastres, y algunos jóvenes vecinos de carpa en bermudas y camiseta, incluso un señor en muletas, hizo parte del ceremonial de manera simbólica durante unos segundos; luego se repartió una torta únicamente entre los niños, no alcanzó para darle a los adultos.
A una de mis sobrinas que únicamente quedó con las sandalias que tenía puestas; al otro día del desastre logré conseguirle un par de zapatos deportivos; cuando ella se los fue a poner se pegó tremendo chuzón, porque había clavada una gran tachuela en uno de ellos; luego cuando con unos alicates intentaba sacarla, no pude evitar que se me aguaran los ojos, porque en ese momento tomé conciencia de la miseria que debía sentir la gente al saber que habían perdido todas sus pertenencias.
En una jornada en que estaba colaborando en la entrega de ayudas en ropa y frazadas miré como casi todo el mundo pisaba y trataba como trapero viejo a una colcha de retazos que estaba tirada en el piso; la mayoría de gente que estaba mojada y con los zapatos untados de lodo, le echaba mano a las cobijas y sábanas, pero a la pobre colcha nadie la determinaba porque estaba húmeda y manchada de barro; le dije a una señora: “Llévela, está buena; de todo lo que hay aquí para mi es una de las cosas más valiosas, pues es una pieza artesanal.” La doña no me hizo caso, y yo me quedé pensando que quizá en algún distante pueblo, alguna abuela con el corazón roto por nuestra tragedia, se desprendió con pesar de ese objeto que con tanto cariño habrá elaborado, y entonces la recogí, la colgué sobre una silla, y como nadie decidió acogerla, al final decidí tomarla y llevarla a lavar a la finca de los abuelos.
Pero una de las cosas más singulares de las que puedo dar fe es la siguiente: en otra tarde de trabajo voluntario, en las que estábamos repartiendo la ropa que llegaba por montones, en medio de ese mar de trapos encontramos un chaleco rojo, nuevo, con etiqueta incluida y con un letrero a la altura del corazón que decía : “Juez de Canotaje”, confieso que eso me llamó mucho la atención y a pesar del barullo en que estábamos a eso de las seis de la tarde, no pude evitar encontrarle gracia y reírme a carcajadas, ¿ A quién diablos también se le ocurre enviar un elemento así ante una emergencia en la que estábamos ?, luego sin pensarlo dos veces, a pesar de que era un poco chico para mí , lo cogí y me lo puse, al instante quedé impregnado con un aire de autoridad de funcionario importante, y le dije a la gente en voz alta, mientras me señalaba el pecho para indicarles el letrero “Ahora yo soy el Juez”, “Vamos a ponerle orden a esta vaina”, quizá alguien en algún lugar del país pensó en que era necesario hacer sentir la autoridad en medio del caos en el que estábamos naufragando, y por eso había enviado un chaleco de juez, aunque sea sólo de un simple “Juez de Canotaje”.
John Montilla. Texto y Fotografías
jmontideas.blogspot.com