En la oscuridad de la noche, súbitamente aparecieron en la vía unos ojos luminosos que centellearon con la luz de las farolas de la camioneta en que viajaba y aunque la imagen duro tan sólo unos breves segundos, alcance a ver que se trataba de un animal conocido como “raposa” o zarigüeya; la criatura que llevaba en su lomo a sus pequeñas crías estaba a punto de cruzar la carretera, pero el conductor pese a la velocidad en que íbamos decidió hacer una maniobra rápida e imprudente para atropellarla.
Inevitablemente, todos pudimos escuchar el golpe y los chillidos de los animalitos al ser arrollados por el vehículo. La acción del conductor había sido matemáticamente precisa: los agarró de lleno.
Indignado por el hecho le dije secamente al chofer: ¡Que no había ninguna razón para hacer eso! –Me contesto de igual forma- ¡Ese animal es una plaga y hay que acabarlo! Ante esta insolente respuesta opté por quedarme callado; luego una de las pasajeras cortó el brusco silencio que se hizo en nuestro entorno, se puso del lado de él y dijo. “Sí, ese animal es muy dañino, el otro día en la finca se nos metió una al gallinero y nos mató varias gallinas”.
Ante este respaldo el conductor agregó: “Lo mismo pasó en la finca de mi suegro con unas raposas invasoras, los tenían tan azotados que casi cada noche tenían que levantarse a vigilar el gallinero.” – luego contó que las habían eliminado dejándoles de carnada una gallina envenenada- según decía – el veneno resultó tan bueno, que los animales no habían alcanzado ni a correr ni siquiera unos diez metros antes de morir. Y por lo que yo veía él había decidido continuar aún con el exterminio.
De un momento a otro la conversación, dentro de la camioneta se hizo en torno a estos particulares animales, otra de las pasajeras le dio por decir: “Que un caldo de raposa sin sal es bueno para curar el acné y que su carne tenía sabor a gallina”. Eso me hizo acordar de cierto conocido, que un día me dijo que le habían conseguido un ejemplar y que tenía preparado un caldo para que tomaran sus hijos, aunque obviamente no les iba a decir de que se trataba, porque si no de seguro no se lo tomaban. (Pobres raposas, aparte de que las utilizan, las desprecian), claro que el remedio parece que nos le surtió efecto porque luego me contó que el problema persistía, quizá no le dijeron cuantos “bichitos” debería sacrificar para acabar con tan molesta “pesadilla juvenil”. Pero que yo sepa el mito continúa para desgracia de estos pobres animalitos.
También se me viene a la memoria, la vez que un par de estos animales fueron descubiertos a pleno día en lo alto de unas palmas que producen un fruto popularmente llamado canangucha y un osado muchacho había decidido temerariamente subir a cazarlas; siempre lamenté no haber tenido una cámara a mano para registrar la acción de esa épica cacería a machete en las alturas; ambas fueron bravamente cazadas, digamos que contrario al insensible atropello en carretera, la de los aires fue una muerte digna (si es que puede llamarse así) y con el propósito de usarla como alimento y no simplemente con la mera intención de exterminarlas o como mito regional de usarla para preparar una “pócima anti acné”, cuyo brebaje a algunos les produce repulsión.
A todas estas, yo no había vuelto a pronunciar absolutamente ninguna palabra sobre el incidente. Dentro del automóvil los restantes pasajeros continuaban su charla sobre las raposas con historias que lamentablemente no recuerdo; de repente se desató tremendo aguacero y la conversación pasó al terreno del clima. En mis cavilaciones, pensaba que la naturaleza lloraba por la pérdida de sus indefensos seres, y ahora nuestra marcha nocturna continuaba acompañada de terribles relámpagos y truenos.
¿De cómo terminó el viaje ?… Eso, ya es tema para otra historia.
John MontillaEsp. en Procesos lecto-escritores