Las plagas de El Placer

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El Placer tiene una estación de Policía en la mitad del pueblo que ha sido atacada por la guerrilla varias veces este año.

SEMANA

Por Mauricio Builes*

Casi como si se tratara de una maldición bíblica, un pueblo del Bajo Putumayo ha tenido que convivir con la coca, la guerrilla, la mafia, los paras y las pirámides. Y sigue en pie.

Bienvenidos a El Placer. Un pueblo con acento pastuso a menos de una hora por tierra de Sucumbíos, Ecuador. Un pueblo de fuertes aguaceros y pocas casas. Un pueblo de mujeres silenciosas, de colonos orgullosos y de perros en busca de un amo. Un pueblo casi invisible y malquerido, que no alcanza a ser corregimiento ni vereda. El Placer no tiene letrero de bienvenida.


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Nadie lo visita y los habitantes hasta se acostumbraron: «¿Qué haces acá?», me pregunta Cristina* en voz baja. «Serás el uniquito que le da por volver». Hace un mes la había visitado en su casa, a diez minutos en moto-taxi del casco urbano del pueblo. Cristina es una mujer sobre los 30, tímida, modesta, no mira a los ojos cuando habla. Si la hubiera visitado hace cinco o seis años tendría que haber ido hasta uno de los locales comerciales de El Placer donde trabajaba con su esposo. Hoy vive en esta casa rodeada de lagos y, más allá, tres árboles frondosos, dos casas de cemento y un galpón sin pretensiones. Son los restos, lo poco que le quedó de una época de oro.

Su historia me la cuenta en una cocina con paredes manchadas por el humo negro y graso del fogón. No tuvo que hacer esfuerzo para recordar. Todo me lo fue soltando en orden cronológico, con detalles, con dolor y con esa nostalgia que suelen tener los campesinos por su pasado.

La de Cristina es una nostalgia agridulce. Ella llegó desde Nariño en 1995, época de bonanza cocalera. El Placer, tal vez, era el pueblo más popular en el sur de Colombia y el norte del Ecuador: «En una casa en Pasto yo me ganaba 30 mil pesos como empleada. Llegué aquí y en la primera semana me dieron 200 mil», me dice y luego enumera las cosas que le daban a El Placer sus aires de capital: tiendas con los productos propios de un supermercado, cinco discotecas, 12 prostíbulos y 90 carros en la empresa de transporte público. Los carniceros mataban hasta 20 reses para surtir a toda la población solo los domingos. Incluso, en Las Brisas -una vereda a menos de 20 minutos de El Placer- comenzó a ser llamada «Cali pequeño», por la suntuosidad de las casas, lo sofisticado del comercio y la cantidad de caleños que llegaban a trabajar con la droga. Para mediados de los noventa El Placer se había convertido en la capital de la república de la coca en el sur de Colombia. Aunque no hay cifras exactas sobre el incremento poblacional, el Dane habla del Bajo Putumayo, en términos generales, como una zona que entre 1973 y 2005 tuvo un aumento de población del 725 por ciento. La mayoría era gente de Ecuador y Nariño que entraba y salía al vaivén de las bonanzas.

Desde principios de los ochenta dos pueblitos cercanos a El Placer, San Miguel y Aguablanca, comenzaron a cultivar la planta proveniente del Cauca. Eran tan solo unas pocas semillas camufladas entre cultivos de maíz, arroz y yuca. En 1984 la región vivió su primera bonanza. No había una sola familia en la zona sin al menos un miembro metido en el negocio. Cristina saca la mano por la ventana de su cocina y me dice: «Todo lo que usted alcanza a ver de carreteras, de lagos y cultivos de caña eran puritas matas de coca, para donde usted mirara era coca y más coca».


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Cristina no solo vio la transformación del pueblo, sino también la de las personas. Me habla de Jairo*, un campesino que tuvo hasta cuarenta cosecheros en su finca, varios carros y propiedades en el casco urbano. Hoy no tiene nada. Vive en arriendo con su mujer y dos hijas. Lo poco que le había dejado la bonanza lo invirtió en DMG.

Lo voy a visitar a su casa en una calle empedrada del pueblo. Me abre la puerta un hombre bien peinado, bien afeitado y con camisa azul celeste. Impecable. Pero hay algo en él, tal vez los ojos fatigados o la piel pastosa, que descubren a un hombre que ha dormido mal o que está cansado de vivir. Me dice que hablemos en el parque central, un cuadrado de cemento quebrado, casi en ruinas y deshabitado. Llegó a El Placer cuando era un niño, mucho antes que la coca. «Me ha tocado ser de todo y servirles a todos». Cultivó maíz y yuca, trabajó con la coca, fue conductor, tuvo lujos y maletines llenos de billetes arrumados en su finca, Jairo se toma la frente con la mano y le empieza a temblar. La mano es gruesa y tosca pero limpia. Me dice que se ha salvado cuatro veces de la muerte: dos de la guerrilla, dos de los ‘paras’; que ha visto matar a mucha gente a machetazos y que es experto en diferenciar el llanto de un valiente del lloriqueo de un cobarde.

Son relatos de terror con 30 años de historia que los habitantes de El Placer tienen casi memorizados. Primero fueron las Farc. Dominaron todo el valle del Guamuez desde la década del ochenta y regularon el mercado de la cocaína. Cobraban impuestos y sabían exactamente quiénes eran los mayores cosecheros, los compradores reconocidos y los mafiosos de prestigio. Mataban a quien desobedecía. Para esa época, Gonzalo Rodríguez Gacha, El Mexicano, era quien controlaba la mayor parte del comercio cocalero del Bajo Putumayo. Y fue él quien mandó traer desde el Magdalena Medio a los primeros paramilitares, que fueron conocidos como ‘los masetos’. Pero tuvieron una vida corta: en 1991 fueron derrotados por la guerrilla y esta continuó siendo «amo, señor y patrón» del territorio.

Jairo cuenta que el verdadero horror llegó en noviembre de 1999. Eran las nueve de la mañana de un martes lluvioso cuando un camionado de hombres armados entró a El Placer disparando para todos lados. Caminaron algunas calles, entraron a los negocios, amenazaron y, en este parque donde estamos, se enfilaron e hicieron disparos al aire. Fueron 11 muertos en total. Era el campanazo de bienvenida a siete años de sevicia, sangre y plomo por parte del Bloque Sur Putumayo de las Autodefensas.

Era el escenario ideal: El Placer cargaba el estigma no solo de ser un pueblo guerrillero sin presencia del Estado, sino de ser la capital del dinero en el sur del país. Jairo repite el gesto que me hizo Cristina con la mano para indicarme que todo, todito, estaba repleto de cultivos. Durante el año 2000 Colombia produjo más de la mitad de la cocaína que consumía el mundo. Esta, en su mayoría, provenía de las hectáreas sembradas en el Putumayo, y la inspección de El Placer era el gran centro de operaciones. No fue casualidad que el Plan Colombia iniciara en este departamento, o que en 2003 las pirámides más conocidas, como DMG o DRF, comenzaran en esta zona.

Jairo y yo seguimos en el parque central. Son las cuatro de la tarde y frente a nosotros hay una cancha vacía de voleibol. Todos los días en El Placer son iguales. Es una rutina pasmosa, lenta y húmeda que aburre. No hay estaciones de gasolina, no hay bancos ni cooperativas, no hay casa de la cultura, no hay discotecas, no hay tiendas de ropa, no hay ferreterías, no hay hotel, ni motel, ni hostal. Solo perros, casas en ruinas, tres tiendas de víveres, un pasado doloroso y unas cuantas motos que llevan a la gente hasta La Hormiga cuando se enferma.

Jairo ahora se pone de pie para explicarme por qué sus recuerdos son tan oscuros: «A los muertos los sacaban cuatro o cinco kilómetros fuera del pueblo, los tiraban al monte o los arrojaban al río Guamuez», me dice mientras pone la mirada en la casa donde están sus hijas. «A veces lloro solo, para que mi familia piense que eso ya quedó en el pasado. Y me arrepiento de no haber invertido para el futuro de mis hijas». Le pregunto por los programas de asistencia del gobierno incluidos en el Plan Colombia y por los salvavidas para aliviar las deudas que dejaron las pirámides. Me contesta que la única cara que le conoce al gobierno es la de las avionetas que pasaban cada tanto fumigando los cultivos. De asistencia, nada. Como no alcanza a ser municipio, El Placer solo cuenta con una pequeña oficina donde se sienta un inspector de Policía al que rotan cada tres meses. Es el único puesto administrativo que el gobierno tiene en el pueblo.

Nadie sabe con exactitud el número de cuerpos enterrados en los alrededores de El Placer. Hay una guía que más o menos indica el lugar donde están algunas fosas. Son siete cruces de dos metros cada una enterradas donde, se supone, hay una fosa. Entre todas forman una herradura que vista desde el aire dibuja el límite entre el casco urbano de El Placer y las veredas cercanas. La idea fue del padre Nelson Cruz, el párroco que llegó meses antes de la entrada paramilitar y quien después de las matazones se montaba en una moto cargado de mezcla de concreto, moldes y palustres para levantar el monumento.

Decido conocer una de las cruces, pero Jairo me advierte que si me alejo del pueblo puedo encontrarme a la guerrilla. «Es mejor evitarla», dice, y me recomienda la cruz más cercana, por la vía que conduce a la vereda La Esmeralda. Tomo una moto-taxi y el recorrido es igual de solitario al pueblo. No hay jeeps, no hay motos, no hay caballos, no hay campesinos trabajando en los terrenos al lado de la vía.

Cuando la veo -pulida e imponente en medio de un potrero sin animales- pienso que las siete cruces, más que una guía para ubicar a los muertos, son un monumento a la desolación y al olvido. Hoy El Placer está en el reverso de los reflectores. La fama que tuvo hasta principios de este siglo gracias a la coca, ahora es reemplazada por el estigma de ser un pueblo cercado por la guerrilla. No vayas, no te acerques, no te asomes, es la advertencia desde la estación de buses del municipio de La Hormiga.

Salvo el Centro de Memoria Histórica (CMH, que en octubre lanzará un libro sobre El Placer), ninguna institución ha mirado con detalle un pueblo que sabe resumir la historia de los pueblos cocaleros: colonos, cultivos, raspachines, laboratorios, guerrillas, mafia, ‘paras’, muerte y resistencia. Los pocos que quedan (369 familias según los cálculos del CMH) piensan morir aquí. Ya no tienen los cultivos de coca porque las fumigaciones hicieron que se trasladaran a Nariño, Guaviare o Cauca. Ya no tienen las pirámides porque se derrumbaron. Ya están enseñados a no figurar en el mapa institucional. Han regresado al ‘pancoger’ tradicional para sacarle el cuerpo al hambre, pero la tierra quedó golpeada. La pobreza se les nota pero no están desesperados. Parece una resistencia en silencio para no quedar en el olvido.

* Periodista. Fue corresponsal de SEMANA en Antioquia.
**Los nombres fueron cambiados por petición de las fuentes.
 


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