Fuente: Periódico Socivil.
Con el despunte frío de una madrugada típica en el Valle de Sibundoy, nos levantamos a las 4:00 de la mañana en el cabildo Inga de San Francisco, para recorrer con las entrañas, el alma y todo el cuerpo, una tierra que por mucho tiempo ha estado marcada por la selva, el agua y el Samay de nuestros ancestros indígenas, pero que hoy tiembla frente al despojo de intereses económicos transnacionales.
Los primeros 5 de los cerca de 60 kilómetros de camino, los recorrimos en volqueta, camiones sin carpa y una buseta que, portentosa ondeaba entre sus atavíos la fotografía de las autoridades tradicionales del cabildo inga de Santiago.
La oscuridad del cielo nos presagiaba con la precisión del alba, un conjunto de días lluviosos y fríos que como custodios nos protegerían de miradas aéreas de la guerra y nos entretejerían junto al barro de los caminos, en una mezcla de emoción y dolor, cual doncella cuando es desposada.
La risa y la energía de los jóvenes, la solemnidad de los ancianos, la fortaleza de las mujeres, la admiración y extrañeza de tres o cuatro extranjeros, le daban sentido a una cadena de seres humanos que enarbolando la defensa y el interés por estos territorios, convergíamos en estos caminos que por cientos y quizá miles de años han servido como red de intercambio chamánico para los pueblos ancestrales de la Andino – Amazonia.
Portachuelo, Minchoy, Patoyaco, Vijagual y hasta en cercanías de Tamboscuro, la rudeza del camino nos permitió disfrutar de un sendero y un paisaje lleno de vida; desde Tamboscuro hacia allá, la lluvia incesante y el misterio de la selva que se devoraba los caminos y sus caminantes, con claridad nos hizo comprender que la vida reclama vida, y que todo aquello que yace muerto legado por la ciudad en cada uno de nosotros, nos pesaría con sufrimiento.
Luego el camino dejo de serlo para convertirse en pequeños caudales de barro espeso que se tragaban nuestro cuerpo, como si la tierra lo reclamara para si y los árboles y plantas estuvieran allí como brazos amigables que, nos arrancaban a cada paso del barro para seguir con entereza un recorrido por nosotros mismos.
Los sonidos armoniosos y sagrados de las decenas de cascadas de riachuelos y quebradas que atraviesan el camino del Zachamates, aparecían avivados en medio de la sinfonía de la lluvia, como si la fuerza sublime y divina que dirige la orquesta de la naturaleza, les hubiera aumentado la intensidad para dejar claro que es el agua la que sostiene toda la vida de nuestro planeta.
Luego como la hendidura de un ombligo repleto de sensualidad nos recibió La Quebrada La Tortuga, que por su caudal y su fuerza parecía concentrar por momentos toda la vida que habita en el Zachamates. Un ciento de nosotros como mosquitos revoloteando le pedimos prestada una orilla, para tendernos allí con todo aquello que hemos aprendido a necesitar para sobrevivir: carpas, plásticos, ollas, fuego, alimentos, las voces, las miradas y el calor humano de los demás.
La luz del tímido sol que nos había inaugurado en ese primer día de recorrido, junto a nuestras energías se escondían en una noche cansada que, reclamaba el sosiego de una naturaleza que hace mucho tiempo dejamos de disfrutar. De allí que su clima, su forma, sus olores y sus seres, se aparecían a cada instante como obstáculos a un sueño cansado por el agobio y los adoloridos músculos de un cuerpo que reclamamos como vivo.
Al siguiente día con las formas de la selva, la noche fría, la humedad y el olor del barro tatuados en nuestro cuerpo y en la piel de nuestro espíritu, emprendimos un nuevo día de Zachamates el cual por su cercanía a nuestro cometido se tornaba más esperanzador.
La lealtad de la lluvia nos acompañó las nueve horas de recorrido y en momentos se convirtió en el referente que con más fuerza hacia brotar de si toda la humildad que, con propiedad le debe asistir a cualquier ser humano cuando asiste al encuentro con elementos tan sublimes como la montaña, sus aguas, sus animales, sus seres y su viento, pero sobre todo con otros seres humanos que son capaces de comprender el dolor de los demás y congraciarse con el mismo con toda la entrega que permite la solidaridad.
Las voces de nuestros compañeros y compañeras de viaje y los claros cada vez más pronunciados de selva nos advertían que pronto llegaríamos a Campucana, una vereda coronada con casas en lo alto de una montaña, que luego de más de 20 horas de recorrido parecía que estaba puesta en la mismísima luna.
De nuevo las miradas, las sonrisas y las cálidas manos de un puñado de mujeres y hombres entrelazados por la causa, nos dejaban comprender que nuestro pequeño sufrimiento no había ocurrido en la soledad y que como todos estábamos escribiendo unas cuantas líneas de una historia de libertad e independencia, basada en la recuperación y protección de la naturaleza que nos rodea y la que está dentro nuestro.
Entrada la tarde y aún en compañía de la lluvia nos recibieron las calles pavimentadas de Mocoa, más desarrolladas y a la vez más sucias y tristes, llenas de más gente pero más solas, que con curiosidad, incredulidad y hasta enojo miraban la procesión de una cadena humana llena de vida que reclama el territorio y la vida para todos.