Escuchar desde el interior para aprender y conservar las historias del pueblo inga

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De izquierda a derecha, Salvadora Quinchoa, María Esperanza Tisoy, Margarita Jajoy y Francisca Chasoy, cultoras y defensoras del idioma inga. Foto: Cortesía de Mónica Jansasoy

ElESpectador – Quinta crónica sobre los esfuerzos del Instituto Caro y Cuervo por el rescate de lenguas indígenas que están en peligro de desaparición en Colombia.

Desde el Cabildo Inga de Santiago (Putumayo), Mónica Jansasoy Tisoy escucha los testimonios de las mamitas y los taitas para conocer sus experiencias, tanto las agradables como aquellas dolorosas que tuvieron lugar durante el período de la escolarización impuesta por monjas, capuchinos y hermanos maristas desde mediados del siglo XIX. Escuchar estos testimonios y aprender sobre su historia hacen parte de sus principales intereses como documentadora de la lengua inga en el marco del programa de documentación de diez lenguas para el 2025 del Instituto Caro y Cuervo.
(Lea otra crónica sobre la importancia de la lengua kamentsá).

En su labor en el territorio, Mónica ha recogido historias que revelan las dificultades para asistir a la escuela y el papel de la instrucción religiosa en la educación de los miembros de la comunidad. Uno de los encuentros de la documentadora fue con Margarita Jajoy, una mujer sabia que desde su chagra en la vereda Muchivioy se ha encargado de mantener vivos los conocimientos de las plantas, la historia y en especial de la lengua. Al recordar esta época de su niñez, Margarita manifestó que para ella y sus hermanos ir a la escuela “era complicado porque no teníamos comida y además no teníamos un buen camino para ir. Cuando no me mandaban rápido, iba llegando a las 9 o las 10 a la escuela, pero llegábamos llenos de barro y mojados”. Por ese motivo, sus padres solo la enviaban dos o tres días a la semana. A pesar de ello, aprendió a rezar junto a sus hermanos y memorizó todas las oraciones necesarias para hacer la primera comunión con los demás niños.
(Crónica sobre la lengua murui).

Aunque para Mónica las experiencias escolares son un punto de partida para las conversaciones, las personas no solo hablan de la escuela, también comparten anécdotas, relatos e historias que habitan en el corazón del pueblo inga, como los cuentos del Tío Conejo, el Tío Oso, la Kukauila y el Chankuala.



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Es enfática al destacar el valor de escuchar en el proceso de documentación y dejar que los otros cuenten lo que desean. “No se trata de llegar con una lista de temas, como plantas medicinales, grabar y ya. Todo lo que la persona quiera compartir es válido. Escuchar sus historias de vida es ver cómo se desahogan. El recuerdo les llega: ‘Este cuento me lo contaba mi mamá… así era antes…’”.
(Crónica sobre la langua amazónica miraña).

Vivienda inga en la vereda Muchivioy.
Vivienda inga en la vereda Muchivioy. Foto: Cortesía de Mónica Jansasoy

Uno de los cuentos recopilados en este trabajo es el del Chankuala, contado por Agustina Quinchoa, de la vereda Espinayaco. “Chankuala es como les dicen a los niños que se meten en las conversaciones de los grandes, que son chismositos o conversones. La historia narra que un día los mayores empezaron a reunir cáscaras secas de fríjol, porque con el humo de esas cáscaras uno podía subir al cielo. El niño, al ver esto, les avisó a los vecinos y todos llegaron el día en que iban a quemar las cáscaras. Primero subieron los papás del niño, luego los vecinos… y el niño también quiso subir. Pero cuando iba subiendo, se acabó el humo y no alcanzó a llegar y se convirtió en pajarito. Así termina el cuento. Es muy bonito porque habla de la curiosidad infantil, de querer hacer lo mismo que los adultos. Y me parece muy lindo que otras personas también conozcan estas historias que uno guarda en la memoria, sin saber que son compartidas por la comunidad”, expresa la documentadora.
(Crónica sobre la defensa del idioma misak).

Historias como estas, recopiladas por la documentadora, tienen un papel fundamental en la salvaguarda de la historia y la preservación del inga, un idioma de la familia lingüística quechua, extendida principalmente en el área andina de Suramérica desde el suroeste de Colombia hasta el noroeste argentino. Los ingas son descendientes de los incas y llegaron a la región como parte de avanzadas militares durante la expansión del Imperio inca. Una parte importante de la población inga comparte territorio con los kamëntšás, quienes habitaban el Alto Putumayo en el momento de la llegada de los incas, en 1492. Los ingas se destacan por su conocimiento de la medicina tradicional y de las plantas con fines curativos. Una de estas es el yagé, una planta que constituye un medio de conexión entre el mundo terrenal y el espiritual (ONIC, 2025).


Además de la documentación de aspectos culturales de su pueblo, este trabajo tiene un valor especial para Mónica: al ser ella misma una mujer inga, escuchar las historias de otras personas que comparten su lengua, su territorio y su memoria refuerza la importancia de conservar estos relatos. Su pertenencia a la comunidad y el respaldo del cabildo son claves para su labor porque las personas muchas veces le preguntan de dónde viene, de quién es hija, y es así como las conversaciones fluyen.



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“Recuerdo una historia muy bonita. La hija de una tía nos dijo que muchas personas habían venido a grabar a su mamá, pero ellas no lo permitieron porque eran personas de afuera, que venían, se llevaban el material y no volvían. En cambio, a nosotras sí nos permitieron grabar, porque somos del mismo pueblo y uno va a estar ahí para los otros en caso de que llegue a necesitarse. Esa confianza genera un sentimiento especial y me motiva a seguir grabando, recopilando las historias”.


De acuerdo con la investigadora Yaty Urquijo, para los ingas, como para muchas comunidades indígenas, la transmisión oral del conocimiento es fundamental. Conservan fiestas tradicionales como el Atun Puncha, una forma de recuperar la memoria histórica ingana a través de bailes y ritos, que representa el inicio del nuevo año, el perdón y la resistencia ante la colonización.


Los pueblos indígenas han denunciado ampliamente el sometimiento colonial, consentido por el Estado y facilitado por los atropellos de la Iglesia. Por ejemplo, en Santiago, el mismo municipio donde se encuentra Mónica, en 1912, un grupo de 44 indígenas firmó un memorial en el que denunciaban los abusos cometidos por los capuchinos: “Cansados de llevar tan negra suerte, bajo el yugo de una tiranía desmedida que llevamos desde que por desgracia vinimos a ser dominados por los R. P. capuchinos, quienes entronizados en nuestro territorio como amos, dueños y señores de nuestras propiedades, de nuestras habitaciones, de nuestra población, de nuestra industria, de nuestras personas y nuestra libertad, pasamos la vida de viles esclavos”.


Este testimonio es citado por Augusto Javier Gómez López (2015) en su artículo “La misión capuchina y la amenaza de la integridad territorial de la nación, siglos XIX y XX”, publicado en el número 89, volumen 49, del Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República. Allí, el autor también señala que la misión capuchina, amparada en prejuicios racistas y en la noción del “salvajismo indígena”, impuso su poder sobre los pueblos inga y kamëntšá del valle de Sibundoy, con el propósito de apropiarse de sus tierras y explotar su trabajo. Para ello, implementó durante décadas mecanismos de control ideológico, disciplinario y moral.


Pese a las múltiples denuncias por los atropellos y procesos de asimilación cultural generados por la presencia religiosa, la documentadora advierte que la situación es más compleja: aunque se trató de una imposición violenta, también ha quedado profundamente arraigada en su comunidad.


“Yo no puedo llegar y decirle a una mamita que Dios no es como nosotros, porque nos lo presentan como un ser blanco, alto, mono, de ojos azules o verdes. No puedo decirle eso. Tengo que respetar sus creencias. Ellas nombran a Dios en todo momento. Prácticamente toda la comunidad es católica. Entonces, uno no puede llegar hablando de las cosas malas que hicieron algunos sacerdotes, como que nos quitaron la lengua. No podemos ir y decirles eso a las mamitas. Es una situación compleja”, expresa Mónica.


No obstante, las tensiones entre la cultura inga y la religión también han estado muy presentes en los testimonios de las personas. María Tandioy, de la vereda Espinayaco, les contó que cuando era niña, durante la fiesta tradicional del Atun Puncha, el día grande, las monjas no la dejaron salir a bailar con el pretexto de que tenían clases y la encerraron en la escuela. Si se asomaba, la castigaban. Y si salía a bailar o faltaba a clases, las consecuencias eran peores. Esta situación da cuenta de la fragilidad cultural que dejaron esas imposiciones de la religión.


Cultivos ancestrales ingas en Putumayo.
Cultivos ancestrales ingas en Putumayo. Foto: Cortesía de Mónica Jansasoy

Al comparar las experiencias educativas de los mayores con su infancia, Mónica señala algunos cambios. Antes las mamitas caminaban largas distancias, descalzas, bajo el sol o la lluvia. Hoy ya hay motos, incluso los carros llegan a las veredas. Pero otras cosas no han cambiado tanto. “Cuando yo estudiaba, aún hacíamos formación en las mañanas, rezábamos antes de entrar al aula. Me enseñaron a santiguarme, a rezar el Padre Nuestro… pero también nos enseñaban cosas de afuera: el mapamundi, los gobiernos de otros países. Nunca nos hablaban de nosotros mismos, de nuestra cultura, de nuestra historia. La educación siempre ha estado más enfocada en lo externo”. Precisamente por estas razones, su trabajo como documentadora ha implicado escuchar desde el interior de su pueblo para aprender y abrazar su propia historia.


Sobre este punto, para la documentadora es importante resaltar que ella estudió en una escuela católica y no en la institución de la comunidad: “En la institución propia se están llevando a cabo procesos con enfoque cultural, pero no se deja de lado la religión católica. También se dan temas de medicina, tejidos, recorridos territoriales, chagra y lengua inga. Contrario a lo que sucedía antes, en este nuevo espacio de formación sí se están apoyando los procesos de salvaguarda cultural”.


Mónica expresa que lo más bonito de su trabajo como documentadora ha sido escuchar los recuerdos de los demás. “Cuando las personas te cuentan una historia, no lo hacen solo por contarla. Es una palabra que se entrega con la responsabilidad de cuidarla. Como una semilla que te confían, para compartir, pero también para guardar con respeto. A veces son historias que ya me habían contado, pero ahora puedo recogerlas con más cuidado, con más intención. Lo más importante para mí es eso: que lo que estoy haciendo no se quede guardado, sino que sirva para que las nuevas generaciones conozcan su historia, su palabra, su forma de ver el mundo”.


Este trabajo de Mónica en su territorio es un acto de resistencia cultural. Una forma de resaltar su permanencia, hablando su propia lengua y contando sus historias. “Más que guardar un conocimiento, es guardar la memoria de cada mamita o taita. A veces uno siente que no tienen con quién compartir esas historias. Uno llega dispuesto a escucharlas, y ellas se abren. Es bonito saber que todavía hay personas dispuestas a recibirnos y compartir desde la lengua. Ese recordar toca, emociona. Para mí, poder estar cerca, poder compartir ese momento, es un privilegio”, concluye la documentadora.


* Periodista del departamento de Comunicación del Instituto Caro y Cuervo.


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