Publimayo
Ante el espejo –
Una mujer que se atrevió a soñar y hacer su sueño un mandamiento de vida y qué, después de jubilada sigue mirando arriba las maravillosas nubes.
El vuelo
Un gallinazo que cruzaba el firmamento empezó a dar círculos en el cielo y como una flecha se precipitó al vacío en línea recta cortando el aire. Después, volvió a recuperar altura para retornar su vuelo en círculos.
Desde el corredor de su casa, Agripina Garreta, una niña de cinco años, observaba sin parpadear el vuelo del ave de rapiña y pensaba en ser la primera niña indígena inga en cruzar el cielo del Putumayo. Por ello, sin pensarlo, se dirigió al gallinero para recolectar plumas y construirse un par de alas.
A las 4:30 de la mañana, Basilio Garreta, el papá de Agripina, con camándula en mano despertó a la familia para rezar el rosario. De rodillas repetía las mismas oraciones todos los días como si fuera más importante la sonoridad de la oración que el sentido de la misma. Pero esta característica no era solo de Basilio sino de muchos indígenas que habían renunciado a sus tradiciones de taitas y mamas del yagé para convertirse en seguidores del credo católico. Por eso no es extraño que un indígena apostólico romano recite algunas oraciones en latín para que nadie dude de su fe, cuando sería más sensato que evocara los cantos a la tierra que le enseñaron sus ancestros. Pero lo sensato pasó a un segundo plano desde que estas tierras fueran evangelizadas por colonos influenciados por franciscanos, quienes aseguraron que la tierra del Putumayo era el patio de la casa del Dios cristiano. Por lo que los indígenas se convertían en infieles que atentaban contra el orden universal que implantaba la Iglesia y los organismos gubernamentales.
Después del rosario, Laura, la madre de Agripina, como es tradición en las mujeres indígenas, se dirigía a sembrar a la chagra (lugar donde cultivaban) con sus hijos. Agripina en un descuido de su madre aprovechó su baja estatura para escabullirse por entre el rastrojo hasta unas plataneras cercanas donde arrancó tiras de guasca para amarrarse las plumas en los antebrazos. Con cuidado se subió a un árbol seco que estaba diagonal a las plataneras. Arriba, a más de metro y medio del suelo, mantuvo el equilibrio en una horqueta y se lanzó al vacío.
Cuando la niña despertó lo primero que escuchó fue la voz de Laura, su madre, precedida del rumor del río Caquetá que se mezclaba con el ruido blanco del radio de pilas que estaba en una tabla clavada en la pared: “El balance del gobierno del presidente Alberto Lleras Camargo es bueno. Es el primer presidente del Frente Nacional que ha logrado la paz momentánea entre los liberales y conservadores…” Agripina pensó cómo sería el hombre que vivía dentro del radio.
La escuela
La escuela, ubicada en la vereda Condawa en Mocoa-Putumayo, era la única construcción de concreto que había en la zona. Contaba con un salón y una maestra que enseñaban hasta tercero. A Agripina le compraron un cuaderno de doble línea de hojas amarillas para que cursara primero de primaria. Los cuadernos, para ese entonces, eran un privilegio para muchos niños que utilizaban pizarrones con tizas, ya que debían memorizar lo que habían copiado cuando la profesora borraba el tablero. Como todos estaban en un mismo salón, los grados se diferenciaban por filas. Una fila para niños que cursaban primero, otra para los niños de segundo y la última para los de tercero. Agripina estaba sentada en la fila de los de primero y creyó que si se sentaba en la fila de los niños de segundo sería una niña más grande. Ocurrió que la profesora la devolvió a la fila de los de primero. Fila en la que volvió a sentarse el año siguiente.
En tercero, para recibir el cuerpo de Cristo, la profesora preparó a sus alumnos con rodajas de plátano maduro. Debían ensayar no morder la rodaja de plátano para evitar cualquier contratiempo cuando tuvieran en la boca la hostia. Debían estar preparados para cuando se deshiciera en el paladar y esperar que la hostia se desintegrara con la saliva para poder mover la lengua. Después de esta prueba los niños estaban ya preparados para la última fase que determinaba si los niños podían continuar con sus estudios. La prueba consistía en pararse frente al corregidor, la profesora y el sacerdote del pueblo para responder de memoria las preguntas que ellos, el jurado evaluador, le hicieran. La niña fue elogiada por su memoria y capacidad de reproducir las lecciones al pie de la letra.
Fue así que a los días, en medio de las luces undívagas de las mechas sostenidas en las botellas con petróleo que se iban encendiendo paulatinamente en las casas, Agripina y su padre Basilio marcharon rumbo a Mocoa. Basilio había conseguido un cupo en el internado María Auxiliadora en el corregimiento de Santiago, hoy municipio. Caminaron un día desde Condawa hasta Mocoa. En Mocoa tomaron una chiva que rugía como un animal rabioso hasta Santiago. Después de eso la niña estuvo, gracias a su buen desempeño académico, en varias instituciones hasta conseguir su titulo de primera indígena Inga bachiller, graduada en 1976, en la segunda promoción de bachilleres del colegio el Colegio Goretti de Mocoa.
El trabajo, un pre-sueño
Agripina se capacitó en pedagogía en el Bajo Cauca antes de llegar como docente a una escuela en la vereda Las Delicias del municipio de Caicedo donde trabajó sólo seis meses por inconvenientes con el sueldo. Como pagaban cada dos o tres meses, Agripina se unió al paro de docentes en Mocoa que reclamaban por el respeto a sus derechos y por cumplimiento de una labor digna. El paro era una causa justa y no una sublevación por capricho. Por ello, si era necesario enfrentarse cuerpo a cuerpo con la fuerza pública irían hasta las últimas consecuencias sin importar que los policías estuvieran armados. Los docentes, que custodiaban el palacio de la gobernación de Mocoa, protestaban a distancia. Con el paro se logró el pago de los honorarios.
Después de renunciar a la escuela Las Delicias se trasladó a la escuela de la vereda de Buenos Aires- Mocoa donde conoció a Aníbal Hernández, un joven callado, trigueño, alto y misterioso. Bastó una mirada de águila de aquel joven para que se diera entre ambos el primer y definitivo contacto que los uniría para el resto de sus vidas. La profe, embrujada por el idilio del amor, pidió licencia en el trabajo y se escapó con Aníbal para Popayán porque quería un lugar tranquilo para el nacimiento de su primer hijo. Luego nacerían sus otros cinco hijos. De regreso a Mocoa, por intermedio del padre Tamayo, consiguió trabajo con la comunidad indígena los Awas en la vereda Playa Larga del municipio Villagarzón. Para ese entonces los nombramientos los indígenas estaba en gran parte del país bajo la tutela de la Iglesia.
Los Awas era una comunidad indígena proveniente de Nariño que había llegado al Putumayo en busca de tierra para el cultivo. Una comunidad extraña que no sabían hablar en español y lo poco que conocían lo utilizaban de manera rudimentaria. Además parecían que solo conocían la vocal e que combinaban con todas las otras consonantes. Por ello, Agripina se sorprendió cuando en su nuevo trabajo la primera frase que escuchó fue la siguiente: “Profe nosotre somes paisas… e… le guste e unte el chontadure madure.”
Esta comunidad no gustaba del trabajo porque no buscaban conseguir más de lo que necesitaban para vivir. por eso, la mayor parte del día la pasaban en hamacas durmiendo o mirando el cielo sin saber en qué día estaban o cuántos años tenían, aunque, paradójicamente, eran puntuales.
Agripina estuvo hasta 1987 con los awas. Durante su estadía los organizó en cabildo y les enseñó a leer y a escribir. Luego estuvo un corto tiempo la escuela en Guayuyaco antes de volver a la Escuela Bilingüe Inga Kamesa de Mocoa que, después de la reorganización del cabildo Inga-Kamtsa en 1986, buscaba el rescate de la identidad Inga.
En los inicios la escuela empezó con un aula múltiple y 14 alumnos bajo la dirección de Agripina Garreta. Luego, esta institución, que se construyó peldaño a peldaño, se convirtió en un espacio donde los indígenas cuentan como indígenas. Es quizás, por ello, que el centro educativo es un modelo en la zona que se proyecta, en algunos meses, en implementar en decimo y once. Esto se debe a que la mujer que ha liderado el proyecto se atrevió a soñar e hizo de su sueño un mandamiento de vida y qué, aún después de jubilada, sigue imaginando con agitar sus brazos y levantar su 1,45 metros de estatura de las agrietadas calles de Mocoa.
Publimayo
Publimayo