ElColombiano – La red opera entre Putumayo, Boyacá y Bogotá, enviando partes de animales a compradores en el extranjero.
El celular de Leonardo* comenzó a vibrar, en señal de que estaban entrando los mensajes que esperaba. “Tengo colmillos de puma para elaborar dijes femeninos. Te vendo barato. El colmillo encasquillado en $350.000 COP”, decía el primer texto.
Al otro lado del chat de WhatsApp le escribía Diego Fernando Mora Obando, un hombre de 38 años nacido en Puerto Asís, Putumayo, y residente en Bogotá. La misión que el Grupo Especial para la Lucha contra el Maltrato Animal (Gelma) de la Fiscalía le había asignado a Leonardo, era establecer si aquel personaje, que en los círculos capitalinos se presentaba como comerciante de artesanías, era en realidad un peligroso traficante de fauna exótica y en vía de extinción, apodado “el Hombre Tigre”. Y a juzgar por los mensajes que le enviaba, la corazonada parecía confirmarse.
—“En total tengo cuatro dientes de puma para el trabajo, a la orden si gustas”.
—“¿Solo vende esa parte del puma? ¿O hay más partes?”, preguntó el agente encubierto.
—“Sip, mejor dicho, el cráneo, pero eso ya no sirve, lo que sirve son los dientes”.
A medida que aumentaba la confianza entre Mora Obando y el agente infiltrado, que actuaba como su supuesto cliente, se revelaban más detalles del macabro comercio.
Por 46 colmillos de puerco silvestre (pecarí) la tarifa era de $150.000; una cría viva del roedor borugo costaba $200.000; una corona de plumas de guacamayo, $600.000; un collar con colmillos de jaguar, $1’000.000; la cola y las dos alas de un águila arpía, $2’000.000.
Todas las partes desmembradas que ofrecía aquel excéntrico comerciante eran de especies protegidas por la legislación, que habitan áreas selváticas de Colombia, como Amazonas, Putumayo, Vichada, Guaviare y Vaupés.
La evidencia sobre las actividades clandestinas de Mora parecía sólida, lo que había que esclarecer era cómo operaba su red y qué otras personas hacían parte de ella.
Encomiendas salvajes
EL COLOMBIANO conversó con fuentes cercanas a la investigación, que suministraron los datos bajo la reserva de identidad, por tratarse de un expediente activo; también tuvimos acceso a la primera sentencia sobre el caso. Esta trama comenzó a hilarse el 26 de febrero de 2021 en la bodega del aeropuerto El Dorado de Bogotá. Durante una inspección de la Policía y la Secretaría Distrital de Ambiente, fue encontrada una encomienda con dos garras y 92 plumas de águila arpía.
En la descripción del paquete decía que contenía “apliques sintéticos para penachos artificiales”, pero al ser analizados en el Laboratorio de Identificación Genética Forense de Especies Silvestres, se corroboró que eran restos de un animal auténtico. Un perito de la Secretaría se le envió un informe a los fiscales de Gelma, lo que provocó la apertura de un expediente contra una presunta organización, a la cual bautizaron con el nombre clave de “Arpía”.
Lo primero fue analizar el número de guía de la encomienda (N° EE104528440CO), que figuraba a nombre de Diego Fernando Mora Obando, con destino a Houston, Texas (Estados Unidos).
A partir de allí comenzó el monitoreo de su línea telefónica, gracias a lo cual se detectaron conversaciones extrañas con un supuesto pescador radicado en el municipio de Orito, en Putumayo.
“Ese contacto era el que conseguía las partes de animales que pedía el comercializador. Al parecer, tenía enlaces con las comunidades de las zonas selváticas del país”, reveló uno de los investigadores.
Para seguirle la pista, Gelma designó al agente encubierto Leonardo, quien primero se acercó a Diego Mora Obando en Bogotá, presentándose como un cliente interesado en adquirir piezas de colección de fauna. Logró convencerlo, al punto de que viajó a Orito para conocer en persona al proveedor.
El presunto pescador se llamaba Darwin Carmelo López Cottes, quien presumía tener buenos contactos entre los indígenas para ese negocio.
Las partes de los animales llegaban a Orito y Puerto Leguízamo por el río, en encomiendas transportadas en lanchas. Desde allí eran enviadas a Bogotá por despacho aéreo y por tierra, en buses de servicio público.
“Van bien enguacalados. Aparte de la caja de cartón, uso una caja de madera que yo mismo hago. Unas 15 ó 20 veces he enviado coronas de plumas a Bogotá y hasta ahora no se ha perdido nada”, le confió Mora Obando al infiltrado en una de las conversaciones.
El tercer eslabón en la cadena de tráfico resultó ser una supuesta comercializadora legal de artesanías, Vivian Vanesa García Riveros, de 39 años y nacida en Buga (Valle), quien operaba desde un taller de decoración en el municipio de Villa de Leyva, Boyacá.
La mujer administraba las redes sociales de la organización, buscando captar clientes extranjeros. Esto incluía una página de Instagram llamada Taller Aluna Beadworkart y otra de Facebook nombrada Taller Aluna.
Los investigadores recaudaron pruebas de por lo menos 20 transferencias de fondos entre ella y Mora Obando, del 2020 al 2022, transacciones que quedaron marcadas en los mensajes interceptados como “abono a plumas de gavilán” y “pago de plumaje águila pequeña”, entre otros.
Para los forasteros, las piezas se ofrecían por valores que oscilaban entre los 400 y 700 dólares. Los despachos se hacían por encomiendas y aerolíneas convencionales hacia Estados Unidos, Francia, México y Costa Rica.
A quienes estaban en el país haciendo turismo, también les proponían viajes astrales con bebedizos de la planta yagé.
Fuentes cercanas al negocio del tráfico de fauna le contaron a este diario que los compradores adquieren estas piezas por seis razones, principalmente: para usarlos como artículo de decoración de espacios; para lucirlos en el cuerpo, a modo de ornamento de lujo (collares, aretes, pulseras); para experimentos de medicina tradicional indígena; como talismán de protección y artilugio de hechicería, por la creencia popular de que otorgan poderes a sus portadores; como recordatorio de lugares exóticos que visitaron o planean conocer; y como potenciadores sexuales, bajo el precepto de que transfieren la energía del animal.
A los colmillos, por ejemplo, les implantaban argollas, piedras preciosas o de fantasía, para incrementar su valor.
Lo trágico es que en ese proceso de “buscar conexiones con la naturaleza”, los compradores alimentan la demanda de un oficio ilegal que está destruyendo la fauna.
Cacería a la organización
Los investigadores de Gelma ya tenían identificados a un proveedor, una publicista y un comercializador de la red criminal. Era claro que la organización la conformaban más personas, como los cazadores furtivos que mataban a los animales en su hábitat; los taxidermistas que disecaban las partes para que no se pudrieran rápido; y los artesanos que las decoraban.
Sin embargo, los agentes no podían prolongar más la intervención, pues se corría el riesgo de que siguieran matando animales, lo cual puede ser irreversible cuando se trata de especies en vía de extinción.
El 14 de septiembre de 2022 la Fiscalía y la Policía allanaron un sitio relacionado con Vivian García, el Centro Ceremonial Ambiwasi, ubicado en la vereda Yayata Alto del municipio de Silvania, Cundinamarca. Le incautaron tres paquetes de plumas de guacamaya de 165 gramos.
Ella fue capturada el 19 de marzo de 2024, al igual que su compinche Diego Mora (“el Hombre Tigre”). Ambos hicieron un preacuerdo con la Fiscalía, en el que aceptaron los cargos de concierto para delinquir y tráfico de fauna.
El pasado 27 de agosto el Juzgado Sexto Penal del Circuito Especializado de Bogotá condenó a Mora a tres años y cuatro meses y a García a dos años y nueve meses. Por tratarse de penas inferiores a cuatro años, no tendrán que ir a la cárcel. En cuanto a Darwin López, ya firmó un preacuerdo con la Fiscalía y el próximo 24 de octubre será la audiencia de verificación ante el juzgado.
El golpe a la red “Arpía” no frenará el tráfico de fauna en Colombia, pero sin duda habrá jaguares rugiendo más tranquilos en la selva por un buen tiempo.