

ElEspectador – Un grupo de mujeres están al frente de proyectos productivos de cacao que, además de sostener a 65.000 familias, generan transformaciones en territorios como Nariño, Putumayo y Caquetá.
No volverán a hablar de guerra. Los casquillos de bala, las Dsemanas enteras de confinamientos y los asedios son parte de su pasado. Pero, como dice Doralis Daza, “de uno que ya superamos. Ya lo pisamos”. Sí, aún conviven con los recuerdos de cuando los uniformes militares y las armas irrumpían en sus hogares, rompían el tejido social y dejaban como consecuencia a un familiar asesinado o una desaparición forzada. No, hoy no quieren volver a hablar de conflicto, solo quieren contar de sus cultivos, de cómo, hace ya mucho tiempo, decidieron canjear los recuerdos de la guerra por pepas de cacao.
En las laderas montañosas de departamentos como Nariño, Putumayo, Caquetá y Santander hay docenas de mujeres que hicieron ese pacto consigo mismas. Un contrato innegociable en el que, cada vez que les pregunten por su pasado violento, ellas elijan contar un futuro: uno donde la paz y la armonía se cultivan, literalmente, entre árboles de cacao.
Hoy, más de 65.000 familias viven de esta siembra en Colombia, y casi un tercio de ellas son lideradas por mujeres. En estos territorios, donde alguna vez la coca dictó el rumbo de la economía y de la violencia, ahora es el cacao —con sus granos morados, su aroma tostado y su proceso lento— el que organiza la vida, repara heridas y siembra raíces.
Cambiando coca por cacao
El proceso es repetitivo y tortuoso; sin embargo, vale la pena, señala Doralis Daza, una de las tantas mujeres que viven, progresan y sacan adelante a sus familias gracias al cacao en Putumayo. Tiene las manos callosas por tantos años de usarlas para sobrevivir, y ahora para cuidar cada árbol y cada pepa con paciencia y dedicación. La principal razón es porque antes, en su territorio, se cultivaba coca por necesidad o miedo; ahora se cultiva cacao por convicción.
La vida empezó a cambiar cuando Doralis y decenas de mujeres decidieron no seguir siendo engranajes de la guerra. En lugar de sembrar coca, que se cosecha cada tres meses, apostaron por esperar los 20 meses que tarda el cacao en dar su primera cosecha. La espera era larga, pero la paz también lo es.
Hace más de una década, como miles de habitantes del sur del país, Doralis huyó del conflicto. “Un día me propuse demostrar que nuestros hogares no solo sirven para la guerra ni para sembrar coca. Fue la decisión que me cambió la vida”, recuerda.
En Valle del Guamuez, donde los grupos armados imponían su ley, Doralis comenzó lo que ella llama “experimentos agrícolas”: buscar una forma de vivir de la tierra sin tener que cederle nada a la ilegalidad. Hoy lidera Daza Cacao, un pequeño emprendimiento que ya logró su primera exportación y que comercializa productos de chocolate orgánico en ferias locales y regionales.
Durante años, Putumayo y Nariño encabezaron la lista de departamentos con mayor área sembrada de hoja de coca. No obstante, esa historia está cambiando, en gran parte gracias a las mujeres que encontraron en el cacao una alternativa viable. “Antes los cultivos eran de los hombres; la violencia nos invisibilizaba. Ahora el cacao lo cultivamos nosotras, lo defendemos y lo transformamos”, añade Doralis. Y aunque los funcionarios del Gobierno llegaban a las veredas a hablar de erradicación, pocas veces traían consigo propuestas sostenibles. Las familias se quedaban sin coca, pero también sin otra fuente de ingreso.
Un reconocimiento internacional
Ese vacío llevó a muchas campesinas a no esperar más. Tras la firma del Acuerdo de Paz en 2016 entendieron que no bastaba con el desarme: había que sembrar nuevas realidades. En Nariño, por ejemplo, mujeres como Amanda Quiñones empezaron a organizarse alrededor del cacao, no solo como una fuente de ingreso, sino como una propuesta de vida.
“El cacao es un cultivo ancestral que las mujeres afro hemos cuidado por generaciones. Nuestra apuesta es volver a esos orígenes y, desde ahí, construir la paz”, dice Amanda, lideresa de Corpoteva, una organización cacaotera con sede en San Luis Robles, Tumaco. Allí, más de 250 familias trabajan juntas para hacer del cacao no solo un producto exportable, sino un ancla de permanencia para sus hijos.
Al principio, cuenta Amanda, trabajaban con los saberes heredados de las abuelas. Luego, con apoyo de la cooperación internacional, recibieron formación técnica, maquinaria y acceso a nuevos mercados. Así fue como el cacao que antes fermentaban en esteras de palma se transformó en un producto con destino europeo.
La Unión Europea, convencida del poder transformador de las mujeres rurales, se acercó con una propuesta concreta, la de apoyar, capacitar y visibilizar estos procesos. Pablo Neira, jefe de comercio exterior de la UE en Colombia, asegura que “la paz y el comercio son como el yin y el yang: se complementan. Detectamos el potencial de estos proyectos comunitarios en Nariño y Putumayo, y entendimos que el cacao, más que un cultivo, puede ser una herramienta para la transformación económica y social”.
El crecimiento de Corpoteva ha llegado hasta escenarios que ni Amanda, ni Fanny Rodríguez, otra de sus fundadoras, imaginaban. A inicios de mayo de 2025, la Unión Europea invitó a Rodríguez a mostrar sus productos de cacao en una de las más importantes cumbres de ese organismo europeo. El producto, al igual que la historia de resiliencia de Rodríguez y las demás cacaoteras, fue conocido y aplaudido por altos funcionarios de la UE.
“Hay territorios que están saliendo de las narrativas y dinámicas de violencia gracias a estas iniciativas. Ya no se conocen estas regiones por guerra o víctimas, sino por los emprendedores, las oportunidades de turismo o las empresarias que le apuestan al desarrollo territorial”, comenta Alberto Menghini, jefe de cooperación de la Unión Europea.
El programa Rutas PDET, financiado por el Fondo Europeo para la Paz, ha acompañado ya a más de 340 fincas cacaoteras en ambos departamentos. También ha certificado a 51 productores en Buenas Prácticas Agrícolas, lo que les ha abierto las puertas a ruedas de negocios internacionales. Las cifras lo demuestran: solo en 2024, algunos productores firmaron contratos por más de US$300.000 en chocolate exportable.
Sin embargo, el éxito no se mide solo en ventas, sino qye también se hace en la capacidad de permanecer. En Putumayo, Lorcy Ceballos, fundadora de ASMUSCA, lidera procesos de formación para más de 150 mujeres campesinas. Desde 2022 dirige una escuela de liderazgo rural con enfoque de género y agroecología.
“Allá donde antes reclutaban jóvenes, ahora les enseñamos a podar árboles de cacao y fermentar el grano. Lo que antes era miedo, ahora es aprendizaje”, cuenta. Su cooperativa, Kausai Sacha, obtuvo en 2024 la Certificación Orgánica Internacional y se ha posicionado como una de las experiencias cacaoteras más importantes del sur del país.
La transformación además ha sido simbólica. Las mujeres han recuperado la autoridad sobre sus parcelas, sus decisiones y sus historias. En Colombia, según cifras del Ministerio de Agricultura, el 70 % de las mujeres rurales no tienen título sobre su tierra. Aun así, eso no las ha detenido.
Aunque el cultivo de cacao ofrece múltiples beneficios, Doralys resalta uno aún más valioso: el cuidado de las mujeres y los jóvenes. Al igual que las lideresas de Corpoteva, esta empresaria de Putumayo asegura que la mayoría de los integrantes de las organizaciones cacaoteras están conformadas por mujeres —quienes en el pasado tenían pocas oportunidades de alcanzar autonomía financiera— y por jóvenes. Este cambio de paradigma no solo impulsa el desarrollo económico, sino que también contribuye a alejar a los jóvenes de los grupos armados y de las actividades ilícitas.
Rodríguez, de Corpoteva, por ejemplo, menciona que la mayor parte de los jóvenes de las veredas en Nariño están comprometidos con los proyectos productivos de cacao que ella lidera. Al identificar que la falta de oportunidades era una de las principales causas que alimentaban la violencia en el territorio, decidió incluir a los jóvenes en el negocio, sin importar sus habilidades iniciales. Lo mismo ocurre con las mujeres jóvenes, quienes suelen enfrentar mayores obstáculos para alcanzar autonomía económica, acceder a estudios académicos o conseguir empleos formales.
“El cacao nos ha devuelto la voz. Durante mucho tiempo se creyó que el campo era cosa de hombres, pero ahora somos nosotras las que abrimos camino, literalmente”, cuenta Claudia Quintero, cacaotera en la vereda Las Palmas. Con su grupo producen chocolate de mesa, manteca de cacao y polvo fino, que ya se comercializa en ferias de Bogotá y Medellín bajo la marca PazSabor.
En la entrada del secadero de cacao de Corpoteva, Amanda deja el grano fermentando y se toma un segundo para mirar el horizonte. Lo que antes eran rutas del narcotráfico, ahora son caminos de tierra por donde bajan los sacos de cacao. “La tierra nos está hablando otra vez, y esta vez no es con fusiles”, dice.
Mientras tanto, en Putumayo, Doralys empaca su chocolate artesanal en pequeñas bolsas reciclables. No sabe si podrá competir con las grandes marcas, pero eso no le importa. Ella ya ganó: vive sin miedo, sus hijas van a la escuela y su finca volvió a florecer.
Estas mujeres no piden homenajes, solo garantías. Y que nadie más les imponga el silencio. Para ellas el futuro se trata de paz, no de recuerdos que vivieron en violencia.
