Putumayo: entre la miseria de la coca y el auge del cacao


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ElEspectador – Un ejemplo de cómo hoy el cacao puede ser más rentable que la coca. El costo de producción de un kilo de cacao asciende a unos $4.000, y el campesino lo vende entre $28.000 y $30.000.

La Hormiga (Putumayo): Una carretera no muy bien cuidada atraviesa el Putumayo desde Puerto Asís a La Hormiga, a lo largo de 98 kilómetros. Son casi tres horas de viaje imaginando que 60 años atrás allí no existía asfalto, sino selva, ríos, animales y belleza inagotable. A la izquierda de la vía, por entre los barrancos rojizos, serpentea el oleoducto que lleva el petróleo desde Orito al puerto de Tumaco. El color marrón del tubo y la forma curva que toma mientras avanza por el borde de la carretera lo asemejan a un reptil gigantesco abriéndose paso por entre la Amazonia.

Este reptil de acero, de 306 kilómetros, representa una de las ilusiones de riqueza que durante años puso a soñar al departamento de Putumayo. Detrás de esa presunta riqueza corrieron miles de familias campesinas y colonos venidos de todos los lugares de Colombia, cuando la Texas Petroleum Company inició la bonanza petrolera y prometió trabajo bien remunerado y regalías millonarias. Pero nadie en esta región, salvo la Texas, logró nada con los miles de barriles del llamado oro negro que aún sigue transportando en su interior la víbora de acero. Han pasado 55 años desde el primer bombeo de crudo, y ninguno de los 13 municipios del Putumayo puede decir que el petróleo le ha servido de algo. Ni agua potable, ni una universidad pública, ni mucho menos un hospital de tercer nivel de atención les dio esa riqueza. Nada les ha quedado.

Pero como la historia se repite una y otra vez, a esa ilusión del petróleo le siguió otra, aún más devastadora, que se fue tomando la selva poco a poco hasta contaminarla con químicos, violencia y dinero fácil. Tanta fue la ensoñación de los campesinos, que de pronto dejaron de sembrar alimentos y criar su ganado, convencidos de que la coca los iba a volver ricos de la noche a la mañana. Pero la bonanza solo les llegó a unos cuantos mafiosos que alcanzaron a disfrutar ciertos lujos extravagantes antes de caer en las cárceles de Estados Unidos y Europa. En cambio, a los putumayenses apenas si les quedaron los funerales de la guerra y una maldición que se resiste a desaparecer.


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Y, como si fuera poco, el último espejismo se los llevó un hijo de su propia tierra, que les llenó la cabeza con las fantásticas ganancias de las pirámides y logró estafar a medio Putumayo, antes de irse a la cárcel y dejarlos en la ruina. Dicen que muchos se suicidaron en Orito, Mocoa y La Hormiga después de perder las fincas y casas que habían vendido a precio de viaje, convencidos de que, con los rendimientos de un solo mes comprarían mansiones y haciendas ganaderas.

Hacia un eje cacaotero

Por eso, hoy los putumayenses solo creen en el trabajo y en lo que produce su tierra. Y no permiten que nadie llegue a endulzarles el oído con riquezas y millones de un día para otro. Solo quieren soluciones y proyectos reales de cacao, frutales, asaí, chontaduro… Están convencidos de que la única bonanza posible es aquella que parte del trabajo asociativo entre las organizaciones campesinas, con el apoyo del Gobierno en la distribución de la tierra, la financiación de sus proyectos, la transformación de sus productos y la comercialización a precios justos. Es la cara que ellos quieren verle a la reforma agraria.

Y sí, es verdad que piensan en una bonanza, pero esta vez a partir de la legalidad: “Quiero que mi Putumayo sea como el Eje Cafetero, pero con el cacao. Quiero que seamos conocidos en todo el mundo, pero con el cacao, y quiero que las familias campesinas progresen, pero con el cacao”, dice muy segura la lideresa Mary Luz Casamachín, representante legal de la Asociación Ruta del Chocolate.


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Mary Luz es una indígena del pueblo nasa que recorre las fincas del Putumayo tratando de convencer a campesinos de su departamento para que abandonen la coca y se dediquen al cacao. Va de vereda en vereda enseñándoles cómo fabricar los productos que entre ella y su esposo han aprendido a obtener del cacao: chocolate de mesa, chocolatinas, granizados de mucílago (la miel del cacao), gomitas, paletas de helado, salsas, mermeladas, vino, cremas… Y gracias a su propia historia, los ha ido convenciendo.

Con su esposo Alexánder, que erradicó la coca de su finca de manera definitiva, han edificado un proyecto familiar y colectivo que se convirtió en modelo para otras 625 familias de 14 asociaciones campesinas e indígenas. De la mano de la Agencia de Desarrollo Rural, estas familias se han olvidado definitivamente de las economías ilegales: “No conocíamos nada de cacao. Todo lo que hemos aprendido es nuevo. Este producto ha transformado no solo mi vida, sino la de muchas familias en este territorio, porque es una actividad que nos hace libres, y en la que pueden participar nuestros hijos, los adultos mayores, las mujeres, toda la familia. Eso hace que este sea un trabajo bonito, y por eso queremos ayudar a que otros cambien de mentalidad y se dediquen al cacao”, insiste Mary Luz.

Esta pareja y las otras 625 familias que participan en el proyecto estratégico nacional que les aprobó la Agencia de Desarrollo Rural, con unos recursos de casi $35.000 millones, tienen claro que este no solo es un regreso definitivo a la legalidad, sino un salto hacia la construcción de la paz en su territorio. Ya no hay retorno posible. Simplemente porque todo ha venido cambiando, gracias a una asfixia lenta que ahoga a las mafias. Es un hecho que las economías ilegales se debilitan cada vez más, a pesar de que en el Putumayo persisten los grupos armados. Ahora la coca vale menos y el negocio dejó de ser rentable desde hace dos años, pues los insumos químicos han subido de precio como nunca antes. Además, tampoco llega la plata para comprar la pasta básica, debido a que la persecución del Gobierno ya no es contra el campesino que cultiva y procesa la hoja, sino contra los narcotraficantes y sus finanzas. Ya no se fumiga ni se arrasa con la selva ni con los cultivos de pancoger, pues esa práctica solo afectó a las familias campesinas.

De eso fue testigo Fabio Guerra, un transportador que se la pasaba cargando veredas enteras entre su camioneta, cada que un avión vaciaba el glifosato sobre las fincas: “Entre 1999 y 2001 esto por acá fue una cosa aterradora. Acabaron con los árboles, con la vegetación, con el suelo, con los cultivos de comida. Donde fumigaban, se iba quemando la selva. Eso fue una locura”, recuerda, aún con la expresión de terror de quien sintió los aviones cargados de veneno sobre su cabeza. Y va mucho más allá con lo que vio mientras transportaba a las familias que huían de la lluvia de veneno: “Un amigo en Orito tenía una finquita donde sembraba coca, como la mayoría de los campesinos. Él tenía una niña como de tres añitos que jugaba en el patio, y de pronto le voló la brisa de la fumigación y a los tres meses la niña empezó a convulsionar y de un momento a otro se fue quedando paralítica”.

Una suerte igual o peor fue la que enfrentaron las mujeres de la inspección El Placer, en el Valle del Guamuez, ultrajadas en su dignidad y violadas por los paramilitares durante los 18 meses que se tomaron el caserío a sangre y fuego. Fueron muchas historias como estas que han ido quedando atrás, aunque para la niña, las mujeres ultrajadas y sus familias el desastre y la tragedia sigan presentes en sus vidas.

Sin embargo, si de algo sirve, la noticia alentadora es que la crisis de la coca se hace palpable en Putumayo. Y el campesino viene sintiéndola cada día con mayor rigor. En efecto, hace dos años una arroba de hoja valía 70.000 pesos, pero hoy al cultivador solo le pagan 20.000. Desde hace meses los raspachines no quieren trabajar porque ya no ganan los 250.000 pesos diarios de hace dos años, sino unos 30.000; y, como si fuera poco, tienen que esperar hasta tres meses el pago, si es que les llega. Para rematar, el kilo de base por el que hasta hace año y medio le pagaban al campesino 3,5 millones de pesos, ahora solo le representa 2,3 millones que no compensan los gastos de jornales y químicos. Incluso, a veces los ilegales piden fiado el producto, pero nadie lo hace porque lo más seguro es que les quiten la vida para no pagarles.

El ahogo a las economías ilegales

Muchos campesinos aún siguen viviendo de la coca, quizás porque han venido heredando esta actividad de generación en generación. Hasta hace poco era muy común que el papá le dijera a su hijo: “Le doy estas tres hectáreas y siembre coca, que es lo que da la plata”. Y, en efecto, miles de familias no aprendieron a cultivar otra cosa en su vida, pues ¿para qué perder el tiempo con el cacao, si los intermediarios se quedan con todo?; ¿para qué sembrar plátano, si nadie lo compra a ningún precio? ¿Y frutales? Eso tampoco es negocio, porque el transporte para llevarlos a las plazas y las ciudades cuesta más que la misma fruta. En cambio, la coca sí era un negocio rentable. Los niños de hace veinte años se criaron al lado de sus padres cultivando la hoja, abonándola, cosechándola, llevándoles el almuerzo a la parcela. Jamás conocieron una actividad más rentable para su familia, y por eso ellos también han vivido de la coca. Sin embargo, aquellos niños que hoy tienen 20, 25 y hasta 30 años tampoco han visto que esta herencia les haya dejado nada bueno. La mayoría de ellos apenas si fueron a la escuela y, ya adolescentes, casi ninguno se interesó por estudiar, ni siquiera el bachillerato. Durante mucho tiempo estuvieron obnubilados por el espejismo de la coca y por los fajos de billetes que al final de la noche dejaban en los burdeles de Puerto Asís, La Hormiga, Orito o San Miguel.

Y esa no es la vida que ellos quieren para sus hijos, según lo repite una y otra vez la pareja de líderes campesinos conformada por Mary Luz Casamachín y Alexander Caicedo. Hoy los padres, incluso si son campesinos, quieren que sus muchachos se gradúen de bachilleres y vayan a la universidad. Pero en Putumayo no hay universidades, ni públicas ni privadas. Entonces a los jóvenes les queda una segunda opción, que es como decir una segunda oportunidad: un proyecto productivo que entierre para siempre el círculo de pobreza y violencia que les ha dejado la coca. Y esta oportunidad se les va insinuando con claridad cuando Mary Luz y Alexander llegan a sus fincas mostrándoles el chocolate, la mermelada, las chocolatinas, las salsas, su negocio de turismo, en fin, todo lo que en pocos años esta nueva generación de campesinos y campesinas putumayenses ha logrado gracias al cacao.

Economía campesina rentable y en libertad

En el Putumayo, hoy el cacao es más rentable que la coca. Los costos de producción de un kilo de cacao ascienden a unos 4.000 pesos, y el campesino lo vende entre 28.000 y 30.000 pesos. Incluso, este año los intermediarios llegaron a pagar el kilo a 44.000, pero en la medida en que la producción mundial se fue estabilizando, la cotización del grano empezó a bajar hasta detenerse en un precio razonable para la industria del chocolate. Y si bien este precio obedece a la crisis de producción en el África, que es el mayor exportador del mundo, los campesinos aseguran que incluso por debajo de los 20.000 pesos por cada kilo, su negocio sigue siendo rentable. En cambio, la coca es una actividad que desde hace más de un año les da pérdidas a quienes aún insisten en vivir de ella: “El campesino que procesa la hoja y saca la base apenas está haciendo para la comida de sus hijos”, asegura Jaime Guerrero, excocalero que cultivaba la hoja junto con su familia, pero que hoy se ha convertido en el representante de 56 familias cacaoteras en Valle del Guamuez.

De acuerdo con este líder campesino, en el departamento del Putumayo se han ensayado varias iniciativas para cambiar la coca por el cacao, pero ninguna ha dado resultado: “Anteriormente el Gobierno traía proyectos, pero sin ningún tipo de planeación, sin estudios de suelos, incluso sin investigar la realidad del territorio. A la gente le entregaban unos bultos de fertilizantes dizque para el cultivo de cacao, pero no le daban acompañamiento técnico ni lo asesoraban en la producción, y mucho menos en la comercialización, y entonces el campesino fracasaba y regresaba a lo ilícito”, dice Guerrero.

Y, precisamente, fueron esas experiencias negativas las que llevaron al Gobierno nacional a cambiar el enfoque, esto es, a pensar en un gran proyecto integrador en el que se comprometieran recursos millonarios de diferentes entidades. Ahí se encontraron las organizaciones campesinas, la Agencia de Desarrollo Rural, la Agencia de Renovación del Territorio y la Gobernación para llevar a las regiones del medio y bajo Putumayo inversiones mucho más ambiciosas —unos 86.000 millones de pesos destinados a vías terciarias, infraestructura y producción de cacao— que permitirán la transformación social y económica de ocho municipios del departamento.

No hay duda de que el optimismo crece, según lo manifiestan los líderes campesinos de la región: “Es lo mejor que les ha pasado a las familias cocaleras del Putumayo, que han vivido de lo ilícito durante años porque no tuvieron otra opción, pero hoy quieren cambiar sus vidas”, dice Ferney Figueroa, otro líder social que durante años se ha peleado con todo el mundo para que los cocaleros se dediquen a sembrar cacao y puedan vivir dignamente y en libertad. Este valluno de nacimiento, pero putumayense por adopción, se ha jugado la vida para cambiarles la mentalidad a quienes aún piensan en las economías ilícitas: “En la Hormiga y San Miguel a los campesinos que sembraban cacao los amenazaban, les decían sapos del Gobierno. Ahora los grupos armados dejan que la gente siembre alimentos y produzca lo que verdaderamente necesitamos; esto ha cambiado mucho, a pesar de que todavía existen las armas”.

En vista de ese cambio progresivo en el territorio, familias enteras han ido ingresando a las diferentes asociaciones de cacaoteros, con sus hermanos, sus primos, sus tías y tíos; cada familia con sus hectáreas y sus ahorros, así sean escasos, porque todo suma. En ocasiones ni siquiera es necesario tener el dinero contante y sonante para pagar los salarios, porque entre familias se prestan los jornales, como en el caso de la familia Guerrero Portilla: “Hoy trabajo donde mi tío podando el cultivo, y mañana él viene a mi predio a cosechar; en la tarde le ayudo a mi cuñado a extraer el mucílago, y la próxima semana él y mi hermana me devuelven el tiempo de trabajo ayudándome en el proceso de secado”, dice Nancy Portilla, campesina que durante años vivió de la coca pero que hoy recibe a los turistas con un delicioso granizado de mucílago mientras los pasea por su finca para que vivan la experiencia del cacao, desde la cosecha a la transformación. La preparación del granizado se la enseñó Mary Luz Casamachín, la joven del pueblo nasa que encontró en el mucílago de cacao una mina, aunque no de oro, por lo menos sí de plata, para seguir animando a otros campesinos con la transformación del cacao en más de 12 productos, y entonces enterrar para siempre la historia de violencia y pobreza que les dejaron la Texas Petroleum Company, el narcotráfico y las pirámides.

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