Por Ricardo Solarte Ojeda
Desde hace algunos años Manuel, su mamá Amparo y su tío Carlos siempre habían soñado con tener un negocio propio. Algo que les genere un ingreso extra a lo que les da sus profesiones. En los encuentros familiares discutían si era mejor un bar, un restaurante o una panadería. Lo que tenía claro Manuel es que independientemente lo de lo que sea, debía hacerse bien bonito y distinto a lo que hay en Mocoa para que la gente se sienta a gusto en un establecimiento bien diseñado, al estilo de las grandes ciudades.
Manuel es arquitecto y por obvias razones estaba empeñado en que así sea. Cuando le piden trabajos insiste en que debe haber diseño en el producto final, y si el cliente no le da libertad para dejar volar su imaginación, mejor no acepta el encargo.Como Manuel, en este equipo todos aportan, además del capital, lo que mejor hacen.Carlos, quien es administrador de empresas lleva las riendas del negocio. Amparo se define a sí misma como la relacionista pública del grupo, y sí que sabe hacer muy bien su trabajo, cuando llegué al local y le dije “soy periodista” se interesó en contar su historia.
Todo estaba listo para inaugurar el negocio el sábado 8 de abril. Las sillas y mesas en su lugar, los insumos por más de cinco millones de pesos listos para convertirse en pan, pasteles y galletas. Solo faltaban unos equipos de cocina, vitrinas y congeladores por traer para que “se arme la fiesta”.
Pero la noche del 31 de marzo amenazó con acabar con sus sueños. “Llovía muchísimo, yo ya estaba empijamado cuando llegó mi amigo Ivan Rosero en el carro y me dijo que los negocios se estaban inundando, que nos fuéramos para allá. Yo me puse las botas y salí”. Ivan arrienda uno de los locales vecinos al de la panadería de Manuel y sus socios.
Allí comenzó la pesadilla. Cuando Manuel entró a su local el agua le llegaba a las rodillas. Se fue hasta la cocina y empezó a levantar los insumos del piso a la mesa de producción. Todo estaba mojado, sabía que poco podía salvarse pero su espíritu de lucha hacía que cargara los bultos sin descanso.
Llegó su tío Carlos y su hermana para ayudarle, y trabajaron sin descanso hasta las tres de la mañana. Hasta ese momento ninguno de ellos sabía la magnitud de la tragedia. Manuel no sabía que su amigo Iván, el mismo que fue hasta su casa a recogerlo en el carro, estaba viviendo su peor pesadilla: su pequeño hijo y su cuñado habían sido arrasados por la avalancha para siempre.
Llegaron días de mucha incertidumbre, el gran sueño de sus vidas estaba naufragando, literalmente, entre el lodo. El domingo 2 de abril llegaron los equipos que estaban pendientes para terminar de armar la panadería. Le pidieron al dueño del camión que espere un poco mientras limpiaban para poder descargar. No había marcha atrás, aunque el comienzo sería más difícil de lo que se imaginaron, la panadería se iba abrir luego de que pase un poco el dolor y la gente lave el barro de sus casas, de sus cuerpos, y de su alma.
La Semana Santa, que le siguió a la tragedia de Mocoa, fue una verdadera “semana de pasión” en el local de Manuel, Amparo y Carlos. Se dedicaron a lavar los pisos, las paredes y objetos que habían sido cubiertos por el lodo. Pintaron nuevamente, pusieron los detalles que faltaban, trajeron nuevos insumos para preparar sus productos y se llenaron de entusiasmo para abrir.
Carlos, el hombre de las finanzas, se fue a la publicitada rueda de financiación para empresas afectadas por la avalancha que hizo el Ministerio de Comercio en Mocoa, pero su decepción fue grande cuando le dijeron que el requisito para acceder a los créditos era haber operado al menos por dos años.
Su negocio aún no abría puertas al público aunque había incurrido en una inversión cuantiosa de 150 millones de pesos. Pero eso no importaba mucho, pesaban más sus ganas de demostrarse a sí mismos que eran capaces de reponerse de esta adversidad. Abrir el negocio luego de la tragedia era también un mensaje para los mocoanos de que la vida da segundas oportunidades y que tenemos que levantarnos por dura que sea “la revolcada”.
Llegó entonces el anhelado día: el sábado 29 de abril abrieron al público de manera discreta, sin música, sin ruido, respetando el duelo que se vive en esta tierra. Pero con alegría y buena disposición para atender. Esta historia, como pocas en Mocoa, tuvo un final feliz. Se salvaron los sueños de tres empresarios, y con ellos, los empleos de ochos personas que trabajan en dos turnos de lunes a domingo para deleitar a sus clientes para que ellos digan “Bon Appetit”.
http://ricardosolarte.blogspot.com.co/2017/05/el-sueno-que-sobrevivio-la-avalancha.html