La selva no es un parque temático: Leticia frente al turismo que amenaza su alma

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Consonante

Cada día, decenas de turistas llegan a Leticia con la promesa de una experiencia “salvaje”: caminar por la selva, dormir en cabañas rústicas, ver delfines rosados y convivir con comunidades indígenas. Pero tras la postal amazónica, crecen tensiones invisibles. El turismo de masas, en vez de acercar culturas, ha comenzado a erosionar la vida, la lengua y el territorio de quienes cuidan esta selva desde siempre. Sin embargo, en medio del desborde, algunas comunidades están marcando un camino distinto: uno donde el ecoturismo no solo genera ingresos, sino también restaura lo que se ha perdido.

En la comunidad de Mocagua, frente al río que lo nombra todo, Henry Dosantos mira a lo lejos el verde espeso de la selva. Ha repetido decenas de veces una misma advertencia a quienes llegan de fuera, los llamados “cori”, como los llaman en lengua ticuna. “Aquí hay reglas. Aquí la selva tiene dueños, y no somos nosotros. Son los espíritus. Hay caminos que no se pueden abrir, ni tocar. Hay que pedir permiso para entrar”. A veces lo entienden. A veces no.

Mocagua es una de las comunidades indígenas que comparte territorio con el Parque Natural Amacayacu, un área protegida desde 1975 que se extiende como un corazón verde entre ríos, malocas y mitologías. Es también uno de los destinos más visitados del Amazonas colombiano, donde llegan turistas desde Europa, Estados Unidos y otros rincones del mundo en busca de una experiencia “salvaje”, “auténtica”, “espiritual”.


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Pero esa búsqueda, alimentada por agencias de turismo, hoteles de lujo y discursos gubernamentales sobre desarrollo y sostenibilidad, no siempre conversa con la realidad local. Muchas veces la arrasa.

Fotografía: Alex Rufino

La ciudad disfrazada

Leticia, la capital del departamento, es el punto de entrada. Pero no es una ciudad cualquiera. En sus calles se superponen tres narrativas, como describe el investigador Jorge Aponte Motta: la nacionalista —con monumentos patrióticos que reafirman su pertenencia a Colombia—, la “selvática” —que exalta el peligro, la aventura, lo exótico— y la ambiental‑turística —donde todo es naturaleza y descanso, selva y spa.

Esa Leticia no fue pensada para sus habitantes. Fue construida para turistas imaginarios. “La ciudad disfrutada por los visitantes es negada para los locales”, escribió Aponte. Calles atiborrradas de turistas, hoteles que tapan el acceso al río, parques rediseñados para la foto, no para el juego de los niños. Lo simbólico ha sido vaciado: ya no comunica sentido colectivo, sino espectáculo.

En 1987, cuando el país buscaba cómo frenar el avance del narcotráfico, la minería ilegal y el abandono estatal, el ecoturismo apareció como una alternativa. En Amacayacu se inauguró un centro de visitantes donde muchas personas de las comunidades se formaron como guías, intérpretes, cocineros. Fue un primer intento de vincular conservación, cultura y economía. Una apuesta colectiva. Hoy, esa promesa está en tensión.


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“El turismo creció muy rápido. Ya no hay control de la cantidad de personas que llega, ni de lo que hacen. Hay agencias que llevan a los visitantes a sitios que ni nosotros pisamos por respeto”, denuncia Adnan León, guía local y defensor del territorio. Lugares sagrados para los pueblos indígenas se han convertido en paradas obligadas de itinerarios vendidos en agencias urbanas. Los senderos que eran corredores naturales para los animales ahora están saturados. Espacios de ritual se convirtieron en zonas de selfies.

Cristina Vela, de la comunidad de Palmeras, describe el parque no solo como un refugio de especies, sino como “un lugar de casonas encantadas, caminos espirituales, historias de origen del pueblo Ticuna”. Su voz transmite orgullo, pero también una preocupación creciente: la pérdida del idioma, la fragmentación del tejido comunitario y la banalización de los saberes ancestrales.

En Mocagua conviven cinco comunidades étnicas. “Y la mayoría de los niños ya no habla su lengua”, confiesa Jhonny del Águila, líder y secretario de turismo local. Para él, el turismo podría ser una herramienta para revitalizar la cultura, si se hace bien. Por eso impulsan talleres con abuelos sabedores, registros de palabras y una alianza con la Secretaría de Cultura para fortalecer la etnia Cocama.

Las rutas de la resistencia

Pero no todo es pérdida. Frente al avance del turismo de masas, han surgido iniciativas de ecoturismo comunitario que replantean las reglas del juego. En Mocagua, San Martín y Palmeras, los guías indígenas no solo acompañan a los visitantes, sino que les explican, desde el primer momento, las normas de convivencia con el territorio.

“No se puede entrar sin saber. Antes de iniciar el recorrido, contamos nuestra historia, explicamos los límites. Porque el turismo no es solo caminar y tomar fotos. Es venir con respeto”, insiste Henry Dosantos.

Uno de los protocolos más importantes está en el punto de información: allí se informa sobre las rutas autorizadas, los espacios que no deben ser tocados, y se entregan orientaciones en lengua indígena. Además, se capacita a los visitantes para entender los ritmos de la selva y la importancia de no perturbar a los animales.

Martin Gregorio, en San Martín de Amacayacu, resume el sentido de esta apuesta: “No queremos que el turista solo venga a mirar. Queremos que se lleve una experiencia viva: selva, museo, gastronomía, rehabilitación de primates, historia viva. Que se lleve algo más que una postal”.

Fotografía: Alex Rufino

Restaurar lo que el turismo agota

Una de las preocupaciones más urgentes es la sobreexplotación de especies vegetales para la elaboración de artesanías: chambira, palosangre, balso, bejucos. Su recuperación es lenta, y en algunos casos, casi imposible. Por eso las comunidades han iniciado semilleros bajo los árboles, que luego reubican según el calendario ecológico: en tiempo de lunas o lluvias, como dictan los ciclos naturales.

“No todo lo que se toma se puede reponer fácilmente. Por eso ahora enseñamos a sembrar mientras enseñamos a tejer. Así se restaura el bosque mientras se restaura el conocimiento”, explica un artesano de San Martín.

Jhosep Valles vino desde Dinamarca. Caminó con guías locales, pescó en el río, compartió comida tradicional. “Lo que hacen las comunidades dentro del parque es ejemplar. Hay respeto, conexión. Ellos usan la selva con cuidado y también la ayudan a recuperarse. Es una experiencia que quiero repetir con mi familia”, asegura.

Pero no todos los viajeros entienden esa lógica. Algunos llegan con la idea de que la selva es un escenario sin reglas. “Hay turistas que se meten donde no deben, que rompen ramas, que quieren ver animales a toda costa. No entienden que aquí hay espíritus, hay vida invisible”, dice Adnan León.

El profesor Germán Ochoa, de la Universidad Nacional, advierte que las comunidades indígenas están en el último eslabón de la cadena turística. “Reciben la menor proporción de ingresos. Las agencias se llevan casi todo, y muchas veces ni siquiera operan desde acá”. Para él, las comunidades no deberían ser parte del paquete turístico: deberían ser las protagonistas.

La idea de un turismo regenerativo, liderado por quienes habitan el territorio, empieza a consolidarse. Pero requiere más apoyo institucional, regulación clara, recursos para restauración y formación constante.

En palabras de Diana Deaza, funcionaria de Parques Nacionales y aliada de estos procesos: “No se puede hablar de desarrollo si se sacrifica la cultura. El ecoturismo tiene sentido si protege la naturaleza y también protege la memoria”.

Una nueva narrativa para Leticia

Una ciudad que celebre sus raíces, que recupere lo simbólico para su gente, que no esté disfrazada para el visitante. Un territorio que no vea a la selva como mercancía, sino como madre. Un modelo de turismo donde cada paso sea una alianza, no una invasión.

Leticia necesita más que turistas. Necesita una narrativa propia.

Y eso ya está ocurriendo, silenciosamente, en las comunidades del parque. Entre protocolos, calendarios lunares, historias contadas a la sombra del río y niños que vuelven a hablar en su lengua, está emergiendo un futuro distinto. Uno donde la selva no es un parque temático, sino una maestra viva. Y donde el visitante, si quiere quedarse, debe primero aprender a escuchar.

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