Indígenas del Putumayo: cultivar el alimento y la palabra inga


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ElEspectador – Nueva crónica sobre los esfuerzos del Instituto Caro y Cuervo por el rescate de lenguas indígenas que están en peligro de desaparición en Colombia.

Juana Jacanamijoy llegando a cosechar. Foto: Cortesía de Mónica Jansasoy

Desde hace varios meses, Mónica Jansasoy, documentadora de la lengua inga, recorre las veredas del municipio de Santiago (Putumayo) para escuchar las voces y trabajar por la preservación cultural de su pueblo. Conocer los testimonios de los mayores relacionados con la escolarización religiosa impuesta por la Iglesia católica a mediados del siglo XX ha sido uno de sus intereses, y un punto de partida para reflexionar sobre otros temas fundamentales, como la cosecha de los alimentos propios y los cuentos tradicionales.


En el marco de su labor dentro del programa de documentación de diez lenguas para el 2025 del Instituto Caro y Cuervo, el hecho de ser una mujer del Cabildo Inga de Santiago y hablante del idioma le ha abierto puertas como la de Juana Jacanamijoy, una sabedora de la vereda Muchivioy con quien tuvo la oportunidad de conversar sobre la historia y la cosecha de una planta fundamental para la alimentación de la comunidad.


La sandona (sigsi) es un tubérculo comestible que llegó a Santiago a partir de los viajes que los antepasados ingas hicieron en busca de alimentos y semillas para sembrar en su propio territorio, y de los intercambios comerciales con los kamëntšá. Como lo señala la sabedora Juana: “Antes no había sandona. Las semillas las trajeron desde Sibundoy y por eso hay de esta comida acá. Si no lo hubieran hecho, no tendríamos esta comida. Yo no conocería este alimento. ¿Hace cuánto tiempo será que los mayores lo trajeron?”.


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La importancia de esta planta no solo radica en su papel para la alimentación de la comunidad, sino que también refleja la relación histórica que los ingas, descendientes de los incas, han mantenido con los kamëntšá, quienes habitaban el Alto Putumayo en el momento de la invasión del Imperio Inca en 1492 (ONIC, 2025).


Sin embargo, esta planta ha ido desapareciendo del territorio debido al monocultivo de fríjol, mora, aguacate, lulo y maíz. De acuerdo con María Antonia Narváez, documentadora de la lengua kamëntšá, quien también estuvo presente durante el encuentro con Juana, en Sibundoy ya no se ve la sandona, y ella tampoco conoce la palabra en su idioma para nombrarla. Según la sabedora, esta especie es muy sensible a los químicos y, si se siembra cerca de cultivos sobre los que se apliquen pesticidas, ya no crece.


El ñame es otro alimento que ha empezado a desaparecer y que pocas mamitas conservan en sus chagras. En Santiago, esta especie puede tardar de seis a siete años en crecer debido a las bajas temperaturas y cosecharlo suele tomar entre uno y dos días, porque crece muy profundo. Tal es su crecimiento, que las mamitas dicen que, si uno lo siembra y nunca lo cosecha, el ñame es capaz de llegar al infierno.


Para Mónica, este encuentro evidenció la importancia del cuidado de la chagra para el cultivo de las plantas tradicionales y la pervivencia del idioma inga: “Con la pérdida de los alimentos propios, también se pierde la lengua. Ese fue uno de los aprendizajes de este proceso: si no cuidamos lo esencial de nuestra chagra y nuestra tierra, se pierde todo, incluidas las historias y los dichos”, señala Mónica.


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Cuidar las plantas de la chagra es también una manera de mantener viva la tradición oral de su pueblo, en la cual están presentes animales y alimentos del territorio: “En las conversaciones con las mamitas también ha surgido el tema de las distintas versiones de los cuentos tradicionales. Por ejemplo, el del tío Oso y el tío Conejo. Unas los cuentan de una manera y también hablan de comidas antiguas, de lo que se intercambiaba antes. La documentación ha servido para que ellos revivan recuerdos de infancia, cuando en la tulpa les contaban historias en inga”.


De izquierda a derecha, Salvadora Quinchoa, María Esperanza Tisoy, Margarita Jajoy y Francisca Chasoy, cultoras y defensoras del idioma inga.
De izquierda a derecha, Salvadora Quinchoa, María Esperanza Tisoy, Margarita Jajoy y Francisca Chasoy, cultoras y defensoras del idioma inga. Foto: Cortesía de Mónica Jansasoy

En la comunidad todavía se recuerda la historia del tío Oso y el tío Conejo, personajes que se relacionan con algunos apellidos de las familias. En los relatos, el Conejo se presenta como un ser muy travieso que siempre le hace maldades al Oso. De las muchas historias que protagonizan, una de ellas habla de la vez en la que el Conejo fue atrapado por robar alimentos en una chagra. Mientras esperaba dentro de un costal el momento para que lo despellejaran y lanzaran al fuego, el tío Oso se detiene para conversar con él y el Conejo aprovecha para decirle que lo tienen atrapado para casarlo con la hija del rey, y lo convence de intercambiar lugares para que sea el Oso quien se case. Seducido por la idea del oro y el poder, este último cambia de lugar con el Conejo y se mete dentro del saco. Cuando las personas llegan para lanzar el costal al fuego, se dan cuenta de que el Oso es quien lo está ocupando el lugar del Conejo.


Otra historia que suelen contar las mamitas, que guarda una relación cercana con el tema de los alimentos y la preocupación por su escasez, es el cuento de la Kukauila, un relato que en esencia es muy parecido al de Hansel y Gretel, recopilado por los hermanos Grimm.


La historia de la Kukauila es acerca de un niño y una niña, hijos de un padre viudo, que son abandonados en el monte por orden de su madrastra, que no quiere compartir su poca comida con ellos.


Luego de ser abandonados, los niños llegan hasta una casa con maíz, carnes y coles en abundancia donde vive la Kukauila, una anciana de cabello largo, nariz puntiaguda y senos tan largos que le llegan a las rodillas. Durante su incursión en la vivienda, el hermano le advierte a su hermana que no haga ningún ruido, pero ella no puede evitar reírse y la mujer los atrapa. Al verlos flacos, empieza a alimentarlos para engordarlos y comérselos. Pero un ratón les advierte del plan y los niños logran salvarse al empujar a la mujer dentro de la olla donde pensaba cocinarlos, y cortarle los senos.


Durante su escape, los hermanos llegan a un río, donde se encuentran con el taita Kuichi, un anciano que se convierte en arcoíris para ayudarlos a cruzar antes de ser alcanzados por la Kukauila, quien le pide al taita que la ayude a cruzar también y él acepta a cambio de acostarse con ella. Sin embargo, cuando está cruzando, el puente se rompe y la anciana cae al río.


Los senos de la Kukauila, que los niños llevan consigo, se transforman en dos perritos que se vuelven sus compañeros. En el camino, varios animales les advierten que no se separen, pero la hermana se enamora de un hombre y abandona a su hermano, ocasionando que uno de los perros muera. Finalmente, el niño llega a la casa de un rey, es vestido con ropas finas, bien alimentado y termina casándose con la hija del monarca. El perro que queda se convierte en paloma y vuela lejos.


Esta historia y los paralelismos con el cuento de hadas alemán llevan a Mónica a pensar en cómo muchas de las historias de los pueblos indígenas han sido apropiadas y contadas por otros. Sin embargo, a partir de los ejercicios de documentación, las personas de las comunidades han tenido la oportunidad de contar ellas mismas sus propias historias.


Que en el cuento la ausencia de alimentos sea una de las razones que motiva el abandono de los niños refleja la importancia del cuidado de la chagra y de conservar los alimentos tradicionales, que son claves para la seguridad alimentaria de la comunidad inga. Porque, para Mónica, el hecho de que un alimento desaparezca también implica que se vayan con él las palabras que se utilizan para nombrarlo y, al mismo tiempo, las historias relacionadas. Pero, así como la sabedora Juana mantiene su chagra y se asegura de cosechar alimentos como la sandona, que hacen parte de la vida del pueblo inga, la documentadora afirma: “Este proceso de documentación me ha servido para reforzar algunos aspectos de la cultura que ya conocía y aprender muchos más. Cada día que uno se encuentra con una mamita y habla inga, es como si estuviera abriendo las puertas a otra visión de la vida. A través de la lengua y las historias, uno conoce, aprende e interpreta más, comprende la historia y el ser de cada uno como inga”.



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