En el cabildo Inga de Mocoa 1 de cada 7 niños menores de 5 años sufre retraso en talla

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El retraso en talla afecta el aprendizaje y la transmisión de saberes ancestrales en comunidades indígenas. Foto: Yudy Mayerli Grajales, magíster en Seguridad y Soberanía Alimentaria y Nutricional de la UNAL.

Unal – Además, el 32 % de los niños mayores de 5 años está en riesgo de desarrollar esta misma condición, y casi 9 de cada 10 hogares viven con algún grado de inseguridad alimentaria. La calidad de la dieta —basada en arroz, plátano y gaseosas—, el bajo consumo de proteína y la pérdida de la chagra como fuente ancestral de alimento revelan un deterioro profundo de la nutrición infantil en esta comunidad indígena desplazada al casco urbano de Mocoa (Putumayo) y conformada por 97 familias, según el Censo Poblacional de 2022.

La inseguridad alimentaria se manifiesta tanto en el acceso limitado a alimentos como en su baja calidad y diversidad. Las madres entrevistadas por Yudy Mayerli Grajales Vallejo, magíster en Seguridad y Soberanía Alimentaria y Nutricional de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL), afirmaron que “siempre hay algo para comer”, pero ese “algo” pocas veces incluya proteína; antes los abuelos comían sin sal y cultivaban todo en la chagra”.

El retraso en talla no solo impide que un niño crezca físicamente; también limita su capacidad para aprender, jugar y defenderse de las enfermedades. Además, “en comunidades indígenas como las del Cabildo Indígena Inga José Homero esta condición afecta su capacidad de aprender, relacionarse y contribuir a su comunidad, y compromete la transmisión de saberes ancestrales y el equilibrio comunitario”, agrega la investigadora, quien indagó sobre determinantes sociales como las condiciones de vida, educación, ingresos y acceso a servicios, los cuales inciden directamente en la nutrición infantil.

Este indicador se hereda de generación en generación. Madres con embarazos marcados por la desnutrición tienen más probabilidades de dar a luz a hijos con crecimiento limitado. Según el estudio, el 86,8 % de las familias se percibe en situación de inseguridad alimentaria.


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Tras ser desplazada de su territorio ancestral, la comunidad del Cabildo sobrevive hoy en condiciones de alta vulnerabilidad en el casco urbano de Mocoa. Esta se está conformada por 322 personas distribuídas en 97 familias, en las que 68 niños tienen entre 0 a 11 años. “Una parte de la comunidad llegó por migración voluntaria desde el Resguardo Inga de Yunguillo en busca de estudio y trabajo, pero otra tuvo que asentarse allí por desplazamientos forzados derivados del conflicto armado. En 1992 recuperaron 14,9 hectáreas que pertenecieron a sus ancestros y nació Nukanchipa Alpa, ‘Nuestra Tierra’”, explica la investigadora.

Mucho arroz, poca carne

Para la investigación se evaluaron 38 niños con mediciones de talla y peso, siguiendo estándares de la Organización Mundial de la Salud, y se observó que 1 de cada 7 (14,3 %) presenta retraso en talla, es decir una estatura significativamente menor a la esperada para su edad. En el grupo de menores de 5 años la prevalencia alcanza el 15,4 %, mientras que en los mayores de 5 años es del 13,3 %. Además, el 32 % de los niños mayores de 5 está en riesgo de desarrollar esta misma condición: aunque hoy no cumplen con el criterio, su estatura se acerca peligrosamente a ese límite.

“Esto significa que no solo hay un problema de desnutrición crónica, sino también un grupo importante de niños que está en la ‘línea roja’ y que se sumaría a la estadística si las condiciones de alimentación y cuidado no mejoran”, advierte la magíster.

Además, se aplicó una encuesta de seguridad alimentaria a 33 hogares, adaptada del módulo latinoamericano ELCSA (Escala Latinoamericana y Caribeña de Seguridad Alimentaria), lo que permitió clasificar los grados de inseguridad alimentaria en leve, moderada o severa según la frecuencia de reducción en cantidad o calidad de los alimentos, saltos de comida o ayuno involuntario.


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Posteriormente se realizaron 5 entrevistas a madres y cuidadoras para entender las transformaciones culturales, sociales y económicas que han influido en la alimentación de los más pequeños.

Con respecto al acceso a alimentos frescos, la magíster evidenció que las principales barreras económicas, debido a la falta de ingresos estables y a la ausencia de tierras para cultivar alimentos propios de la cultura y la región.

“Aunque el Cabildo se encuentra en el casco urbano de Mocoa y existe disponibilidad de una variedad de alimentos, su alto costo limita el consumo frecuente de frutas, hortalizas y proteína animal. El 49 % de los hogares consume carne una vez por semana, mientras que el 23 % incluye frutas frescas en su dieta 3 a 4 veces por semana”, indica la investigadora.

En algunos casos las madres comen menos para priorizar la alimentación de sus hijos. “Estas decisiones, aunque cargadas de afecto y resistencia, reflejan el grado de vulnerabilidad en el que viven”, anota la magíster Grajales.

En este contexto se vuelve urgente recuperar prácticas como la siembra en chagra y la preparación de alimentos tradicionales, que no solo aportan nutrientes, sino también identidad cultural. “Las madres, abuelas y lideresas son guardianas de la seguridad alimentaria y nutricional, transmiten saberes, enseñan a los niños a reconocer alimentos nutritivos y mantienen la conexión entre alimentación, salud y territorio, incluso en medio de la escasez. Sin embargo, su papel no ha sido suficientemente reconocido por las instituciones”, señala.

La falta de recursos se cuela hasta la cocina

Entre los determinantes sociales, el estudio identifica la baja escolaridad materna (en su mayoría básica primaria incompleta). El 53,85 % de las madres o cuidadoras tiene como máximo primaria completa, lo que limita su acceso a información sobre nutrición, salud y programas de apoyo social. Este bajo nivel educativo también influye en las oportunidades de empleo, que en su mayoría se reducen a oficios informales, ventas callejeras o trabajos ocasionales.

Los ingresos inestables provienen de oficios como ventas informales o labores de aseo sin contrato. El 31,58 % de las familias vive con menos de un salario mínimo mensual, y casi todas destinan la mayoría de sus recursos a la compra de alimentos, lo cual deja muy poco margen para cubrir otras necesidades básicas.

A esto se suma el estado de las viviendas: el 76,32 % tienen paredes de bloque, ladrillo, piedra o madera pulida, y el 23,68 % de madera burda, tabla o tablón. En cuanto al piso de las viviendas, el 68,4 % está construido con materiales como baldosa, vinilo, tableta o caucho, mientras que el 18,42 % es de madera burda, tabla o tablón.

De igual manera, la urbanización acelerada aleja a las familias de la siembra tradicional y provoca la desconexión con saberes ancestrales como la siembra en chagra o el uso de productos propios como el ñame, el maíz criollo, la yuca, las aromáticas o la pesca de río.

“En la chagra uno sembraba y no compraba casi nada. Ahora se va todo el día trabajando y se llega a cocinar con lo que se compró apurado”, relató una cuidadora.

Más allá del diagnóstico, la investigación propone un enfoque de diálogo intercultural que reconozca la riqueza cultural de la comunidad Inga. Algunas de las estrategias que marcarían la diferencia incluyen recuperar huertas, rescatar la lengua y las recetas tradicionales, e integrar estos saberes a los programas públicos de seguridad alimentaria.


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