Por: John Montilla
Un niño se acerca con su padre a observar un grupo de cometas artesanales multicolores que están siendo exhibidas en la calle; luego el padre le pregunta al niño si le gusta alguna, el niño sumamente fascinado dice que le llama la atención una que tiene el tricolor nacional, pero a pesar de que el precio es módico, el señor decide no comprarla. Lo cual produce un gesto de desencanto en la cara del niño que ve resignadamente como su padre se aleja, mientras el echa una última mirada a las cometas antes de correr detrás de su progenitor.
El ser testigo de este pequeño episodio de decepción infantil, me lleva a pensar que antes no necesitábamos que nos compren las cometas. Nosotros mismos las elaborábamos de cualquier material que pudiera hacerse elevar por los aires. Por ejemplo, era tan fácil coger las hojas de en medio de un usado cuaderno, hacerles unos plegados simples, atarles un hilo y listo, echarlas a volar. Hoy me sorprende evocar como esas sencillas hojas de papel alcanzaban grandes alturas. Tampoco podía dejarse de lado el infaltable papel periódico para creación de esos artefactos voladores. Metafóricamente hablando, fuimos pioneros en hacerle llegar las añejas noticias a los dioses cuando elevábamos esas cometas repletas de palabras e imágenes en blanco y negro.
Recuerdo que los palillos para las estructuras de las cometas solíamos encontrarlos en las obras en construcción; pues allí, por lo general nunca faltaban los pedazos de guadua. Los cuales cortábamos y pulíamos hasta volverlos livianos y flexibles con la típica navaja que no podía faltar en las manos de un muchacho inquieto y presto a realizar pilatunas propias de la edad. Es de subrayar que antes tener una navaja no tenía esa connotación tan negativa que tiene en la actualidad. Ahora los palillos, para el armazón de las cometas se pueden conseguir en el mercado, me dice el artesano que está exhibiendo unas cometas de papel seda o papelillo que festivamente ondean con la brisa sus vistosas y delicadas alas.
Conseguir el pegante tampoco era un problema; nunca sabré cómo y quien descubrió un vegetal que tenía propiedades de servir como adherente, nosotros le llamábamos “papa cebolleta”, un amigo de infancia me comenta que también le decían “papa China”; ni idea del nombre técnico; el caso es que esa planta que producía un fruto semejante a una cebolla cabezona blanca, la usábamos para extraerle su producto pegajoso pero de olor suave. La fórmula era simple poníamos a calentar un poco el bulbo de esa planta en unas brasas, luego le cortábamos un pedazo y listo nos quedaba un pegante en barra ya que el calor hacía que el fruto liberara una solución pegajosa , el cual nosotros untábamos en nuestros dedos y con él procedíamos a pegar el papel. Cuando se secaba el líquido, se cortaba otro pedazo y así sucesivamente hasta terminar todo la elaboración de las ansiadas cometas.
Siempre se tuvo la precaución de cuidar la preciosa planta que crecía por prados y potreros. Así podíamos hallarla en la siguiente temporada de cometas o para cuando queríamos usarla en otro tipo de trabajos que necesitaran adhesivo. Cuidábamos tanto de no dañar los hijuelos del vegetal, como de sembrar para tener siempre esa reserva de “colbón natural” que nos llegaba puntualmente junto con los vientos de agosto. Debo anotar que al escribir estas líneas indagué por la planta, pero nadie me supo dar razón de ella, espero que aún exista en algunos escondidos matorrales.
En cuanto a lo del cordel para poder echar a volar las cometas, tocaba el clásico asalto al costurero de las mamás para poder apropiarse de cuanto hilo se encontrara allí. No está por demás decir que más de una reprimenda verbal y una que otra zurra debieron habernos puesto a “volar” por los patios traseros de la casas cuando las dueñas descubrían que el cofre de los tesoros de hilos había sido despojados por “piratas de los cielos”, como en efecto llegamos a serlo.
Como el hilo era uno de los elementos más preciados y difíciles de obtener cuando los padres no lo suministraban. Había que acudir a la “rapiña lúdica” de él, y esto también formaba parte del juego de elevar cometas. En ese sentido puedo citar varias formas para poder obtener ese valioso botín. Una de ellas era correr a “cazar el hilo” de aquel a quien se le reventara la cuerda de su cometa. Existía este acuerdo tácito: Si la cometa estaba en el aire era tuya, pero si se rompía el cordel, había que correr tras de ellas por prados, potreros y solares tratando de conseguir lo que se pudiera recuperar. Era muy común en esa rebatiña de los hilos, agarrar lo que se pudiera y apresuradamente enrollárselo en las manos para luego desenredarlo y envolverlo en un palo, formando así un conjunto multicolor resultado de la suma de muchos hilos anudados. La imagen que tengo de ese arcoíris de hilos añadidos es bastante poética.
Un amigo a quien le pedí que me regale remembranzas de esos tiempos me obsequió estas palabras: “El recuerdo me transporta a la época donde todo era posible, porque era muy niño e inexperto de la vida, me veo corriendo tras una cometa que suavemente imitaba una despedida de manos, mientras se alejaba con los hilos libres, sin dueño, hilos que prontamente se convertirían en una maraña de nudos que terminaban tirados en el suelo, o que podrían ser recogidos y luego añadidos para volver a volar otra cometa con hilos multicolor que repetían una y otra vez la misma historia: Niños corriendo, sonrientes, sedientos pero alegres de sentir en sus manos como el hilo recuperado cortaba la circulación de la sangre sobres sus manos por la presión de las hebras enrolladas. También recuerdo a una anciana mirando incrédula aquella estampida de niños corriendo aparentemente sin razón y manoteando al aire como queriendo atrapar al cielo; ella no sabía que perseguíamos un hilo invisible a sus ojos, recuerdo esos largo caminos recorridos en esa loca persecución con una brisa fresca en el rostro de esos agostos en que jugué a volar cometas.”
Debo añadir, a esta retahíla de nudos y de recuerdos, otras no muy santas formas de acceder al hilo o a las mismas cometas. Una de ellas era “cazar cometas” en el cielo, y esto se lograba de una manera ingeniosa: Se construía una cometa con algún defecto en las alas, así se les rompía el equilibrio, hecho que la hacía dar piruetas en el aire, y por eso se les llamaba “cometas cabeceadoras”. La treta era fácil, se las elevaba junto a la que quería atraparse, hasta que está en sus volteretas en el aire enredaba a la otra y listo, a jalar y ambas a tierra y luego al infantil pillaje del “nave voladora” abordada.
Otra forma no tal sutil era el uso de boleadoras, es decir atar dos piedras, o palos cortos a los extremos de una cuerda y desde lomas o arboles o cualquier sitio alto arrojarlas a las altura tratando de agarrar el hilo, cuando este por su mismo peso se ponía casi que de forma horizontal en el aire. Una variante de este recurso era un rustico arco con una flecha de caña brava atada a una cuerda, la cual se lanzaba tratando de pasarla por encima del hilo de la cometa que se quería atrapar una vez sujeta se procedía a jalar los extremos para llevar la cometa a tierra.
Otra táctica que aún utilizan algunos para bajar una cometa es proyectar con un espejo un rayo de sol directo sobre la cometa; alguien me dice que tiene que estar untado de limón y que si se lo refleja sobre el hilo este se rompe; ignoro su resultado, pero el dato en sí es curioso. En el fondo y viendo en retrospectiva todas estas travesuras infantiles, la idea NO era destruir las cometas sino echarlas a volar uno mismo, valiéndose de todos los recursos y estrategias posibles de aquellos tiempos. Prueba de ello era que también era usual, prestarle el tubo de hilo a algún amigo cuando este le había soltado todo el cordel disponible a su cometa y si esta “pedía hilo” había que dárselo de alguna manera. El objetivo es, ha sido y será siempre ver las cometas lo más alto posible.
Por terminar apunto dos poéticas acciones: Una en la que el dueño de manera voluntaria rompía el hilo de su cometa cuando esta se encontraba en su punto más alto, con el único propósito de ver su cometa libre perderse para siempre en el horizonte; y la otra la de mandar un “telegrama” a la cometa; confieso que no he vuelto a ver hacer ese acto; que consistía en colgar en el cordel un papelito en forma de disco con un orificio en el centro el cual por la acción del viento se iba elevando hasta perderse de vista y luego comprobar cuando se bajaba la cometa que el mensaje había llegado a su destino en las alturas. En el fondo creo que eso es en si el propósito del hermoso juego de las cometas: Alcanzar ese sueño de llegar a los cielos. Espero que el niño que cité al inicio de este escrito y a quien no le dieron su cometa, no vaya a perder ese deseo de soñar así como lo hicimos nosotros.
John Montilla: Texto y fotográfias 2 y 3Esp. Procesos lecto- escritores